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domingo, 29 de abril de 2012

LUZ DEL DOMINGO LIX



UN VARÓN, EHUD, Y DOS MUJERES, YAEL Y JUDIT, PROTOTIPOS BÍBLICOS DEL ASESINATO SELECTIVO PERPETRADO A TRAICIÓN Y CON LA AYUDA DE DIOS

El relato de la hazaña del benjaminita Ehud, o Aod, apuñalando en el vientre a Eglón, rey de Moab, cuando se había ganado su total confianza, se lo debemos al Libro de Jueces:
Los israelitas estuvieron sometidos a Eglón, rey de Moab, durante dieciocho años. Los israelitas clamaron entonces a Yavé, y Yavé hizo que les surgiera un salvador, Ehud, hijo de Guera, un hombre de Benjamín que era zurdo. Los israelitas le encargaron que llevara el tributo a Eglón, rey de Moab.
Ehud se hizo un puñal de doble filo, y de hoja corta, que se puso bajo su ropa pegado a su muslo derecho. Luego fue a ofrecer el tributo a Eglón, rey de Moab (Eglón era un hombre muy gordo) [el comentario bíblico es, a todas luces, despectivo]. De regreso, cuando estaban en los idolos de Guilgal, Ehud ordenó que se fuera a la gente que había venido con él para presentar el tributo.
Él hizo el camino de vuelta y dijo: «¡Oh, rey! Tengo para ti un mensaje secreto». El rey respondió: «¡Silencio!». Y todos los que estaban a su alrededor se retiraron. Entonces Ehud se acercó a él, mientras estaba sentado en la pieza alta, tomando el fresco en sus departamentos privados. Ehud dijo: «Es un mensaje de Dios que tengo para ti». Entonces el rey se levantó de su silla. Ehud extendió su mano izquierda, agarró el puñal que tenía sobre su muslo derecho y se lo hundió en el vientre. El puño entró junto con la hoja y la grasa se cerró por encima de la hoja, pues no se la sacó del vientre, y salieron los excrementos [¡otra inspirada y educativa imagen bíblica surgida de la palabra de Dios!].
Ehud escapó por detrás, cerró tras él las puertas de la pieza superior y le echó el cerrojo. Después que salió, llegaron los sirvientes, y al ver con cerrojo la puerta de la pieza superior, se dijeron: «Sin duda que está haciendo sus necesidades en sus departamentos privados» [en estos versículos, a la inspiración divina le dio por la escatología, pero por la culinaria, no por la neotestamentaria]. Esperaron tanto que tuvieron vergüenza, pero las puertas de la pieza superior no se abrían. Entonces tomaron la llave y abrieron: ¡su patrón yacía por tierra, muerto!
Mientras ellos aguardaban, Ehud se había puesto a resguardo. Pasó por los idolos y se puso a salvo en Ha-Seira. Apenas llegó, tocó el cuerno en la montaña de Efraín y los israelitas bajaron de la montaña siguiéndole. Les dijo: «Síganme porque Yavé ha puesto a sus enemigos, los moabitas, en nuestras manos». Todos bajaron tras él, cortaron los vados del Jordán en dirección a Moab y no dejaron escapar a ningún hombre. En aquella ocasión derrotaron a diez mil hombres de Moab, todos robustos y entrenados: no escapó ni uno solo (Jue 3,14-29).
No deja de ser curioso que, como sucede en muchísimas otras historias bíblicas, cuando se asesina a un rey, o al general de su ejército, enemigo de los hebreos, el ejército decapitado se merma hasta la nada y los israelitas se crecen sin más, masacrando sin límite a miles y miles... aunque unos versículos antes las fuerzas estuviesen justo al revés. Cosas de Dios, claro está.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: mentir y hasta usar con falsedad el nombre de Dios para traicionar y asesinar al enemigo es lícito y cosa de héroes.
También en el Libro de Jueces se relata la historia de Yael, la mujer de un herrero a cuya tienda llegó Sísara —jefe del ejército de la coalición cananea dirigida por el rey Yabín (o Javín)—, tras ser derrotado, pidiendo agua y hospitalidad, sin sospechar que la mano de Yael, que debía ser amiga, le traicionaría y mataría de forma insultante para un general como él.
