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domingo, 6 de marzo de 2011

LUZ DEL DOMINGO V

Nacer de una virgen fertilizada por Dios fue un mito
pagano habitual en todo el mundo antiguo anterior a Jesús


Todas las culturas antiguas, sin excepción, manifestaron un horror profundo y visceral ante la esterilidad, ya fuera ésta la de la naturaleza o la de las mujeres, ya que sus precarias formas de existencia —dominadas por la mortalidad infantil, las guerras y enfermedades que diezmaban hombres y ganado, los caprichos atmosféricos que amenazaban las cosechas, etc.— les habían hecho asociar indeleblemente reproducción y supervivencia. Desde los primeros florecimientos culturales del Paleolítico Superior, esta creencia llevó a pensar que la fecundidad era una clara prueba de amistad por parte de los dioses y, claro está, invistieron a los dioses generadores con el máximo poder celestial que pudieron imaginar. Ésta es la razón por la que no se ha hallado más que representaciones de diosas madre y diosas de la fertilidad en los yacimientos arqueológicos pertenecientes al período que oscila entre el 30000 y 10000 a.C.

Dada la evidente incapacidad de los hombres para parir y, por tanto, para detentar el control de la capacidad generadora, la imagen de Dios fue exclusivamente femenina hasta el 3500 a.C. aproximadamente; a partir de esa fecha, debido a un conjunto de cambios sociopolíticos y económicos, la imagen del Dios varón se apropió de la atribución generadora de la diosa y relegó a ésta al papel de madre, esposa o amante del dios masculino para, finalmente, en una última redefinición de rol, reducirla a diosa Virgen

El horror a la esterilidad, del que venimos hablando, lanzó a todas y cada una de las culturas antiguas a diseñar mitos, creencias y ritos cargados con un pretendido poder capaz de exorcizar un tan terrible castigo divino. Pero también se desarrollaron costumbres sexuales que serían tenidas por excesivas incluso por la mentalidad actual más liberal. Éste es el motivo por el que en la Biblia abundan las historias sexuales truculentas: Sara, estéril, lanzó a su marido Abraham en brazos de la esclava egipcia Agar (Gén 16,2); Najor, hermano de Abraham, tuvo muchos hijos con su concubina Raumo (Gén 22,24); las dos hijas de Lot embriagaron a su padre para tener hijos con él (Gén 19,31-38); Jacob se casó al mismo tiempo con las dos hermanas Raquel y Lía, que cuando se volvieron estériles facilitaron a su marido sus esclavas Bala y Zelfa para que engendrara hijos con ellas (Gén 30,1-13); Bala no sólo era la amante de Jacob ya que también se acostaba con su hijo Rubén (Gén 35,22); Tamar se casó sucesivamente con los hermanos Er y Onan, hijos de Judá, pero al quedar viuda sin haber dado descendencia y temiendo ser acusada de esterilidad, se disfrazó de prostituta y tuvo así dos hijos de su suegro (Gén 38,14-30); Elcana sustituyó a su esposa Ana, estéril, por Penena (I Sam 1,2), etc.

Con el desarrollo de las tradiciones asociadas a la esterilidad y de los cultos destinados a su efecto contrario, la fecundidad, surgió de manera lógica y natural la leyenda de la intervención divina reparadora. Puesto que hacer parir a una mujer estéril sólo podía lograrlo una intervención divina directa, no se requirió demasiada imaginación para invertir los términos de la ecuación y pasar a considerar al primer hijo de una mujer estéril como a un ser especialmente tocado por Dios, una señal que será aprovechada por los biógrafos antiguos para recalcar la «proximidad divina» de algún personaje notable mediante la argucia de añadir a su curriculum el dato de proceder de una madre estéril. Para completar la escenificación de la «señal divina» se elaboraron los episodios de la «anunciación» en los que un ser celestial, en sueños o en vivo, anunciaba la concepción milagrosa.

