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domingo, 27 de mayo de 2012

LUZ DEL DOMINGO LXIII

DIOS ARRASÓ A SU PUEBLO CON LA PESTE PARA CASTIGAR AL REY DAVID… ¡POR HABER CUMPLIDO SIN CHISTAR UNA ORDEN DIVINA!

El rey David fue diligente en hacer lo que Dios le ordenó, esto es, censar a su pueblo, pero de buenas a primeras el Altísimo lo tomó a mal y ¡masacró al pueblo censado!, que no tuvo ni arte ni parte en la cosa. Nos lo cuenta con claridad meridiana el 2 Libro de Samuel:

De nuevo se encendió contra Israel la cólera de Yavé, quien impulsó a David a causar su desgracia. «Anda —le dijo—, y haz el censo de Israel y Judá» [es la propia palabra de Dios la que confirma que obligó al rey a causar la desgracia de su pueblo].

El rey dijo a Joab, el jefe del ejército, que estaba con él: «Recorre todas las tribus de Israel desde Dan hasta Bersebá. Cuenta al pueblo, así sabré cuántos son». Joab dijo al rey: «(...) ¿Pero por qué el rey mi señor quiere tal cosa?». Pero como la palabra del rey era una orden para Joab y los jefes del ejército, salió de la casa del rey junto con los jefes del ejército para ir a hacer el censo de la población de Israel (...)
Recorrieron pues todo el país y regresaron a Jerusalén al cabo de nueve meses y veinte días. Joab le entregó al rey el número exacto de la población: Israel contaba con ochocientos mil hombres de armas capaces de manejar la espada, y Judá, con quinientos mil.
Pero en seguida el corazón de David se puso a palpitar; ¡había censado al pueblo! [usted perdone, ¿y dónde está el problema?]. Le dijo a Yavé: «Cometí un grandísimo pecado. Perdona, Yavé, ahora, el pecado de tu servidor: actué como un tonto» [¿pecado? ¡Pero si hace unos pocos versículos que Dios le ordenó que hiciese el censo!].
Al día siguiente, mientras David se levantaba, la palabra de Yavé fue dirigida al profeta Gad, el vidente de David [si Dios le había dado directamente a David la orden de censar al pueblo, ¿por qué ahora usaba un intermediario?]: «Ve a transmitir a David esta palabra de Yavé: "Te propongo tres cosas, elige una y la llevaré a cabo"».
Gad se presentó ante David y le dijo: «¿Qué elegirías: tres años de hambruna en todo el país, tres meses huyendo de un enemigo que te persigue, o tres días de peste en el país? Piénsalo, tú me dirás qué respuesta debo llevar al que me envió». David dijo a Gad: «Estoy en un gran aprieto, pero es mejor para nosotros caer en las manos de Yavé, porque él es rico en misericordia, antes que caer en manos de los hombres» [Dios sería rico en misericordia, pero también era infinitamente cicatero en su administración].
Y David escogió la peste. Era el tiempo de la cosecha del trigo, y Yavé envió la peste a Israel desde esa mañana hasta el plazo fijado. El flagelo golpeó al pueblo y murieron setenta mil hombres desde Dan hasta Bersebá [y suma y sigue el listado de cientos de miles de muertos inocentes por acto injusto, cuando no mero capricho, de Dios].
El ángel exterminador extendió su mano hacia Jerusalén, pero Yavé se arrepintió del mal y dijo al ángel exterminador: «¡Detente! ¡Retira tu mano!». El ángel de Yavé estaba en ese momento cerca de la era de Arauna el jebuseo.
Cuando David vio al ángel que castigaba a la población, se volvió hacia Yavé y le dijo: «Yo pequé, yo cometí esa gran falta, pero ¿qué hizo el rebaño? Que tu mano se abata sólo sobre mí y la casa de mi padre» [pero no, Dios suele preferir lo teatral, la gran masacre de inocentes antes que el castigo de algún culpable... que, en este caso, sólo era el propio Dios].
Ese día el profeta Gad fue a ver a David y le dijo: «Sube y levanta un altar a Yavé en la era de Arauna el jebuseo» (...) David levantó allí un altar a Yavé y ofreció en él holocaustos y sacrificios de comunión. Entonces Yavé tuvo piedad de Israel y se apartó la peste de Israel» (2 Sm 24,1-25).
Genial: Dios, encolerizado de nuevo contra su pueblo, le ordenó a David que lo censara; él lo hizo (en contra del criterio de sus generales), aunque resulta que, por algún motivo misterioso, la cosa era pecado muy gordo y, claro, merecedora de castigo divino. Pero en lugar de sancionarse Dios a sí mismo por haber forzado el delito, o darle unos azotes al rey David por ser tan patéticamente crédulo con el primero que le hablase desde el cielo, Dios se decantó por asesinar a decenas de miles de ciudadanos totalmente inocentes.
El relato bíblico citado dejó tan claro que Dios fue el único responsable de tamaña canallada que, posteriormente, cuando se redactó el libro 1 de Crónicas (c 400 a. C.), algún listo quiso enmendarle la plana a Dios —y, de paso, lavarle algo la cara— y ni corto ni perezoso, al contar la misma historia, se sacó de la manga el versículo siguiente:

Satanás se levantó contra Israel e incitó a David a hacer el censo de Israel (1 Cr 21,1).

Pero no, no fue ningún satan —ni ángel, ni Satanás (que en tiempos de David todavía no había sido inventado)— quien incitó el censo y asesinó a muchos miles de inocentes, sino que fue el propio Dios, tal como él mismo nos dejó escrito mediante su palabra verdadera y eterna.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: donde hay patrón no manda marinero y, a mayor gloria del jefe, la marinería debe cargar siempre con las culpas y errores del patrón.

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