La figura de Jesús-Cristo fue configurada según
el modelo pagano de los dioses solares
El erudito Pierre Saintyves, al comparar los mitos recién apuntados con el relato de Lucas, no pudo menos que exclamar: «Cómo es posible no señalar el papel destacado que juegan los pastores en estas leyendas. ¿Acaso no es su auténtica fiesta la epifanía del Sol naciente que anuncia el próximo retorno de la primavera? Tras muchos tanteos, la Iglesia, al situar la fiesta de la Navidad en el solsticio de Invierno, creyó poder conectar las alegrías de esta gran solemnidad con las antiquísimas prácticas religiosas; remozando, con cada retorno del Sol y en una universal solidaridad, la alegría de los siglos pasados. Y es por eso por lo que, cuando los cristianos entonan el himno de la Navidad, nadie puede escucharlo sin sentir una profunda emoción. Parece como si los viejos gritos paganos resucitasen de los siglos pasados. Es la voz de nuestros hermanos, y también la de millares de nuestros antepasa-dos que se levantarían de nuevo para unírseles a su coro cantando: ¡Navidad, Navidad, nos ha nacido un dios, el joven Sol sonríe en su cuna!»
El dios que Saintyves identifica como «el joven Sol» es, naturalmente, Jesús-Cristo, en cuya concepción mítica intervinieron todos los elementos simbólicos y legendarios característicos de desarrollos religiosos muy anteriores, evolucionados desde los primeros cultos agrícolas que divinizaron todas aquellas fuerzas y manifestaciones de la naturaleza de cuya acción dependía su supervivencia sobre el planeta. Desde la noche de los tiempos, el lugar preeminente en los cultos astrólatras fue ocupado, en una primera fase, por la Luna, pero ésta muy pronto acabó cediendo el papel de soberano al Sol, el «astro rey» que traía la luz del día, venciendo a las tinieblas nocturnas, y marcaba, con su posición en el cielo, el paso de las estaciones. El ciclo astral solar fue la base sobre la que se construyeron y desarrollaron los importantísimos mitos y ritos de la fertilidad, un sustrato del que se alimentaron todas las religiones posteriores.
En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven, de origen astral, que cada año muere y resucita encarnando en sí los ciclos de la vida en la naturaleza. En palabras del jesuita Joseph Goetz «las celebraciones mistéricas no son más que la expresión simbólica (mitos) escenificada (ritos) de la cosmobiología». Goetz aplicaba su tesis a «las religiones de los primitivos» —así se titula su libro—, pero sus argumentos son perfectamente aplicables a la base mítica que originó el «misterio de Cristo». Por otra parte, y no en balde, en la época en que se formó la leyenda de Jesús-Cristo los cultos solares dominaban el espectro religioso a lo largo y ancho del Imperio romano.
En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el principio generador masculino. Ya hemos citado la abundancia de leyendas acerca de «hijos del Cielo» en las que el embarazo de sus madres vírgenes se produce a través de rayos del sol o luces equivalentes. Durante la antigüedad, en todo el planeta, el Sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol en un dios joven presenta antecedentes fundamentales en la historia de las religiones, con ejemplos tan conocidos como los de los dioses Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna, etc.
El dios egipcio Horus, hijo de Osiris e Isis, es el «gran subyugador del mundo», el que es la «sustancia de su padre»
Osiris, de quien es una encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta—sin amores— al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Es el Christos y simboliza el Sol. En el solsticio de invierno (Navidad), su imagen, en forma de niño recién nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un recién nacido que tenía un dedo en la boca, el disco solar sobre su cabeza y con cabello dorado. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis. Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, desarrollado a partir del antiguo dios funcional indoiranio Vohu-Manah, objeto de un culto aparecido unos mil años antes de Cristo y que, tras pasar por diferentes transformaciones, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d.C., era una divinidad de tipo solar —tal como lo atestigua su cabeza de león— que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. En sus ceremonias era representado por el viril o custodia, que era idéntico en todo al que reproducirá la Iglesia cristiana muchos siglos después. El dios Mitra hindú, como el persa, es también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.
Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como un salvador o libertador venido para remediar la tribulación de los humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).
El dios hindú Shiva, en un acto de supremo sacrificio, según cuenta el Bhâgavata-Purâna, ingirió una bebida envenenada y corrosiva que había surgido del océano para causar la muerte del universo —de ahí el epíteto de Nîlakantha («cuello azul») por el que también se conoce a Shiva y que fue el resultado del veneno absorbido—, tragedia que el dios evitó con su autoinmolación y vuelta a la vida.
Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado —y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho Isis con los trozos del cadáver de Osiris— para renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le estuvo reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna —muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha— o como Jesús-Cristo —muerto en la cruz de madera y lanceado—, fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida. Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la naturaleza con sus ciclos estacionales anuales.
Si repasamos algunos de los símbolos que aún permanecen unidos a la conmemoración de determinados aspectos fundamentales de la personalidad divina de Jesús-Cristo, nos daremos cuenta fácilmente de que, como divinidad solar que es, está identificado con el Sol de la primavera que se despierta en toda su gloria después de su cíclica muerte invernal (aspecto simbolizado por la muerte de Jesús-Cristo y su permanencia en el sepulcro para, al igual que la vida latente en el huevo —y en la Naturaleza toda—, eclosionar o resucitar radiante, tras el periodo de tres días de dolor y oscuridad, despertando al mundo a la nueva vida).
La Iglesia católica, por ejemplo, celebra la fiesta de la Resurrección de Cristo durante la Pascua, que es llamada también Pascua florida por transcurrir en la época del florecimiento de las plantas, y durante esta conmemoración tiene lugar un rito del que ya nadie recuerda su significado original; se trata de la costumbre de regalarse «el huevo de Pascua». El huevo, desde la época neolítica, representa uno de los símbolos más importantes de cuantos aparecen en las iconografías y mitografías de todas las culturas y, obviamente, está ligado al ciclo agrario de la eclosión de la vida. Por eso, durante la primavera (la estación en la que estalla la vida en su ciclo anual), era una costumbre ritual extendida entre los pueblos antiguos el intercambiarse huevos coloreados.
En Egipto, por ejemplo, estos huevos se colgaban en los templos y se cambiaban como símbolos sagrados de la estación primaveral, emblema del nacimiento o del renacimiento cósmico y humano, celeste y terrestre. En otro rincón del planeta, en el norte de Europa, por poner otro caso correspondiente a una cultura muy diferente a las de Oriente Próximo, los pueblos escandinavos, también al principio de la estación florida, época en que se adoraba a Ostara, diosa de la primavera, se intercambiaban igualmente huevos de color denominados «huevos de Ostara». La Iglesia, no pudiendo eliminar esta fiesta pagana por su absoluto arraigo popular, se la apropió y la manipuló para adaptarla a su particular simbolismo solar.
De hecho, el propio contexto de la Pascua de Resurrección y su fecha de celebración (en el domingo —día del Sol— que sigue inmediatamente al decimocuarto día de la Luna de marzo) ya constituye por sí mismo una prueba de la íntima relación de continuidad mítica que existe entre los primitivos cultos solares agrarios y el cristianismo. No por casualidad, claro está, la fiesta de la Pascua cristiana se instauró en el mismo tiempo en que se conmemoraba la resurrección anual de Adonis (precedente del mismo mito ancestral que se hizo encarnar en Jesús-Cristo) y, otro dato nada baladí, haciéndola coincidir con la Pascua judía, fecha en la que los hebreos —desde el año 621 a.C.— celebraban el fin de su éxodo. Unos y otros, los paganos y los cristianos, conmemoraban lo mismo: el nacimiento del joven dios solar salvífico que les garantizaba el porvenir; los hebreos el nacimiento del «pueblo elegido de Dios» a la libertad, al futuro prometido por Yahveh.
Además, si el advenimiento de la Pascua se correspondiese con una celebración onomástica —la de la supuesta resurrección de Jesús, que debió acontecer en un día determinado—, la fiesta tendría una fecha fija, pero no es así ya que ésta varía de acuerdo con la distribución del año astronómico, con lo que se reafirma el origen pagano de este fundamental mito cristiano.
La denominación de «Cordero Pascual», empleada por la Iglesia para designar al Jesús de la Pasión, ni es baladí ni resulta ajena al mito pagano que anida en su corazón. En los escritos neotestamentarios, particularmente en el Apocalipsis de san Juan, que es el texto que emplea la simbología más elaborada, se identifica repetidamente a Jesús-Cristo con el «Cordero», con el Agnus Dei, cuya función queda perfectamente clarificada cuando el mismo Juan, en su Evangelio, hace que Juan el Bautista, estando en Betania, al ver venir a Jesús, exclame: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), una responsabilidad que ya hemos visto encarnar anteriormente a todos los «dioses jóvenes» que precedieron al cristianismo y que, si queremos remontarnos aún más en el tiempo, encontraremos también en la costumbre mesopotámica de contarle los pecados del pueblo a un carnero o cordero que luego era obligado a internarse en el desierto para que con su muerte expiara las culpas humanas y, yendo aún más atrás, podemos ver que la inmolación de carneros a la divinidad, con fines propiciatorios, era ya una práctica habitual en civilizaciones como las de los Balcanes Orientales (c. 6500/6000-5000 a.C.) o la Vinca (c. 5300-3500 a.C.).