Los relatos sobre anunciaciones a las madres de grandes personajes aparecen en todas las culturas antiguas del mundo. Así, por ejemplo, en China, son prototípicas las leyendas acerca de la anunciación a la madre del emperador Chin-Nung o a la de Siuen-Wuti; a la de Sotoktaïs en Japón; a la de Stanta (encarnación del dios Lug) en Irlanda; a la del dios Quetzalcoatl en México; a la del dios Vishnú (encarnado en el hijo de Nabhi) en India; a la de Apolonio de Tiana (encarnación del dios Proteo) en Grecia; a la de Zoroastro o Zaratustra, reformador religioso del mazdeísmo, en Persia; a la de las madres de los faraones egipcios (así, por ejemplo, en el templo de Luxor aún puede verse al mensajero de los dioses Thot anunciando a la reina Maud su futura maternidad por la gracia del dios supremo Anión)... y la lista podría ser interminable.

Este tipo de leyendas paganas también se incorporaron a la Biblia, en relatos como los ya citados del nacimiento de Sansón, Samuel o Juan el Bautista y culminaron con su adaptación, bastante tardía, a la narración del nacimiento de Jesús. Por regla general, desde muy antiguo, cuando el personaje anunciado era de primer orden, la madre siempre era fecundada directamente por Dios mediante algún procedimiento milagroso, conformando con toda claridad el mito de la concepción virginal.

Sirva como ejemplo algo más detallado el caso de los jeroglíficos tebanos, que relatan la concepción del faraón Amenofis III (c. 1402-1364 a.C.) de la siguiente manera: el dios Thot, como mensajero de los dioses (en un rol equivalente al que realizaba Mercurio entre los griegos o el arcángel Gabriel en los Evangelios), anuncia a la reina virgen Mutemuia —esposa del faraón Tutmés IV— que dará a luz un hijo que será el futuro faraón Amenofis III; luego, el dios Knef (una representación del dios Amón actuando como fuerza creadora o Espíritu de Dios, equivalente al Espíritu Santo cristiano) y la diosa Hator (representación de la naturaleza y figura que presidía los procesos de magia) cogen ambos a la reina de las manos y depositan dentro de su boca el signo de la vida, una cruz, que animará al futuro niño; finalmente, el dios Nouf (otra representación del dios-carnero Amón, el Señor de los Cielos, en su papel de ángel que penetra en la carne de la virgen), adoptando el rostro de Tutmés IV fecundará a Mutemuia y, aún bajo el aspecto de Nouf, modelará al futuro faraón y su ka (cuerpo astral o puente de comunicación entre el alma y el cuerpo físico) en su torno de alfarero. Este relato mítico egipcio, como el resto de sus equivalentes paganos, es más barroco que el cristiano, sin duda, pero todo lo esencial de éste ya aparece perfectamente dibujado en aquél.

Uno de los mitos que, con escasas variantes, se repite en muchas tradiciones culturales es el del rey que, para evitar la profecía que señala a un futuro nieto suyo como la persona que le destronará y/o matará, encierra a su hija virgen para separarla del contacto con los hombres e impedir así el tan temido embarazo; pero en todos los casos, Dios, que debe velar por que sus planes se cumplan, acabará interviniendo directamente y fecundando (mediante una vía no genital) a la madre de personajes llamados a ser figuras históricas excepcionales.

El exponente escrito más antiguo que se conoce de este mito aparece en la leyenda caldea de la concepción del gran rey de Babilonia Gilgamesh (c. 2650 a.C.), nacido de la hija virgen del rey Sakharos, encerrada por éste en una torre, para evitar el oráculo amenazador, pero fecundada por el dios supremo Shamash que llegó hasta ella en forma de rayos del sol.

La misma narración se empleó para describir el nacimiento del héroe griego Perseo, nacido de Dánae o Dafne, hija de Acrisio, rey de Argos, que la encerró en una cámara subterránea de bronce, para imposibilitar la profecía vinculada a su embarazo, pero el dios del cielo Zeus, tomando la forma de lluvia dorada, penetró por una rendija de la prisión y fecundó su vientre de virgen. Para no alargarnos hasta el agotamiento, baste decir que casi todos los fundadores de dinastías de Asia oriental fueron presentados como nacidos de virgen que, a fin de cuentas, era la forma más gráfica de hacerse reconocer como verdaderos hijos del cielo, eso es de Dios.        
   
