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domingo, 20 de febrero de 2011

LUZ DEL DOMINGO III

San Pablo: el judío extranjero que fundamentó un cristianismo a la
medida de sus frustraciones personales


Casi un tercio de los textos neotestamentarios llevan la firma de Pablo y son los documentos cristianos más antiguos que se conservan, ya que fueron redactados mucho antes que los Evangelios y el resto de libros canónicos. Se trata de una serie de cartas, escritas —dictadas, más bien, puesto que Pablo tenía muy mala visión— entre los años 51 y 63 d.C. y destinadas a trasladar sus instrucciones, sobre cuestiones organizacionales o doctrinales, a diferentes comunidades cristianas.
Pero es necesario señalar que la mitad de las catorce epístolas de Pablo que se incluyen en el Nuevo Testamento son pseudoepigráficas, es decir, escritas por personas ajenas a Pablo aunque firmadas con su nombre. Desde el siglo pasado, los eruditos en exégesis bíblica han demostrado la falsedad de la autoría paulina de la epístola A los Hebreos, de las dos A Timoteo, de la de A Tito, de la segunda A los Tesalonicenses y han manifestado muy serias dudas acerca de la supuesta autenticidad de las epístolas A los Colosenses y A los Efesios.
Saulo de Tarso, que ése era su nombre judío antes de darse a conocer como Pablo, fue un hombre de un talento y una capacidad organizadora indiscutibles —que ha llegado a ser conocido como el «apóstol de los gentiles» a pesar de haber sido un perseguidor feroz de los cristianos y de no haber pertenecido jamás al círculo de discípulos de Jesús— y acabó por convertirse en la figura clave para el desarrollo y expansión de la nueva religión.
El apóstol Saulo nació en la ciudad de Tarso (Cilicia), en el seno de una familia judía bastante acomodada, poseía la ciudadanía tarsiota y romana —un enorme privilegio en esos días— y recibió una esmerada educación griega además de la rabínica. Desde su adolescencia fue enviado a estudiar con Gamaliel el Viejo, rabino de Jerusalén y reconocido «doctor de la Ley» fariseo, de quien aprendió la exégesis (interpretación) bíblica al modo rabínico de la escuela de Hillel; en esos días nació también su gran interés por el ocultismo y el misticismo fariseo —que tenía muchos puntos de encuentro con las doctrinas de los esenios—, que marcaría el resto de su agitada existencia.
Saulo, condenado a sobrellevar un carácter muy difícil, depresivo, fanático y paranoide, y una salud física muy endeble, intentó compensar sus problemas personales encerrándose progresivamente en sí mismo hasta el punto de llegar a vivir totalmente ajeno a la dura realidad que amargaba la existencia a sus conciudadanos judíos, sometidos a la opresión del invasor romano. Saulo se volcó en un mundo espiritual muy personal, que le llevó a experimentar, según él, algunos episodios místicos y que, finalmente, le condujo a verse a sí mismo como el enviado mesiánico destinado a preparar el camino para el inminente retorno del «hijo del Hombre» celeste —recuérdese Dan 7,13—, que vendría a la tierra para resucitar a los muertos y para establecer el «reino de Dios».
El fanatismo de Saulo iba acompañado, lógicamente, de un comportamiento violento. Así, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra la participación directa de Saulo en el asesinato mediante lapidación de Esteban (c. 30-31 d.C.) y se dice de él que «devastaba la Iglesia, y entrando en las casas, arrastraba a hombres y mujeres y los hacía encarcelar» (Act 8,3); por su trayectoria ideológica y su amor por la violencia, es muy probable que Saulo formase parte del partido extremista dejos zelotas.
El encarnizamiento cese Saulo de Tarso contra los cristianos quedó patente en el famoso pasaje de Act 9,1-9: «Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se llegó al sumo sacerdote, pidiéndole cartas de recomendación para las sinagogas de Damasco, a fin de que, si allí hallaba quienes siguiesen este camino, hombres o mujeres, los llevase atados a Jerusalén. Cuando estaba de camino, sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio de repente rodeado de una luz del cielo; y al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer. Los hombres que le acompañaban quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de tierra, y con los ojos abiertos, nada veía. Lleváronle de la mano y le introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber.»
El suceso parece milagroso, sin duda, pero, casi dos mil años después del acontecimiento, estamos en condiciones de poder darle varias explicaciones razonables y bastante más satisfactorias que la de la supuesta aparición de Jesús. Por todo lo que conocemos de la vida y personalidad de Saulo, el episodio alucinatorio pudo estar relacionado con alguno de los ataques de epilepsia que padecía regularmente, con una insolación severa, con un brote psicótico o con una reacción histérica (neurosis de conversión); psicopatologías, estas últimas, en las que no sólo suelen oírse voces sino que también, particularmente en la neurosis de conversión, se dan casos en los que se emiten voces —irreconocibles, ya que se habla mediante sonidos gruturales y/o ventriloquia involuntaria—, que producen un gran impacto emocional en las personas crédulas que las oyen.
