Jesús, un judío fiel a la Ley hebrea del que apenas conocemos nada
A pesar de los miles de libros que se han escrito sobre Jesús de Nazaret, es tan poco lo que se sabe acerca de su vida real que muchos investigadores siguen albergando serias dudas acerca de su historicidad. La fuente básica que informa sobre su existencia mana desde los Evangelios, pero estos textos, como confesión de fe que son, resultan interesados, unilaterales, apologéticos, mitificados y con tantos vacíos y silencios sospechosos que parecen difícilmente aceptables para cualquier historiador que pretenda ser riguroso y objetivo.
En las fuentes paganas (Tácito y Suetonio) sólo se encuentran algunas vagas referencias informando de que en el siglo II era común la creencia de que Jesús había sido un personaje real. En las fuentes judías antiguas, sólo se menciona brevemente a Jesús en el Talmud y en unos pocos pasajes de la obra del historiador Flavio Josefo —en los que no se aporta nada diferente de la imagen que dan de él los Evangelios—, pero son justamente unos pasajes sobre los que los expertos mantienen muy serias reservas acerca de su posible autenticidad, ya que parecen ser añadidos cristianos posteriores en busca del sello de autentificación histórica que dan los textos de Josefo. Quedan, por tanto, como fuentes exclusivas los cuatro Evangelios, que son obras muy dudosas, tal como ya hemos visto, y notablemente contradictorias entre sí.
Con todo, dado que los Evangelios se empezaron a escribir unos cuarenta años después de la desaparición de Jesús, parece bastante razonable descartar la hipótesis de la pura invención del personaje, puesto que cuando se recogió la tradición oral sobre él era aún escaso el tiempo transcurrido desde sus días y la memoria colectiva—en especial la de los oponentes— hubiera denunciado públicamente el embuste. Aceptaremos, pues, la historicidad de Jesús, aunque, lógicamente, separando lo posiblemente real de lo evidentemente mítico y, por mera prudencia intelectual, nos limitaremos a tomar como muy probables tan sólo aquellos datos de los Evangelios que casen suficientemente bien con las informaciones históricas comprobadas.
La visión de Jesús podrá resultar así, para algunos, algo limitada, ciertamente, aunque no lo será mucho más que la que aparece en los evangelios canónicos, pero, en contrapartida, nos sugerirá un retrato mucho más aproximado del hombre que pudo ser de verdad y de las circunstancias en que vivió realmente. Leyendo atentamente los Evangelios, sin más, nos sorprenderemos descubriendo un Jesús muy diferente al que nos ha presentado la Iglesia católica y el cristianismo en general. Durante el resto del libro, a medida que abordemos cada tema específico, iremos ampliando la imagen de Jesús que comenzamos a esbozar aquí.
Gestado por virgen o no, daremos por cierto que Jesús nació, pero tampoco este dato resulta coincidente en las dos biografías de Jesús. Siguiendo a Lucas leemos que «aconteció, pues, en los días aquellos que salió un edicto de César Augusto para que se empadronase todo el mundo. Este empadronamiento primero tuvo lugar siendo Cirino gobernador de Siria. (...) José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón» (Lc 2,1-7).
Sabiendo que el censo fue llevado a cabo por Publio Sulpicio Quirinio en el año 6-7 d.C., según consta en la crónica histórica de Flavio Josefo, está claro que ésa fue la fecha del nacimiento de Jesús. Pero, sin embargo, si recurrimos a Mateo, nos encontramos con que Jesús nació a fines del reinado de Herodes el Grande (Mt 2,1), que murió en el año 4 a.C., y quejóse y María se establecieron en Galilea después del nacimiento de Jesús y no antes. Así que, de entrada, tenemos que situar el natalicio del Mesías dentro de un arco de diez o más años de diferencia, y localizar la residencia de sus padres en dos puntos opuestos de Palestina. ¡Menos mal que sólo fueron dos los biógrafos canónicos de la infancia de Jesús y uno solo el Espíritu que les inspiró!
A juicio de la mayoría de expertos, Jesús nació probablemente entre el año 9 y el 5 a.C. entre los judíos de Palestina y vivió en Nazaret, una modesta ciudad de Galilea, hasta una edad comprendida entre los treinta años y cuarenta, trabajando en el oficio familiar de carpintero-albañil hasta que lo dejó todo para irse al encuentro de Juan el Bautista. Por su oficio se le puede situar entre las clases medias palestinas y ello le puso necesariamente en contacto con los judíos fariseos y su partido, del que debió de estar muy próximo aunque no parece, que llegara a militar en él. También parece evidente que conoció en profundidad la secta de los esenios y sus ideas, ya que algunas de ellas serán troncales en sus discursos posteriores.
