hasta que lo decretó Pío IX en el año 1870
El papa León I el Grande (440-461) no sólo no se consideró infalible a sí mismo, sino que proclamó por escrito que el emperador contemporáneo y homónimo León I —que al igual que otros monarcas de la época recibía los títulos de pontifex, «heraldo de Cristo», «custodio de la fe», etc.— sí que lo era. «Sé que estáis más que suficientemente iluminado por el espíritu divino que mora en Vos», le expresó el papa al rey. De hecho, el emperador León I, haciendo uso de la infalibilidad que le había otorgado el propio papa respecto a las cuestiones de doctrina católica, tenía plena autoridad para derogar incluso los dogmas salidos de concilios. En esos días, muchos prelados aplicaban también al emperador León I los versículos de Mt 16,18, base sobre la que la Iglesia católica sostiene su pontificado y la línea sucesoria desde Pedro.
En su bula Quia quorundam, el papa Juan XXII (1316-1334) condenó la doctrina de la infalibilidad papal —defendida por los franciscanos— tachándola de «obra del diablo». El papa Adriano VI (1522-1523) reconoció que el pontífice no era infalible ni cuando trataba de los asuntos de fe. De hecho, hasta el siglo xvi no se inventó el concepto de hablar ex cathedra, y se hizo para justificar los errores doctrinales que habían propagado con anterioridad una diversidad de papas herejes.
Pero pasados muchos siglos de historia ¡y de historias!, el papa Pío IX, que en 1854 había establecido el dogma de la inmaculada concepción de María, volvió a alcanzar la gloria, dieciséis años después, en el concilio Vaticano I, con la constitución Pastor aeternus, que definió la infalibilidad papal. Según este documento, todos los católicos están obligados a creer que el apóstol Pedro recibió directamente de Jesús el primado de jurisdicción; que, por voluntad de Cristo, debe tener sucesores; que el romano pontífice es el sucesor de Pedro; y que el poder primacial es «pleno», «supremo», «or-dinario» e «inmediato» —eso es que no es delegado, ni extraordinario y que se ejerce directamente, sin ningún intermediario— en materia de fe, moral y disciplina.
El magisterio papal, según la Pastor aeternus, es infalible siempre que concurran cuatro condiciones esenciales: que el papa enseñe no como persona particular, sino como pastor universal de la Iglesia; que su enseñanza trate sobre cuestiones de fe y de moral; que se dirija a toda la Iglesia y no a una parte de ella, y que tienda a pronunciar juicios definitivos y vinculantes para las conciencias. La sutileza es digna hija de la sibilina teología católica vaticana.
El decreto del Vaticano I sobre la infalibilidad papal dice «Enseñamos y definimos que es un dogma divinamente revelado: que el pontífice romano, cuando habla ex cátedra, es decir, cuando está ejerciendo el oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, por virtud de su autoridad apostólica suprema, define una doctrina —en relación con la fe y la moral— a ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina prometida a él en el bendito Pedro, posee aquella infalibilidad con la cual el Redentor divino quiere que su Iglesia sea conferida al definir la doctrina concerniente a la fe y la moral; y que por ello esas definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no del consentimiento de la Iglesia. Pero si alguien —que Dios lo impida— presume contradecir esta definición: que sea anatema.»
La votación de este decreto tuvo lugar el día 18 de julio de 1870, pero el día anterior habían abandonado Roma todos los obispos que estaban en contra de la infalibilidad papal. De los más de setecientos prelados acreditados para votar, sólo 533 lo hicieron a favor y 2 —los obispos de Riccio (Italia) y Fitzgerald (Estados Unidos)— tuvieron el valor de oponerse dando la cara; los dos centenares de obispos restantes, todos ellos contrarios a la infalibilidad, permanecieron alejados del cónclave «para no avergonzar al Papa con su voto negativo».
Tardar diecinueve siglos en dejar sentado lo que, según la Iglesia católica, ordenó Jesús en vida y ha causado más divisiones dentro del cristianismo que todas las herejías de la historia juntas, sólo puede indicar una cosa: los asuntos del Espíritu Santo están exentos de prisas mundanas.