Débora [profetisa y jueza de Israel] dijo entonces a Barac [jefe militar israelita]: «Ha llegado el momento, hoy mismo Yavé pondrá a Sísera [Sísara] en tus manos. ¿No marcha Yavé delante de ti?». Barac bajó del monte Tabor seguido de sus diez mil hombres, y Yavé hizo que derrotara a Sísera, a todos sus carros y todo su ejército; el mismo Sísera se bajó de su carro y huyó a pie. Barac salió en persecución de los carros y del ejército hasta Haroset-haGoyim, y todo el ejército de Sísera cayó bajo el filo de la espada; nadie escapó.
Sísera había huido a pie hasta la tienda de Yael, mujer de Jeber el quenita [un herrero nómada], porque reinaba la paz entre Yabín, rey de Hasor, y Jeber el quenita. Yael salió al encuentro de Sísera y le dijo: «¡Ven para acá, señor. Ven para acá, no tengas miedo!». Fue donde ella, entró en su tienda y ella lo tapó con una manta.
Él le dijo: «Dame un poco de agua para beber porque tengo sed». Ella tomó un tiesto con leche y le dio de beber, luego lo volvió a tapar. Él le dijo: «Quédate a la entrada de la tienda, y si alguien te pregunta si hay aquí alguna persona, respóndele que nadie».
Pero Yael, mujer de Jeber, tomó una de las estacas de la tienda junto con un martillo, y acercándose suavemente por detrás de él le enterró la estaca en la sien con tal fuerza que se clavó en la tierra. Él dormía profundamente porque estaba muy cansado, y así fue como murió.
Cuando llegó Barac persiguiendo a Sísera, Yael salió a su encuentro y le dijo: «Entra, que te voy a mostrar al hombre que buscas». Entró y vio a Sísera muerto, tendido en el suelo con la estaca en la sien. Ese día Dios humilló a Yabín, rey de Canaán [puesto que una mujer —que era, además, esposa de un aliado suyo—asesinó al jefe de su ejército de forma vergonzosa], ante los israelitas (Jue 4,14-23).
En el llamado Canto de Débora —una de las piezas más antiguas de la literatura hebrea, compuesta, hacia la segunda mitad del siglo XII a. C., a modo de himno a Yavé vencedor—, la propia Débora, un caso atípico de mujer que llegó a ser jueza de Israel —y que algunos explican a causa de su «fervor religioso», es decir, de su fanatismo—, y el general Barac, loaron la traición y asesinato brutal cometido por Yael:
¡Bendita sea Yael, la mujer de Jeber el quenita, bendita sea entre las mujeres! Bendita sea entre las mujeres que viven en tiendas. Él pidió agua, ella le dio leche; le ofreció leche cremosa en su mejor copa. Con una mano toma la estaca, y con su derecha el martillo del obrero. Golpea a Sísera y le rompe la cabeza, le rompe y traspasa su sien. Se desploma a sus pies, cae, está allí tendido. Cayó a sus pies, allí donde se desplomó está muerto (...) ¡Oh, Yavé, que así perezcan tus enemigos! Y da a los que te aman el resplandor del sol (Jue 5,24-31).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: traicionar la sagrada regla de la hospitalidad y asesinar con brutalidad se merecen la bendición de Dios y la de su pueblo.
El caso de Judit y de su celebrada decapitación del general babilonio Holofernes se relata en el libro bíblico que lleva el nombre de la heroína. En medio de un relato plagado de errores históricos y geográficos —escrito en el siglo II a. c.—, cuando Holofernes tenía sitiada sin remedio a la ciudad de Betulia, apareció la hermosa viuda Judit dispuesta a salvar a su pueblo a cualquier precio. La heroína comenzó por cambiar su semblante de mustia viuda por otro de Mata Hari sexy, presta tanto a la traición como a la cópula; y de esta guisa se fue, con su sirvienta, hasta el campamento enemigo para ofrecerse a Holofernes.