Acerca del nacimiento y de la infancia de Jesús no se tienen más datos que los de su biografía mítica, que no pueden ser tenidos en cuenta a efectos de la historicidad del personaje humano real; y tampoco se conoce absolutamente nada acerca de la vida llevada por Jesús con anterioridad a su aparición pública como predicador. Así que las escasas referencias biográficas de Jesús —según los pasajes del Nuevo Testamento que pueden estimarse como presuntamente históricos— comienzan cuando, por motivos desconocidos para los investigadores, éste abandonó Nazaret, su familia y su entorno social para irse hasta la ribera del Jordán a unirse con Juan el Bautista.
Juan el Bautista era un predicador de origen sacerdotal, ligado al esenismo, que pasaba por ser uno de los varios pretendientes a mesías que pululaban en esos agitados días y que alcanzó una popularidad notable, entre los años 30-34 d.C. (o 26-29 d.C., según otras cronologías), proponiendo a todos los judíos que debían arrepentirse y tomar un baño purificador en las aguas del Jordán con el fin de poder asegurarse el perdón divino en el Juicio Final que, para él, como para muchos de la época, era inminente.
Jesús pasó un tiempo junto al Bautista, hasta el extremo de ser tomado como un discípulo suyo, y allí debió de quedar fascinado no sólo por el magnetismo personal de Juan sino por el poder tremendo que intuyó detrás de su mensaje, profundamente revolucionario. Juan el Bautista, al hablar acerca de la proximidad del Juicio Final y de la gracia ofrecida por Dios a todos los arrepentidos, sin excluir a nadie absolutamente ante ese momento último, estaba socavando los cimientos del pesado tabú que había convertido en sospechosas a las masas populares y, en consecuencia, las había excluido de cualquier posibilidad de ser integradas en el «Israel de Dios».
Al ser detenido Juan el Bautista (en algún momento posterior al año 28 d.C. pero anterior al final del año 35 d.C.) y luego ejecutado, Jesús, que ya se había apartado de su círculo, tomó su misión como una continuación y ampliación de la de Juan, dejó de bautizar y comenzó a propagar que el «reino de Dios» no era algo a esperar en el futuro sino que había llegado ya. Jesús dejó el desierto y se fue a llevar a domicilio la oferta de gracia divina lanzada por Juan, orientando su acción hacia las masas palestinas que estaban relacionadas de alguna manera con el judaismo.
Jesús comenzó a predicar a las masas desesperadas, a propiciar curaciones —tal como hacen aún muchos chamanes actuales— y a reducir las exigencias de la Ley, centrándolas en el amor a Dios y al prójimo. En un principio su mesianismo debió ser bastante rudimentario y más iluminista que político, pero, muy pronto, las masas reconfortadas empezaron a creer que el «reino de Dios» había llegado realmente e, incluso, que Jesús era el rey mesiánico que los judíos esperaban. Con su atención a las masas Jesús se separó del modo de actuar de los fariseos, esenios u otros grupos judíos, ganándose al mismo tiempo el aprecio de las primeras y la enemistad creciente de los segundos.
A pesar de los escasos datos históricos de que se dispone, sí puede afirmarse, al menos, que Jesús estuvo realmente convencido de estar representando un papel fundamental en el «reino de Dios» que ya se estaba manifestando y que esa certidumbre personal no parece que se correspondiese exacta-mente con títulos, corrientes en el judaismo de esos días, como los de «Mesías» o «Hijo del hombre», aunque también es verdad que rápidamente aceptó ser designado por ellos sin rechazarlos en ninguna ocasión; quizá porque pensaba que cuantas más personas se identificaran con él y aceptaran su mensaje tanto mejor sería para sus pretensiones salvíficas. Pero el hecho cierto de que intentase cautivar a las masas con su prédica no implicó de forma alguna que Jesús tuviese el objetivo de conformar una nueva secta religiosa diferente de las que ya existían dentro del judaismo.
Tal como apunta el profesor Étienne Trocmé con sobrada razón, «la misión de aglutinador de las gentes bajo la gracia de Dios que Jesús colocaba en el centro de su actividad resulta incompatible con la carrera de fundador de una nueva secta que a menudo se le atribuye. Frente a las inevitables de-, formaciones producidas por el desarrollo de los acontecimientos hay, pues, que recordar con toda claridad que Jesús no fundó ninguna Iglesia. Lo que hizo fue agrupar a Israel en un nuevo marco, lo que es algo bien distinto. Sus célebres palabras a Pedro (Mt 16,18) no querían decir en principio otra cosa, y el equivalente semítico de la palabra ekklesía designa en este caso, al igual que en todo el Antiguo Testamento, la asamblea general del pueblo judío ante Dios». En el capítulo 8 trataremos a fondo la importantísima cuestión que se apunta en este párrafo.