Lo grave del caso es que esta divina dejadez ha podido precipitar al infierno a millones de católicos nacidos antes de la promulgación de la Pastor aeternus. Veamos un caso anecdótico: en 1860, diez años antes de quedar establecida la infalibilidad papal, el famoso catecismo católico del padre Stephen Keenan se preguntaba: «¿Deben los católicos creer que el Papa es infalible?», y, acto seguido, se respondía: «Éste es un invento de los protestantes; no es un artículo de fe; ninguna decisión suya tiene carácter obligatorio, so pena de herejía, a menos que sea recibida y puesta en práctica por el cuerpo de enseñanza; esto es, por los obispos de la iglesia.» ¿Tanto puede cambiar la inmutable Iglesia católica en una sola década?
Años después, el concilio Vaticano II (1962), mediante el documento Lumen gentium, reafirmó la doctrina del anterior sínodo, aunque situó el ejercicio del primado papal en el seno de la colegialidad episcopal y afirmó la infalibilidad del magisterio de los obispos cuando «convergen en una sentencia que debe considerarse como definitiva», ocasión que se da en los concilios. Con este añadido se oficializaba un doble instrumento de poder que puede llegar a constituirse en un problema grave: dado que el papa goza de infalibilidad cuando se pronuncia ex cathedra y los obispos son igualmente infalibles cuando actúan colegiadamente, ¿qué sucederá el día que sus respectivas infalibilidades tomen caminos opuestos?
Dentro del cristianismo, la figura y el papel del papa católico ha sido siempre muy discutida, así, el protestantismo no reconoce en la Iglesia católica ninguna instancia de autoridad (ni el papa, ni los concilios de obispos) —ya que para ellos la única autoridad reside en las Escrituras—, y las Iglesias ortodoxas rechazan el primado de jurisdicción y la infalibilidad del papa (al que sin embargo conceden un primado de honor en su calidad de obispo de Roma).
Pero el papado ha levantado también amplias y robustas reticencias, no ya sólo entre la masa de los creyentes católicos —que en su inmensa mayoría, y de modo público y notorio, no siguen su magisterio en cuestiones de las que la Iglesia hace bandera—, sino entre una parte importante del clero de base y entre muchos teólogos católicos prestigiosos; el caso de Hans Küng es un buen ejemplo de esas disensiones internas que afloraron con mucha fuerza durante la década de los setenta. Küng sostuvo, hasta que finalmente fue forzado a guardar silencio por el Vaticano en 1979, que la trascendencia de la verdad y de la gracia divina respecto a la Iglesia implica que puede hablarse, como máximo, de una indefectibihdad —que no puede faltar— de la Iglesia en su conjunto, pero no de infalibilidad en el sentido técnico sostenido por la teología del último siglo.
François Fénelon, escritor y moralista del siglo xv, mostró su agudo conocimiento del alma humana cuando escribió: «El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad»; si una frase como ésta figurase en la Biblia, se la podría considerar como una profecía, ya cumplida, acerca de la evolución de la Iglesia católica.
En su bula Quia quorundam, el papa Juan XXII (1316-1334) condenó la doctrina de la infalibilidad papal —defendida por los franciscanos— tachándola de «obra del diablo». El papa Adriano VI (1522-1523) reconoció que el pontífice no era infalible ni cuando trataba de los asuntos de fe. De hecho, hasta el siglo xvi no se inventó el concepto de hablar ex cathedra, y se hizo para justificar los errores doctrinales que habían propagado con anterioridad una diversidad de papas herejes.
Pero pasados muchos siglos de historia ¡y de historias!, el papa Pío IX, que en 1854 había establecido el dogma de la inmaculada concepción de María, volvió a alcanzar la gloria, dieciséis años después, en el concilio Vaticano I, con la constitución Pastor aeternus, que definió la infalibilidad papal. Según este documento, todos los católicos están obligados a creer que el apóstol Pedro recibió directamente de Jesús el primado de jurisdicción; que, por voluntad de Cristo, debe tener sucesores; que el romano pontífice es el sucesor de Pedro; y que el poder primacial es «pleno», «supremo», «or-dinario» e «inmediato» —eso es que no es delegado, ni extraordinario y que se ejerce directamente, sin ningún intermediario— en materia de fe, moral y disciplina.
El magisterio papal, según la Pastor aeternus, es infalible siempre que concurran cuatro condiciones esenciales: que el papa enseñe no como persona particular, sino como pastor universal de la Iglesia; que su enseñanza trate sobre cuestiones de fe y de moral; que se dirija a toda la Iglesia y no a una parte de ella, y que tienda a pronunciar juicios definitivos y vinculantes para las conciencias. La sutileza es digna hija de la sibilina teología católica vaticana.