Dentro del contexto astrólatra pagano respecto al que seguimos analizando la figura mitificada de Jesús, no puede resultar ya ni una sorpresa el descubrir que, en el mito solar, la constelación de Agnus o Aries, visible durante el equinoccio de primavera, estaba asociada al poder de liberar al mundo de la soberanía del mal.
La veneración de Jesús bajo la forma del Cordero, como símbolo de la identidad redentora del Jesús-Cristo inmolado para salvar a la humanidad, se mantuvo hasta el año 680, fecha en la que, tras el sexto sínodo de Constantinopla, fue sustituida por la figura de Jesús crucificado, que era una forma bastante menos sutil —aunque más adaptada emocionalmente a los nuevos tiempos— de representar el mismo mito y función pagana de los dioses solares jóvenes.
La relación apuntada entre la fiesta pascual y los ritos agrarios primitivos se evidencia también en el contexto de celebración de la Pascua de Pentecostés que conmemora la venida del Espíritu Santo —que es una mistificación de la divinidad femenina que figuraba en las trinidades teológicas anteriores al pueblo hebreo, pero que mantiene su mismo simbolismo como Energía universal o anima mundi, dadora de sabiduría y origen de la fertilidad generadora— sobre los apóstoles. Esta festividad, que en recuerdo a su verdadero origen aún se denomina Pascua granada en algunas zonas (como Cataluña, por ejemplo), se celebra siete semanas más tarde de la Pascua de Resurrección, justo en el momento cuando se empiezan a recolectar los frutos de la tierra. Su antecesora más inmediata fue la Fiesta de las Primicias, que los hebreos, siguiendo tradiciones anteriores y comunes a muchos otros pueblos, celebraban con toda solemnidad también cincuenta días después del inicio de la primavera.
También sobreviven clarísimos restos de su origen pagano en las fechas en que los cristianos actuales celebran la Navidad y la adoración de los «Reyes Magos». La elección del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo no obedeció, ni mucho menos, a que ése hubiese sido el día en que nació el Jesús de Nazaret histórico; este día no fue adoptado por la Iglesia como tal hasta el siglo IV (entre los años 354 y 360), de la mano del papa Liberio (352-366), y su finalidad fue la de cristianizar —ya que no habían podido vencerle o proscribirle hasta entonces— el muy popular y extendido culto al Sol Invictus.
En la Navidad, solsticio de invierno en el hemisferio norte, el sol alcanza su cénit en el punto más bajo y desde este momento el día comienza a alargarse progresivamente —hasta llegar al solsticio de verano (21 de junio) en que invierte su curso—; era, pues, para los antiguos, el auténtico nacimiento del Sol y, con él, toda la Naturaleza empezaba a despertar lentamente de su letargo invernal y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la presencia del divino Sol Invictus. Esa fecha, concretada en el 25 de diciembre —día de la conmemoración del natalicio de dioses solares jóvenes, precedentes claros del Jesús-Cristo, como Mitra o Baco/Dionisos, llamado también el Salvador—, alcanzó una importancia indiscutible, desde muchísimo antes de la época cristiana, en todas las culturas, ya que éstas eran básicamente agrarias.
El predominio agrario dentro de la esfera de influencia del cristianismo se ha mantenido hasta hace apenas un siglo, cuando, con el paso a la era industrial, el progresivo alejamiento de la naturaleza y la notable independencia de los agricultores respecto a los ciclos naturales —gracias al desarrollo de la agro-industria— llevó también hacia el olvido de los mitos ancestrales; un olvido que, finalmente, se ha traducido en la celebración esperpéntica, vacua, hipócrita, comercializada y falta de sentido que caracteriza la Navidad en las sociedades occidentales desarrolladas. Y el mismo fenómeno lamentable ha sucedido con el resto de fiestas cristianas de base pagana (eso es, agrícola).
Cuando un pueblo de creyentes olvida el significado de sus mitos, o éstos se vuelven obsoletos, la religión que los administra se convierte rápidamente en una vulgar burocracia de dudosa utilidad. No son pocos los teólogos actuales que sitúan ya a la Iglesia católica occidental en el apogeo de este estadio funcional basado en la mera burocratización de lo sacro.