Del hecho que Jesús fue un judío celoso cumplidor de los preceptos tradicionales de la religión hebrea habla bien a las claras su declaración de principios recogida en Mt 5,17-18: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque en ver-dad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla.» No puede hallarse una mayor profesión de fe judía que ésta.
En el mismo Mateo, en el pasaje en que Jesús envía a sus doce apóstoles a predicar, aparece recomendándoles con claridad: «No vayáis a los gentiles ni penetréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel, y en vuestro camino predicad diciendo: El reino de Dios se acerca» (Mt 10,5-7); y poco más adelante Jesús se justifica —ante una mujer cananea que tiene una hija endemoniada y a la que, en principio, él le niega ayuda— argumentando que «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. (...) No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos» (Mt 15,24-26).
Queda absolutamente claro, por tanto, que Jesús no quiso ocuparse más que de predicar a sus correligionarios judíos, que habían extraviado el auténtico camino de la fe según su modo de ver. Jesús pretendió consumar, eso es cumplir o realizar totalmente, sin olvidar «una tilde», la Ley hebrea escrita en el Antiguo Testamento, y jamás pudo ni imaginar que sus palabras y acciones sirvieran a nada ajeno al judaismo —y menos aún que se fundara sobre ellas una religión nueva y contraria a la del «pueblo de Israel»—, pero la Iglesia, sin pudor alguno —tal como veremos en diferentes capítulos de este libro— y hablando en nombre del nazareno, acabó abrogando, aboliendo, partes fundamentales de la Ley hebrea y consolidando con las hebras de su mensaje un credo no sólo dirigido básicamente a los no judíos sino manifiestamente antijudío.
Apenas habían transcurrido uno o dos años desde que Jesús comenzara a electrizar a las gentes con su buena nueva —que eso significa el término evangelio—, cuando las muchedumbres oprimidas, que habían comenzado a seguirle con entusiasmo desde un principio, sucumbieron a la desilusión al no encontrar en sus propuestas y actividades los cambios sociales y políticos que esperaban lograr de la mano de ese mesías judío prometido y largamente esperado. Esa pérdida del apoyo popular y la relación problemática que se había establecido entre Jesús y las autoridades religiosas judías, especialmente con los saduceos, precipitó los acontecimientos que llevaron hasta la crucifixión.
Volviendo atrás en la vida del Jesús histórico, recalaremos en un ámbito sumamente sensible del que no existe información alguna: ¿permaneció soltero o estuvo casado? La Iglesia sostiene contra viento y marea que Jesús fue célibe y en ello se basa, entre otras cosas, para imponer el celibato obligatorio al clero (que trataremos más adelante). La afirmación de la Iglesia es una especulación carente de todo fundamento ya que en ningún lugar se identifica expresamente a Jesús como soltero, pero, dado que tampoco figura como casado, para intentar defender la tesis contraria también deberemos recurrir a la reflexión sobre algunos de sus actos públicos y características del entorno sociocultural en que vivió.
Aunque, según los Evangelios, Jesús se rodeó fundamentalmente de hombres para llevar a cabo su misión —cosa inevitable dentro de un contexto judío profundamente patriarcal donde cada varón agradecía diariamente a Dios, mediante una plegaria, el no haber nacido siendo pagano, esclavo o mujer—, no es menos cierto que su trato con las mujeres no fue distante ni machista, sino todo lo contrario. Jesús dejó constancia de la importancia que le concedió a la mujer en ejemplos como el de Mc 7,24-30 (donde una mujer le vence dialécticamente) o el de Jn 4,1-42 (diálogo con la samaritana), admitió mujeres entre su discipulado (Mc 15,40-41), fue a mujeres a quienes se apareció por primera vez después de su resurrección, etc. No fue, por tanto, ningún misógino cosa que no podemos decir de la Iglesia católica institucional.
Sabemos también que tuvo un contexto familiar normal, con hermanos y hermanas, y que al menos sus hermanos varones, según afirma Pablo en I Cor 9,3-5, estaban casados. Conocemos también que Jesús, como judío que fue, estuvo siempre sometido a la ley judaica que instaba a todos los individuos, sin excepción, al matrimonio. La tradición judía despreciaba el celibato y se hace imposible imaginar que, en aquellos días y cultura, un célibe pudiese alcanzar alguna credibilidad o prestigio social. A la edad en que comenzó a predicar — salvo que hubiese padecido alguna terrible deformación física, hipótesis que también le hubiese imposibilitado su ascendencia sobre las masas — Jesús ya debía estar casado y haber tenido descendencia.