Un profundo conocedor de la vida y obra de Pablo como es Hugh J. Schonfield, aporta datos relevantes para conocer mejor al personaje cuando, en uno de sus libros, ( Cfr. Schonfield, H. J. (1987). Jesús ¿Mesías o Dios? Barcelona: Martínez Roca, p. 62.) expone que «por los escritos de Pablo, quienes están familiarizados con tales cuestiones pueden deducir que, de joven, se dedicó a una rama particular del ocultismo judío, con todos los riesgos que ello comportaba, tanto físicos como mentales, pudiéndose defender la idea de que su antagonismo violento y obsesivo contra los seguidores de Jesús surgió en buena medida de su propia creencia secreta de ser el Mesías destinado a "iluminar a las naciones". (...)
»Tras la experiencia psíquica de Pablo, debida quizás a un ataque epiléptico, como resultado de la cual aceptó a Jesús como el Mesías, se retiró al norte de Arabia para enfrentarse con sus problemas, y fue allí donde experimentó "un exceso de revelaciones". No se había equivocado en su creencia de juventud, en el sentido de ser un elegido para llevar el conocimiento de Dios a los gentiles. La voz que le había hablado le confirmó lo que él ya sabía en el fondo de su corazón. Ahora comprendió lo que le había ocurrido: había sido señalado por Dios como agente personal y representante del Mesías para llevar a cabo su poderosa obra en el mundo hasta que el propio Jesús regresara rodeado de gloria para inaugurar el reino de los justos sobre la tierra. En consecuencia, actuaría, viviría y hablaría siguiendo el mandato del Mesías celestial que era su maestro. Concebía su posición como la de un esclavo de plena confianza, que mantenía unas relaciones tan íntimas con su amo, que gozaba tanto de su confianza que, en la práctica, era como su alter ego. Él era la eikon (imagen) del Mesías, del mismo modo que el Mesías era la eikon de Dios. Estaba convencido de que, por la gracia de Dios, había sido juzgado y sentenciado para asumir una nueva identidad reflejo de la presencia de Cristo».
La fecha más probable de la conversión de Saulo debió ser alrededor de un año después de la crucifixión de Jesús; y aunque se la relata por tres veces en el libro de los Hechos, en todas ellas se la presenta de forma relativamente divergente. Ganado ya para el evangelio, se desconoce si en sus primeros tiempos de predicación optó por propagar las ideas de los apóstoles, la visión de los cristianos helenistas o su propia y peculiar versión cristológica; es muy plausible que Pablo comenzara acogiéndose a las ideas defendidas por la Iglesia de Damasco, para luego ampliarlas con las enseñanzas que los apóstoles impartían desde Jerusalén, pero que, finalmente, al no coincidir éstas exactamente con la misión que él mismo se había arrogado, acabaron siendo arrinconadas a medida que fue elaborando el corpus de su «cristianismo paulino».
Desde su llegada a Antioquía, junto a Bernabé, Pablo se encontró con una situación absolutamente insólita: los misioneros judeo-helenistas, mucho más laxos que sus correligionarios judíos de Jerusalén, habían afiliado al cristianismo a paganos incircuncisos cuando, por entonces, no podían ser cristianos más que los judíos debidamente circuncidados. Ante esa realidad, el pragmatismo y el furor adoctrinador de Pablo le llevaron a aceptar como «un signo divino» ese hecho y a especializarse en el apostolado entre los gentiles, una labor a la que dedicará toda su vida y que realizará con una eficacia tremenda a pesar de no perder jamás su espíritu judío.
«En bastantes aspectos Pablo sigue pensando como un judío, al igual que los discípulos de Jerusalén y que los mismos helenistas. Su doctrina del Dios único, personal, creador y dueño de la historia, que exige de los hombres un cierto comportamiento y ha hecho de Israel su pueblo de elección, podría ser perfectamente la de un rabino; su concepción de la Sagrada Escritura y de la exégesis empleada para extraer de ella su sentido profundo es igualmente judía, por más que incluya elementos tomados del judaismo helenístico y del esenismo, en materia de exégesis alegórica o tipológica; su antropología y su noción de pecado continúan estando muy próximas a las de los autores bíblicos; finalmente, las concepciones apocalípticas que aún aparecen en el segundo término de sus escritos se amoldan perfectamente a los clichés habituales de la literatura judía sobre esta terna. Hay que recordar, de todas formas, que Pablo jamás renegó del judaismo, que hasta el fin continuó observando determinadas prescripciones mosaicas cuando las circunstancias lo permitían (Act 21), y que, a pesar de las afrentas que en todas partes le infligieron las autoridades de la sinagoga, nunca abandonó la esperanza ardiente en la salvación final de Israel (Rom 9-11).»
