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domingo, 3 de julio de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXII

Los Diez Mandamientos de la Iglesia católica presentan graves



e interesadas diferencias respecto al Decálogo bíblico original


Según podernos leer en la Biblia, en Ex 20,1-21 y Dt 5, 1-22, Dios entregó sus diez mandamientos a los hombres por medio de Moisés y bajo la advertencia siguiente: «Oye, Israel, las leyes y los mandamientos que hoy hago resonar en tus oídos; apréndetelos y pon mucho cuidado en guardarlos.»

Los católicos, naturalmente, creen que los mandamientos que figuran en su catecismo son los originales, poco menos que una traducción literal de aquellas tablas de cartón-piedra que nos mostró el cine de Hollywood en manos de Charlton Heston, pero una simple comparación entre el Decálogo del Deuteronomio y el del catecismo católico nos aporta una evidencia curiosa: ¡la Iglesia modificó a su antojo los mandamientos de Dios para poder adaptarlos a sus necesidades! Uno creía que las palabras de Dios eran sagradas e inalterables, pero resulta que todas las que no convienen a la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana pueden ser manipuladas a modo... y a mayor gloria divina, claro está.

Veamos ahora cómo se correlacionan el Decálogo original y el católico:
 
 
 

 
Desde el primer mandamiento podemos apreciar los cambios de sentido tan profundos que la Iglesia ha perpetrado sobre el texto veterotestamentario original. El no tener más Dios que uno solo, Yahveh, ordenado en una época de politeísmos —recordemos que el propio Moisés, tal como ya demostramos en su momento (en referencia a Ex 15,11; 18,11; 20,5), practicó la monolatría, no el monoteísmo—, no tiene absolutamente nada que ver con el mandamiento católico de amar a Dios sobre todas las cosas. La Iglesia ha sobrepasado con mucho la intención y la intensidad que el propio Dios reclamó para sí mediante sus supuestas palabras, ganando así, de forma intencionada o casual, un instrumento psicológico fundamental para poder controlar y culpabilizar a su grey con mayor eficacia.

El segundo mandamiento del Decálogo deuteronómico corrió una suerte bastante peor ya que fue eliminado de cuajo. La razón para una mutilación tan descarada resulta obvia si confrontamos el mandato bíblico de «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos...» con la práctica nuclear del catolicismo de presentar para su culto y veneración a una legión de imágenes de advocaciones de la Virgen, de santos de todas las épocas y del mismísimo Jesús-Cristo.

A la luz del mandato inapelable del Dios de la Biblia, cuyo cumplimiento fue ratificado por el propio Jesús, el catolicismo es una religión idólatra, por eso la Iglesia —que creció adoptando mitos y ritos paganos y se extendió entre gentes habituadas a la idolatría—, para poder conquistar la devoción de las masas incultas, tuvo que borrar de la memoria de sus creyentes la prohibición divina de adorar imágenes. Esta cuestión tan importante la trataremos específicamente en el primer apartado de este mismo capítulo.

En su cuarto mandamiento el Dios bíblico ordenó: «Guarda el sábado, para santificarlo (...) Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios. No harás en él trabajo alguno...», pero la Iglesia católica lo transformó en «santificarás las fiestas», que no implica ni remotamente la misma cosa, ¿o es que son equivalentes el mandato de no trabajar los sábados y el de ir a misa todos los domingos y demás días de fiesta? De nuevo la Iglesia católica le enmendó la plana a Dios sin miramiento ninguno. En el segundo apartado de este capítulo veremos con detalle la cuestión que aquí tan sólo enunciamos.

El séptimo mandamiento bíblico —«No adulterarás»— contiene una instrucción bien clara y concreta: no cometer adulterio, eso es no violar la fidelidad sexual conyugal. Pero la Iglesia católica quiso ser más exigente que el propio Dios y modificó su voluntad ordenando, en el famoso y patológico sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros.» Mientras el Dios bíblico sólo proscribió el mantener relaciones sexuales fuera del propio matrimonio, la Iglesia católica, obsexa hasta la maldad, convirtió en algo horrible todo lo relacionado con la sexualidad humana.

El ejemplo de san Agustín es bien indicativo de la mentalidad católica en materia sexual: este padre de la Iglesia que, según confesó en sus memorias, «en la lascivia y en la prostitución he gastado mis fuerzas», tuvo siempre una gran necesidad de mujeres, vivió mucho tiempo en concubinato, tomando finalmente a una niña de 10 años por novia y a otra mujer más adulta por amante... pero acabó agotado de tanto exceso carnal y reconvirtió sus fuerzas para dedicarlas a una patética cruzada contra el placer sexual, al que tildó de «monstruoso», «diabólico», «enfermedad», «locura», «podredumbre», «pus nauseabundo», etc., con lo que el obispo de Hipona se lanzó a condenar con fanatismo lo que llamó «la concupiscencia en el matrimonio», una sacra labor que, quince siglos después, aún centraliza la mayor parte de la energía de la jerarquía de la Iglesia católica.