El decreto del Vaticano I sobre la infalibilidad papal dice «Enseñamos y definimos que es un dogma divinamente revelado: que el pontífice romano, cuando habla ex cátedra, es decir, cuando está ejerciendo el oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, por virtud de su autoridad apostólica suprema, define una doctrina —en relación con la fe y la moral— a ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina prometida a él en el bendito Pedro, posee aquella infalibilidad con la cual el Redentor divino quiere que su Iglesia sea conferida al definir la doctrina concerniente a la fe y la moral; y que por ello esas definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no del consentimiento de la Iglesia. Pero si alguien —que Dios lo impida— presume contradecir esta definición: que sea anatema.»
La votación de este decreto tuvo lugar el día 18 de julio de 1870, pero el día anterior habían abandonado Roma todos los obispos que estaban en contra de la infalibilidad papal. De los más de setecientos prelados acreditados para votar, sólo 533 lo hicieron a favor y 2 —los obispos de Riccio (Italia) y Fitzgerald (Estados Unidos)— tuvieron el valor de oponerse dando la cara; los dos centenares de obispos restantes, todos ellos contrarios a la infalibilidad, permanecieron alejados del cónclave «para no avergonzar al Papa con su voto negativo».
Tardar diecinueve siglos en dejar sentado lo que, según la Iglesia católica, ordenó Jesús en vida y ha causado más divisiones dentro del cristianismo que todas las herejías de la historia juntas, sólo puede indicar una cosa: los asuntos del Espíritu Santo están exentos de prisas mundanas.
Lo grave del caso es que esta divina dejadez ha podido precipitar al infierno a millones de católicos nacidos antes de la promulgación de la Pastor aeternus. Veamos un caso anecdótico: en 1860, diez años antes de quedar establecida la infalibilidad papal, el famoso catecismo católico del padre Stephen Keenan se preguntaba: «¿Deben los católicos creer que el Papa es infalible?», y, acto seguido, se respondía: «Éste es un invento de los protestantes; no es un artículo de fe; ninguna decisión suya tiene carácter obligatorio, so pena de herejía, a menos que sea recibida y puesta en práctica por el cuerpo de enseñanza; esto es, por los obispos de la iglesia.» ¿Tanto puede cambiar la inmutable Iglesia católica en una sola década?
Años después, el concilio Vaticano II (1962), mediante el documento Lumen gentium, reafirmó la doctrina del anterior sínodo, aunque situó el ejercicio del primado papal en el seno de la colegialidad episcopal y afirmó la infalibilidad del magisterio de los obispos cuando «convergen en una sentencia que debe considerarse como definitiva», ocasión que se da en los concilios. Con este añadido se oficializaba un doble instrumento de poder que puede llegar a constituirse en un problema grave: dado que el papa goza de infalibilidad cuando se pronuncia ex cathedra y los obispos son igualmente infalibles cuando actúan colegiadamente, ¿qué sucederá el día que sus respectivas infalibilidades tomen caminos opuestos?
Dentro del cristianismo, la figura y el papel del papa católico ha sido siempre muy discutida, así, el protestantismo no reconoce en la Iglesia católica ninguna instancia de autoridad (ni el papa, ni los concilios de obispos) —ya que para ellos la única autoridad reside en las Escrituras—, y las Iglesias ortodoxas rechazan el primado de jurisdicción y la infalibilidad del papa (al que sin embargo conceden un primado de honor en su calidad de obispo de Roma).
Pero el papado ha levantado también amplias y robustas reticencias, no ya sólo entre la masa de los creyentes católicos —que en su inmensa mayoría, y de modo público y notorio, no siguen su magisterio en cuestiones de las que la Iglesia hace bandera—, sino entre una parte importante del clero de base y entre muchos teólogos católicos prestigiosos; el caso de Hans Küng es un buen ejemplo de esas disensiones internas que afloraron con mucha fuerza durante la década de los setenta. Küng sostuvo, hasta que finalmente fue forzado a guardar silencio por el Vaticano en 1979, que la trascendencia de la verdad y de la gracia divina respecto a la Iglesia implica que puede hablarse, como máximo, de una indefectibihdad —que no puede faltar— de la Iglesia en su conjunto, pero no de infalibilidad en el sentido técnico sostenido por la teología del último siglo.
François Fénelon, escritor y moralista del siglo xv, mostró su agudo conocimiento del alma humana cuando escribió: «El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad»; si una frase como ésta figurase en la Biblia, se la podría considerar como una profecía, ya cumplida, acerca de la evolución de la Iglesia católica.
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