Insultado en todas partes incluso por los suyos, los judíos, atormentado por sus males físicos y por sus crisis emocionales, y acomplejado por su aspecto poco agraciado, Pablo puso su máxima energía en hacerse reconocer ante sus seguidores como apóstol, un título que confería la máxima autoridad y poder a quien lo llevara ya que significaba ser representante directo de Jesús de Nazaret. Resulta obvio que Pablo mentía, ya que nunca conoció a Jesús ni, mucho me-     nos, fue discípulo o apóstol suyo, pero su convicción —que en lenguaje diagnóstico psiquiátrico actual podría denominarse más bien como «trastorno delirante paranoide de tipo grandioso»— de ser el intérprete de la voluntad de Dios y de Cristo no tenía por qué fijarse en minucias de ese tipo; de ahí su personalismo y autoritarismo y la forma perentoria en que están redactadas sus epístolas a las diferentes comunidades por él fundadas que, por lo demás, dado que estaban integradas por el estrato social más bajo, no se distinguían precisamente por sus cualidades morales.
Pablo, haciendo gala de un egocentrismo y una presunción inaudita, llegó a situar su conocimiento revelado acerca de «la voluntad de Cristo» por encima del testimonio que los apóstoles habían recibido directamente de Jesús mientras predicó y, para colmo, pretendió adoctrinar a los mismísimos apóstoles con enseñanzas que eran totalmente contrarías a las difundidas por Jesús. No es de extrañar, pues, que Pablo fuese un personaje odiado por los primeros responsables de la Iglesia cristiana, para quienes era poco más que un advenedizo sin escrúpulos; por esta razón, cuando Pablo fue detenido por los romanos no recibió el menor apoyo o ayuda por parte de las iglesias de Jerusalén y de Roma.
De hecho, la mayoría de las epístolas de Pablo reflejan sus   constantes enfrentamientos con Santiago, el hermano de Jesús,    y con los apóstoles Pedro y Juan, que en esos días constituían la autoridad central del cristianismo en Jerusalén y pretendían un Israel cristiano que cumpliera la Ley mosaica, obligación a la que se opuso Pablo con ferocidad hasta que forzó que en sus comunidades de gentiles, los llamados «prosélitos de la puerta», se obviara la obligada observancia de la Ley.                  
En la doctrina paulina se encuentran algunos trazos a resaltar, como la gran importancia que le dio a la vida comunitaria, que intentó robustecer potenciando al máximo la reunión de los correligionarios en la «cena del Señor» y, más tarde, definiendo la comunidad de los creyentes como el cuerpo mesiánico cuya cabeza es Cristo; o la defensa de la tesis, de enorme trascendencia religiosa y social en esos días, de que los conversos cristianos gentiles —eso es los no judíos— desde el mismo momento en que aceptaban al Mesías pasaban automáticamente a formar parte de Israel —por estar en el Mesías y sujetos a él como rey de Israel— y sus pecados les eran perdonados. Del pensamiento griego, que Pablo conocía muy bien aunque no le entusiasmaba (I Cor 1), tomó nociones como las de «conciencia», «naturaleza» o «utilidad» que hasta entonces eran desconocidas para el pensamiento bíblico.
Pero lo más original y esencial del sello paulino reside en su afirmación explícita de la preexistencia de Cristo y del papel fundamental de éste después de su resurrección. Pablo no concibió a Jesús como un dios encarnado, ni tampoco lo imaginó como la Segunda Persona de la Trinidad, puesto que él identificaba al Jesús de la ascensión con el «Hijo del hombre» de los místicos judíos. Según la rama del ocultismo judío denominada Maaseh Bereshith —de la que Pablo fue iniciado y que se ocupaba de extraer enseñanzas de la creación del hombre tal como se presenta en el Génesis—, Dios creó al Hombre Celestial a su imagen, como Arquetipo (Hijo del hombre) conforme al cual fue formado Adán. Pablo integró perfectamente esta creencia y la adaptó a sus intereses al postular que el Hombre Celestial o «Mesías de Arriba» se encarnó en Jesús, el «Mesías de Abajo», haciendo así de él el Segundo Adán.