[Judit] Se quitó el saco [sayal] que vestía y, después de bañada, cambió sus vestidos de viuda por los de fiesta, que usaba cuando vivía su esposo Manasés; se echó perfumes, se peinó y se adornó la cabeza con una cinta; se calzó las sandalias, se puso collares, brazaletes, anillos, aros y todas sus joyas. Se arregló lo mejor que pudo con el fin de atraer las miradas de todos los que la vieran (Jdt 10,3-4).
Ambas [Judit y criada] caminaban rápidamente por el valle, cuando les salieron al encuentro centinelas asirios [serían babilonios], quienes detuvieron a Judit y le preguntaron: «¿Quién eres? ¿De dónde vienes y adónde vas?». Ella respondió: «Soy hija de hebreos y huyo de ellos porque están a punto de ser devorados por ustedes. Voy a presentarme a Holofernes, jefe del ejército de ustedes, para hablarle con sinceridad y mostrarle el camino para apoderarse de toda la montaña sin que ninguno de sus hombres sufra daño o pierda su vida» (Jdt 10,11-13) [aquí la aparente traición de Judit a los suyos no es un hecho, como en casos similares ya vistos, sino un ardid, un medio para acercarse al general que quiere asesinar].
[Holofernes] La invitó a pasar donde tenía sus cubiertos de plata y mandó que le sirvieran de sus manjares y su vino. Pero Judit le dijo: «No debo comer esto para no caer en falta; basta con lo que traje». Holofernes replicó: «Cuando se te acaben las cosas que tienes, ¿de dónde sacaremos otras iguales, si entre nosotros no hay nadie de los tuyos?». Judit respondió: «No te preocupes, porque antes que consuma lo que traje, el Señor cumplirá, por mi mano, sus designios».
Los ayudantes la llevaron a su tienda, donde durmió hasta medianoche. Luego se levantó para salir a orar, pues había pedido a Holofernes que ordenara a sus guardias que la dejaran salir. Judit permaneció tres días en el campamento, y cada noche iba al valle de Betulia y se lavaba en la fuente donde estaban los guardias. A su regreso, rogaba al Dios de Israel que encaminara sus pasos para alegría de todo su pueblo. Ya purificada, volvía a su tienda para la comida.
Al cuarto día, Holofernes dio un banquete al que invitó solamente a sus oficiales, excluyendo a los que estaban de servicio. Dijo a Bagoas, su mayordomo: «Convence a esa mujer hebrea que está en tu casa que venga a comer y beber en nuestra compañía. Sería una vergüenza para nosotros dejar que se fuera una mujer así sin haber tenido relaciones con ella. Si no logramos convencerla, se reirá harto de nosotros».
Bagoas salió, pues, de la carpa de Holofernes y entró en la de Judit. Le dijo: «No te niegues, bella joven, a venir donde mi señor para que te honre y bebas con nosotros alegremente. Hoy mismo llegarás a ser como una de las asirías [babilonias] que viven en el palacio de Nabucodonosor» [se refiere a las concubinas del más famoso rey babilonio].
Respondió Judit: «¿Quién soy yo para oponerme a mi señor? Todo lo que agrade a sus ojos lo haré con gusto, y eso será para mí motivo de alegría hasta el día de mi muerte». Se levantó, se adornó con sus vestidos y todos sus adornos de mujer (...) Entró Judit y se instaló. El corazón de Holofernes quedó cautivado y su espíritu perturbado. Era presa de un deseo intenso de poseerla, porque desde el día en que la vio atisbaba el momento favorable para seducirla [obsérvese cuán educado era el general, que pudiendo violarla sin problemas, tal como hacían en la época hasta los cabos cuarteleros, aguardó cuatro largos días y aspiraba a seducirla mediante cháchara y copeo]. Le dijo, pues: «Bebe y participa de nuestra alegría».
Judit respondió: «Bebo gustosa, señor, porque desde que nací jamás me sentí tan feliz como hoy». Tomó lo que su sirvienta le había preparado y comió y bebió ante él. Holofernes estaba bajo su encanto, por eso bebió tal cantidad de vino como jamás en su vida había tomado (Jdt 12,1-20) [la muy devota Judit —así la pintan— no era del mismo oficio que la ya citada y también traidora Rahab, aunque sin duda Dios la dotó con el dominio de artes similares para ejercer la felonía, en bien de Israel, naturalmente].