Si repasamos la literatura catequista católica del último siglo comprobaremos con estupor que las prescripciones y prohibiciones alrededor del sexo mandamiento han ocupado un lugar preponderante frente a los demás pecados. A los obispos y sacerdotes les pareció siempre más terrible que un adolescente se masturbara —«un pecado mortal que pudre la columna vertebral y condena irremisiblemente al fuego del infierno», se placían en anunciar amenazadoramente a los chavales— o bailara arrimado con su pareja que no la explotación de los obreros, el robo o el asesinato.

En el actual catecismo católico, por ejemplo, se condena sin excepción la masturbación mientras que se justifica la pena de muerte y la guerra y se acepta la posibilidad de matar a otro en defensa del bien común. ¿Qué clase de mente hay que tener para imaginar que Dios pueda sentirse más ofendido por quien se masturba que por quien da muerte a uno o a muchos, por muy en «defensa del bien común» que sea?

En el noveno mandamiento del Decálogo, al «No dirás falso testimonio contra tu prójimo» inicial, la Iglesia católica le añadió de cosecha propia un «ni mentirás», que es totalmente ajeno a la intención y el contexto que dieron origen al mandato bíblico.

El Catecismo católico actualmente vigente señala que: «"La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar" (san Agustín, mend. 4,5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica:" Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira" (Jn 8,44)»; «La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»; y «La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye unpecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad».

Llegados a este punto del libro, con todo lo que ya hemos visto, hay que reconocer a la Iglesia católica una desvergüenza sobrehumana: ¿No es mentir el falsear gravemente las Sagradas Escrituras? ¿No es mentir el mantener en el canon neotestamentario textos que se dan por inspirados y de autoría apostólica cuando ya se ha demostrado sin sombra de duda posible que son documentos pseudoepigráficos? ¿No es mentir el inducir a error a sus creyentes dándoles una interpretación del mensaje evangélico que resulta contraria a la intención de Jesús y de sus apóstoles? ¿No es mentir el haber construido el Estado de la Iglesia católica sobre la falsificación de La Donación de Constantino? ¿No es mentir el comportamiento de la Iglesia que hemos venido documentando en cada página de este trabajo?

Pero para la Iglesia católica, sin embargo, es posible que las mentiras más formidables de la historia humana no sean tales, quizá porque su conciencia descansa sobre la doctrina de la mentira económica o pedagógica basada en el plan divino de la salvación, asentada por su teólogo Orígenes cuando defendió la función cristiana del engaño postulando la necesidad de una mentira como «condimento y medicamento». Definitivamente, los mandamientos de la Ley de Dios no fueron hechos para ser cumplidos por la Iglesia católica, una institución que se ha encumbrado a sí misma muy por encima de todo lo humano y lo divino.

En el cotejo que estamos realizando entre el Decálogo bíblico y el católico llegamos al décimo del primero mientras que todavía estamos en el noveno del segundo; al haber eliminado todo el segundo mandamiento original, a la Iglesia católica le faltaba otro para completar la decena y no despertar sospechas con un decálogo cojo. La solución la encontró transformando el décimo bíblico en el noveno y décimo católicos. .

De esta manera, la Iglesia católica, elaboró su noveno mandamiento subiendo el «no desearás la mujer de tu prójimo» desde el décimo bíblico y fundiéndolo dentro del mismo concepto obsesivo que ya había especificado en su sexto, quedando así el texto de «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». El resto del décimo mandamiento bíblico pasó al décimo católico con una significación equivalente.

Un creyente católico honesto y consecuente con su fe debería plantearse al menos estos dos interrogantes:

a) Si la palabra de Dios es Ley, y su Decálogo es sustan-cialmente diferente al que obliga a cumplir la Iglesia católica, ¿cómo puede tomarse la Biblia por palabra divina mientras que se acata y eleva a rango superior una palabra meramente humana que la contradice? ¿Es ése el caso que los católicos le hacen a ese Dios con el que se llenan la boca?

b) Si se recurre a Jesús como arbitro para salir de dudas, ¿a cuál de sus afirmaciones contradictorias deberemos dar más credibilidad? En Mt 5,17-18 declaró: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla»; dado que el cielo y la tierra aún no han desaparecido con la llegada del Juicio Final, y que el Decálogo es una parte fundamental de la Ley, es evidente que Jesús proclamó la necesidad de cumplir íntegros los mandamientos bíblicos, tal como él los conoció —no tal como la Iglesia los ha maquillado—, aún en el día de hoy.