Así pues, la aportación básica de Pablo a la cristología estaba fundamentada en las creencias del ocultismo rabínico que tan queridas le fueron desde su juventud y que tan bien encajaban con su peculiar personalidad y aspiraciones de ser un elegido divino. «El Cristo de Pablo no es Dios, es la primera creación de Dios, y no deja sitio para la fórmula trinitaria del credo de Anastasio, ni para su doctrina de que el Hijo fue "no hecho, no creado, sino engendrado". Pero, a pesar de que el universo visible sea la expresión del Dios invisible, el Cristo, como primer producto, comprende la totalidad de esta expresión en sí mismo, (...) el Cristo encarnado temporalmente en Jesús, depuso todo atributo de su estado espiritual y se hizo completamente humano y desprovisto de sobrehumanidad, (...) su única dotación especial la tuvo en su bautismo, cuando recibió los dones del Espíritu prometidos al Mesías en sabiduría y entendimiento (Is 11,1-4). El Cristo celestial solamente tomó posesión de Jesús cuando éste resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos (Rom 1,4). Después, pudo revelarse que había tenido esta breve abdicación.
»Pablo es muy claro, como necesitará serlo para ilustrar después que los cuerpos espirituales y los cuerpos físicos no se combinan. Por tanto, Jesús, como ser humano de carne y sangre, no podía identificarse con el Cristo celestial hasta que hubiera descartado su cuerpo físico y asumido un cuerpo espiritual. Habría sido totalmente imposible para Pablo el aceptar la resurrección física de Jesús, como consta en los Evangelios, y repugnante que el Jesús resucitado pudiera comer y beber. Él explicó a los filipenses: "Nuestra forma de gobierno se origina en el cielo, de cuya fuente esperamos un Libertador, el Señor Jesucristo, que transformará el cuerpo de nuestro humilde estado para que corresponda a su cuerpo glorioso por el poder que tiene de someter a sí todas las cosas" (3,20-1). Cristo, en el sentido físico, ya no podía ser conocido. (...) Según Pablo, la comunidad de los creyentes representa el cuerpo mesiánico del cual Cristo es su cabeza, y es la obra de la redención la que transforma este cuerpo en el mesiánico cuerpo de luz, produciendo así la misma unión entre la Iglesia y Jesucristo que la que se produjo entre Jesús y Cristo.                                                                       
»La idea judía del hombre arquetípico, interpretada con referencia al Espíritu-Cristo, permitió a Pablo evitar sin peligro cualquier disminución de la unidad de la divinidad y cualquier sugestión de que Cristo fuera Dios. Dios no tiene forma ni sustancia; pero el Espíritu-Cristo tiene ambas: forma y un cuerpo espiritual. Nunca, en ninguna parte, identifica Pablo a Cristo con Dios. Sus relaciones Padre-Hijo no implican tal cosa, y el Padre es "el Dios de Nuestro Señor Jesucristo". Hay un solo Dios, y un solo Señor, Jesucristo. La fórmula trinitaria "Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo" es una adaptación injustificable de la doxología paulina. Una vez comprendamos adonde conducía la mística de Pablo, el judío, podremos apreciar cuán lejos llegó a extraviarse la gentilizada teología cristiana.»
La lucha por imponer una determinada visión cristológica fue ardua y dio origen a diferentes sectas cristianas. Así, para los doce apóstoles, seguidores de la antigua tradición hebrea, Jesús, como hombre que conocieron y como Mesías del pueblo judío, siempre tuvo una connotación profundamente humana —de rey prometido que, como David, era «hijo de Dios»—; para Pablo, en cambio, tal humanidad no sólo careció de todo interés sino que propugnó que mientras el Cristo celestial asumió una presencia física en Jesús, éste no mantuvo consigo ninguna característica o atributo divino —eso es su naturaleza espiritual como «hijo de Dios»— hasta que pudo recuperarlos después de su resurrección. Para Juan, finalmente, que escribió su Evangelio cuando Pablo y los apóstoles ya habían desaparecido, en la figura de Jesús se había reunido lo humano y lo divino al mismo tiempo, eso es que hubo una verdadera encarnación y el Jesús humano nunca dejó de ser consciente de su sustancia divina. En otros capítulos tendremos que retomar con más profundidad estas importantísimas divergencias y sus resultados.
Pablo, después de haber pasado unos tres años retenido por los romanos en la capital imperial, murió en Roma probablemente en torno a los primeros meses del año 64 d.C. Pero con su desaparición, las discutidas tesis paulinas —contrarias en algunos aspectos fundamentales al mensaje de Jesús, al del Antiguo Testamento y a la visión de los apóstoles— no sólo no perdieron fuerza sino que abrieron un camino insospechado.
El cristianismo en los tiempos de Pablo aún no existía corno una religión nueva —eso es diferente del judaismo— y, probablemente, Pablo no tuvo la intención de apartarse de los judíos sino que, por el contrarío, buscó ampliar el Israel bíblico con el ingreso de los gentiles; pero, en poco tiempo, la dinámica de las comunidades fundadas por él, de la mano de los paganos por él convertidos, desembocó en la aventura de inventar el cristianismo tal como lo conocemos.

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