Cuando se hizo tarde, sus oficiales se apuraron en irse. Bagoas cerró la carpa por fuera, después de haber despedido del lado de su amo a los que permanecían todavía. Todos fueron a acostarse, fatigados por el exceso en la bebida. Judit fue dejada sola en la tienda con Holofernes, hundido en su cama y ahogado en vino.
Entonces Judit dijo a su sirvienta que permaneciera fuera, cerca del dormitorio, y que esperara su salida, como ella lo hacía diariamente. Además había tenido la precaución de decir que saldría para hacer su oración, y había hablado en el mismo sentido con Bagoas.
Todos se habían ido de la carpa de Holofernes, y nadie, grande o pequeño, se había quedado en el dormitorio. Judit, de pie al lado de la cama, dijo interiormente: «Señor, Dios de toda fortaleza, favorece en esta hora lo que voy a hacer para gloria de Jerusalén. Este es el momento para que salves a tu pueblo. Da éxito a mis planes para aplastar a los enemigos que se han levantado en contra nuestra».
Avanzó entonces hacia la cabecera de la cama, de donde colgaba la espada de Holofernes, la desenvainó y después, acercándose al lecho, tomó al hombre por la cabellera y dijo: «Señor, Dios de Israel, dame fuerzas en este momento». Lo golpeó dos veces en el cuello, con todas sus fuerzas, y le cortó la cabeza. Después hizo rodar el cuerpo lejos del lecho y arrancó las cortinas de las columnas. En seguida salió y entregó la cabeza de Holofernes a su sirvienta, que la puso en la bolsa en que guardaba sus alimentos, y las dos salieron del campamento como tenían costumbre para ir a rezar. Una vez que atravesaron el campamento, rodearon la quebrada, subieron la pendiente de Betulia y llegaron a sus puertas.
De lejos, Judit gritó a los guardias de las puertas: «Abran, abran la puerta. El Señor, nuestro Dios, está con nosotros para hacer maravillas en Israel y desplegar su fuerza contra nuestros enemigos, como lo ha hecho hoy». Los hombres de la ciudad, al oír su voz, se apuraron en bajar hasta la puerta de la ciudad y llamaron a los ancianos (...)
Con fuerte voz, Judit les dijo: «¡Alaben a Dios! ¡Alábenlo! ¡Alábenlo, porque no ha apartado su bondad del pueblo de Israel! ¡Esta noche, por mi mano, ha aplastado a nuestros enemigos!». Entonces sacó de la bolsa la cabeza de Holofernes y la mostró: «Aquí tienen la cabeza de Holofernes, general en jefe del ejército asirio [más bien babilonio], y éstas son las cortinas de su cama. El Señor lo mató por la mano de una mujer. ¡Viva el Señor, que me protegió en mi empresa! Mi cara no encantó a ese hombre sino para perderlo, ya que no pecó conmigo; no me manchó ni me deshonró» [toda una suerte si tenemos en cuenta que su colega de oficio, la holandesa Mata Hari (Margaretha Geertruida Zelle), tuvo que entregarse mucho más y logró bastante menos; pero eran otros tiempos, claro está].
Presa de un indecible entusiasmo, todo el pueblo se postró para adorar a Dios y gritó a una sola voz: «Bendito seas, Dios nuestro, tú que en este día aniquilaste a los enemigos de tu pueblo». Ozías [rey y santo varón que gozó del favor divino], por su parte, dijo a Judit: «Hija mía, que Dios Altísimo te bendiga más que a todas las mujeres de la tierra. ¡Y bendito sea el Señor Dios, Creador del cielo y de la tierra, que te condujo para que cortaras la cabeza del jefe de nuestros enemigos!» (Jdt 13,1-18).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: asesinar con alevosía, cuando el plan homicida es guiado por la voluntad divina, es motivo de bendición y alborozo para todo devoto que se precie de tal.
Es bien conocida la frase que reza que Roma no paga a traidores, pero la Biblia demuestra, sin lugar a dudas, que Dios sí premia, y con creces, a quienes traicionan a su prójimo sin reparo ni limite ninguno. Pero hay todavía más...



1 comentario:

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