Cuando dejó Nazaret para comenzar su carrera mesiánica y abandonó a su familia, pudo haber dejado también a su esposa e hijos, tal como consta que hicieron algunos de sus apóstoles, cosa que no era nada infrecuente ni mal vista en esos días. Si hemos de imaginar a Jesús de alguna forma todo indica que tenemos que hacerlo como a un artesano judío, religioso, casado y con hijos. El que Jesús hubiese sido célibe no sólo es bastante más improbable sino que resultaría milagroso. En cualquier caso, especulaciones al margen, jamás podremos averiguar con certeza cuál fue su estado civil. Así de paupérrima es la información que poseemos acerca del Salvador.
A pesar de que la lectura de ciertos pasajes de los Evangelios puede conducir a pensar que Jesús se comportó como una especie de revolucionario izquierdoso — tipo Ernesto Che Guevara — y de que algunos autores no dudan en hacerle jefe del partido zelota, no debe perderse de vista que, según los relatos neotestamentarios, hasta poco antes de su ejecución conservó la amistad y cultivó las buenas relaciones con muchos dirigentes políticos judíos, con círculos burgueses acomodados y con los fariseos; en este sentido, pasajes como el de Mt 17,25-26 evidencian la habilidad de Jesús, en sus relaciones con los judíos, cuando se le hace protagonista de un perfecto equilibrio entre su opinión de no tener que pagar el tributo del templo y el acto de pagarlo para no «escandalizar». Con respecto al pago de tributos religiosos, la Iglesia seguirá antes la opinión de Pablo que la de Jesús, aunque no lo hará por una cuestión de fe, sino de rentabilidad. Pero, por otra parte, su trato con el poder local tampoco le llevó a ser un hombre sumiso o cómplice de los dirigentes; antes al contrario, si algo parece caracterizar las actuaciones de Jesús eso fue su independencia de criterio ante los poderosos, ya fueren éstos autoridades romanas o judías, civiles o religiosas. Un episodio como el de la expulsión de los mercaderes del templo, realizado al modo zelota, pone en evidencia que Jesús, en su afán reformador del judaismo, no dudó en enfrentarse con la más alta autoridad del pueblo judío; un celo que finalmente, le condujo a la muerte.
Después de pasar entre uno y tres años predicando su mensaje, Jesús fue arrestado y ejecutado, en una fecha que los expertos sitúan entre el año 30 d.C. y la primavera del 36 d.C., como convicto de un delito de rebeldía ante la autoridad imperial romana al proclamarse «rey de los judíos»; para acelerar y forzar su detención —aunque no para decidir su condena— pudo pesar bastante la presión ejercida por el Sanedrín judío, escandalizado por la blasfemia de Jesús de reivindicar para sí la dignidad mesiánica y la realeza davídica.
En la manifiesta actitud de resignación e inevitabilidad con la que, aparentemente, Jesús aceptó su ejecución, pudo haber tenido mucho que ver su absoluto convencimiento de que el fin del mundo —y el consecuente advenimiento del «reino de Dios»— era inminente, tal como quedó expuesto con claridad cuando el mesías judío afirmó: «Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre los presentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino» (Mt 16,27-28), eso es que el «reino» llegará tan pronto que algunos de los presentes aún estarán vivos para verlo.
En el mismo Evangelio, después de describir con todo lujo de detalles cómo será la venida del «Hijo del hombre» y el juicio final, Jesús afirmó: «En verdad os digo que no pasará esta generación antes de que todo esto suceda» (Mt 24,34).
Su profecía fallida, un error de bulto que compartieron también los inspirados Pablo, Pedro, Santiago y Juan, le llevó a no intentar evitar una muerte de la que hubiese podido escapar sin dificultad, pero también sembró la semilla que germinaría en un cristianismo ajeno a sus intenciones.
Sobre este hecho fundamental, la única referencia que aporta el Nuevo Testamento es que Jesús fue crucificado después de la ejecución de Juan el Bautista, durante una pascua siendo Poncio Pilato gobernador de Judea y Caifas el sumo sacerdote. La muerte de Juan el Bautista no puede datarse en forma alguna, pero es altamente probable que fuese la consecuencia de sus duras críticas al matrimonio entre el rey Herodes y su cuñada Herodías —relatadas en Mateo y en Marcos— que, según el consenso científico actual, se celebró en el año 35 d.C., una fecha muy plausible, por tanto, para datar la muerte del Bautista. Dado que tanto Pilato como Caifas perdieron sus respectivos cargos en el año 36 d.C., resulta también muy atinada la propuesta del erudito Hugh J. Schonfield cuando sitúa la crucifixión de Jesús durante la pascua del año 36 d.C.
Según esta estimación y la de la fecha de su nacimiento (9-5 a.C.), resulta que Jesús no pudo morir a los 33 años, tal como sostiene la tradición, sino a una edad algo superior que cabe situar entre sus 45 y 41 años.
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