En el diccionario chino Chu-Ven, escrito por Hiu-Tching, un autor que fue contemporáneo de Jesús, al explicar el carácter Sing-Niu, compuesto por Niu (virgen) y Sing (dar a luz), se afirma que «los antiguos santos y los hombres divinos eran llamados hijos del Cielo, porque sus madres concebían por el poder del Tien (cielo), y con solo él podían tener hijos», con lo que se evidencia fehacientemente que en China, así como en toda su zona de influencia cultural, fue clásica y extendida desde antiguo la creencia en las concepciones virginales. De hecho, la virginidad de la madre llegó a ser respetada hasta tal punto que, según las tradiciones, el nacimiento de los «hijos del Cielo» tenía lugar por vías tan pintorescas como el pecho, la espalda, el costado, la oreja, etc.

Según refiere la tradición del pueblo tártaro, Ulano, su primer rey, nació de una virgen; y al famoso fundador del imperio mogol Gengis Kan se le hizo descendiente de uno de los tres hijos habidos por la virgen Alankava, embarazada de trillizos por un resplandor que después de envolverla le penetró por la boca y le recorrió todo el cuerpo. El emperador Wang-Ting fue concebido cuando una gran luminaria celeste se detuvo sobre el vientre de su madre y dos hombres celestes se aparecieron a su lado portando sendas cazoletas de incienso. Hasta el tiempo presente ha perdurado aún la denominación de Niu-Hoang (la soberana de las vírgenes) y Hoang-Mu (la madre soberana) aplicada a Niu-Va —esposa o hermana de Fo-hi y considerada una divinidad protectora de la vida matrimonial— que, gracias a sus plegarias, obtuvo la gracia de ser madre y virgen a la vez.      
               
Todos los grandes personajes, ya fueran reyes, sabios —como, por ejemplo, los griegos Pitágoras (c. 570-490 a.C.) o Platón (c. 427-347 a.C.)—, o aquellos que devinieron el centro de alguna religión y que acabaron siendo adorados como «hijos de Dios», Buda, Krisna, Confucio o Lao-Tsé, fueron mitificados para la posteridad como hijos de una virgen. Jesús, aparecido mucho después que ellos, aunque sujeto a un papel equivalente al de sus antecesores, no iba a ser menos. De esta forma, budismo, confucianismo, taoísmo y cristianismo quedaron impregnados con el sello indeleble de haber sido resultado de la obra de un «hijo del Cielo», encarnado a través del acceso directo y sobrenatural de Dios al vientre de una virgen especialmente apropiada y escogida.

El parecido de las leyendas entre unos y otros es tan profundo como lo resalta la anécdota referida, en el siglo XVIII, por el padre agustino Giorgi, un notable experto en orientalismo: «Cuando observé que este pueblo ya poseía un dios bajado del cielo, nacido de una virgen de familia real, y muerto para redimir el género humano, mi alma se turbó y permanecí muy confuso. Puedo añadir que los tibetanos contestaron los ofrecimientos de los misioneros, diciendo: ¿para qué nos vamos a convertir al cristianismo? Si ya tenemos unas creencias idénticas a las vuestras, y que además son mucho más antiguas». Hasta el día de hoy, el cristianismo ha fracasado en sus muchos intentos de evangelizar a los pueblos budistas a causa, sin duda, de esos parecidos que tan perplejo dejaron al buen padre agustino.
En cualquier caso, la Iglesia hacía ya muchos siglos que conocía bien el paralelismo de Cristo con Buda cuando Giorgi recién cayó del caballo. San Jerónimo, por ejemplo, que identificaba a los budistas bajo la denominación de samaneos, sabía que Buda había nacido de una virgen y en su polémica contra Helvidio, acerca de la virginidad de María, recoge textualmente el argumento del Lalita Vistara cuando afirma de Maya-Devi, la madre virgen de Buda, que «ninguna otra mujer era digna de llevar en su seno al primero de entre los hombres». Otros puntales de la Iglesia primitiva, como Clemente de Alejandría, Crisóstomo o san Epifanio —el padre de la historia eclesiástica—, conocían también las creencias de los budistas.

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