Pero si leemos al Jesús de Mt 19,16-19, nos sorprenderá ver que él mismo parece abrogar parcialmente la Ley que unos versículos antes declaraba obligatoria en su totalidad: «Acercósele uno y le dijo: Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es bueno: si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo.»

Si el texto no fue mutilado —o añadido— por algún copista anterior a Nicea, es evidente que Jesús redujo los mandamientos a sólo seis, eliminando —de forma incomprensible e incompatible con su propia prédica, recogida en el resto de los Evangelios— los cuatro primeros del Decálogo mosaico (base del monoteísmo judeocristiano) y cambiando el décimo por el de amar al prójimo. Aunque, un poco más adelante, en Mt 22,36-40, Jesús volvió a dar una nueva versión: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas.»

Dado que Dios no puede obrar mediante actos volitivos contradictorios entre sí —aunque ésa es la conclusión que se saca muy a menudo al leer las Escrituras—, la cuestión radicará en saber cuándo expresó Jesús el mandato de Dios: si lo hizo en Mt 5,17-18, la Iglesia católica traiciona a Dios al imponer un Decálogo ajeno al veterotestamentario; pero si la nueva voluntad de Dios la manifestó el Jesús de Mt 19,16-19, la Iglesia católica traiciona a Dios y a Jesús al mismo tiempo ya que sus mandamientos no son los seis que enumeró el nazareno; y si todo se resume a lo que dijo Jesús en Mt 22,36-40, resulta obvio que sobran ocho mandamientos y que la Iglesia sigue traicionando a alguien que ya no acertamos a saber si es Dios, Jesús o cualquier otro. En cualquier caso, queda patente que la Iglesia ha pervertido los mandamientos que ella misma atribuye a Dios, con todo lo que eso implica.

Por si no fuera ya bastante dramático lo que acabamos de aflorar, resulta que la continuación del pasaje de Mt 19,16-19 conduce a una conclusión que es una bomba de relojería colocada en la propia línea de flotación de la Iglesia católica. Así, en Mt 19,20-26, seguimos leyendo: «Díjole el joven: Todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Díjole Jesús: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes. Y Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo: ¡qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos! De nuevo os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos. Oyendo esto, los discípulos se quedaron estupefactos y dijeron: ¿Quién, pues, podrá salvarse? Mirándolos, Jesús les dijo: Para los hombres, imposible, mas para Dios todo es posible.»

Estupefactos deberían estar también todos los católicos, no ya los ricos, sino todos los que posean algunos bienes y no los hayan empleado en beneficio de los pobres, puesto que, ya se sea rey, papa u obispo, Jesús ya les anunció de antemano su imposibilidad para poder entrar en el «reino de los cielos» (salvo que el tamaño de los camellos y las agujas se haya invertido durante los últimos dos mil años). ¿O es que puede tomarse al pie de la letra una frase de Jesús pero ignorar cualquier otra que no convenga a los intereses personales del creyente o de la Iglesia?

La respuesta a esta última cuestión es afirmativa; y como muestra puede repasarse el Catecismo de la Iglesia Católica, en sus párrafos 2.052 y 2.053, que analizan el texto de Mt 19, y comprobar cómo, ¡oh casualidad!, los versículos que niegan la salvación a los ricos no son tomados en cuenta, con lo que se manipula gravemente lo dicho por Jesús al anular el sentido dialéctico de su discurso; ¿una obra piadosa, quizá, para no asustar innecesariamente las conciencias católicas burguesas?

En el mismo Catecismo podemos leer que «Por su modo de actuar y por su predicación, Jesús ha atestiguado el valor perenne del Decálogo. El don del Decálogo fue concedido en el marco de la alianza establecida por Dios con su pueblo. Los mandamientos de Dios reciben su significado verdadera en y por esta Alianza. Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordial. El Decálogo forma una unidad orgánica en la que cada "palabra" o "mandamiento" remite a todo el conjunto. Transgredir un mandamiento es quebrantar toda la Ley».

Lamentablemente para nuestras dudas, "el Catecismo de la Iglesia Católica, que tan prolijo resulta a la hora de enumerar hechos irrelevantes, no dice una sola palabra acerca de si falsear el Decálogo tal como lo ha hecho la Iglesia es «quebrantar toda la Ley» o sólo mancillarle una puntita sin importancia.





2 comentarios:

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