Retomando el hilo histórico, tras este inciso, recordaremos que, corno consecuencia de las campañas bélicas del cónsul Pompeyo, durante el siglo I a.C., los misterios de Mitra y del Sol Invencible se difundieron con mucha fuerza por todo el Imperio romano. El apelativo de Sol Divinus (sirio), Sactissimus (semítico) o Aeternus (mesopotámico) denotaba atributos de Mitra, Baal u otros grandes dioses de la antigüedad, pero, finalmente, a partir del siglo II d.C., se impuso el concepto de Sol o Dios Invictus para significar el poder eterno que tiene el dios solar para renacer siempre victorioso de las tinieblas en las que se sumerge y muere a diario. El Sol Invicto, aunque podía representar genéricamente a todos los dioses solares de la teología romana, identificaba fundamentalmente a Mitra —Deo Solí Invicto Mithrae, se lee en muchas epigrafías romanas— y desbancó definitivamente al antiguo panteón presidido por el dios Júpiter.
El avance del culto solar podemos apreciarlo perfectamente en las monedas imperiales de la época. Así, desde Nerón (54-68), la corona de laurel que ceñía la cabeza de los monarcas anteriores fue sustituida por la corona radiada de Helios —Sol Victrix, Sol Victorioso—, remarcando de este modo que en los emperadores romanos —como ya antes había sucedido en los reyes caldeos, egipcios, chinos, etc.— se había materializado la sustancia y voluntad divina; y desde Antonino Pío (138-161) la corona radiada fue cambiada por el nimbus o aureola, un antiguo símbolo solar que, como veremos más adelante, fue también adoptado por los cristianos para identificar a sus personajes más relevantes. Aureliano (269-275), que instituyó el culto oficial al Sol Invictus, hizo grabar en las monedas que acuñó la frase «Deus et Dominus natus» (nacido Dios y Señor), y Probo (276-282) confirmó la divinidad solar y su relación con el monarca al identificarse bajo la leyenda «Soli Invicti Comiti Augusti» (consagrado a acompañar al Sol Invicto).
De hecho, está documentado que hasta el propio emperador Constantino (306-337) —gracias al cual se impuso la Iglesia católica romana— ordenó sacrificios en honor del Sol, acuñó monedas con la frase «Soli Invicto Comiti, Angusti Nostri», impuso que sus ejércitos recitaran cada domingo —día del Sol— una plegaria al «Dios que da la victoria», etc.; al llegar al poder su segundo hijo, Constancio II (337-361), se proscribió todo culto a las divinidades paganas y el papa Liberio, como ya señalamos, sobrepuso la celebración del nacimiento de Jesús al del Sol Invictus Mitra. Constancio murió cuando se disponía a enfrentarse a Juliano (361-363), que había sido proclamado por las legiones y al que la Iglesia, ya poderosa, puso el sobrenombre de el Apóstata por haber intentado restablecer la heliolatría.
Desde esos días, la mítica solar de Jesús-Cristo desbancó al Sol Invictus de quien todo lo había plagiado y tomó su mismo lugar adaptando su propia forma externa al sólido molde de creencias legendarias que había dejado el culto pagano. Está bien documentado que Mitra nació de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, que fue adorado por pastores y magos, fue perseguido, hizo milagros, fue muerto y resucitó al tercer día... y que el rito central de su culto era la eucaristía con la forma y fórmulas verbales idénticas a las que acabaría adoptando la Iglesia cristiana.
A tal punto son iguales el ritual pagano de Mitra y el supuestamente instituido por Jesús, que san Justino (c. 100-165 d.C.), en su I Apología, cuando defiende la liturgia cristiana frente a la pagana, se ve forzado a intentar invertir la realidad y encubrir el plagio cristiano afirmando que «a imitación de lo cual [de la eucaristía cristiana], el diablo hizo lo propio con los Misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de vino en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncian ciertas palabras sobre ello». La astucia del diablo, según la pinta Justino, es inusitada, ¡mira que instaurar la eucaristía cristiana en un culto pagano cientos de años antes de que nadie —incluidos los propios profetas de Dios— pudiese imaginar que una sectilla judía acabaría por convertirse en la poderosa Iglesia católica romana!
Un hecho similar al de la Natividad del Señor sucedió con la celebración de la fiesta que le sigue, la de la llegada de los Reyes Magos, el 6 de enero. Ese mismo día, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba el festival de Core «la Doncella» —identificada con la diosa Isis— y el nacimiento de su nuevo Aion —personificación sincrética de Osiris—; el parto de Core/Isis era anunciado, desde hacía milenios, por la elevación en el horizonte de la estrella brillante Sotis (Sirius) —la estrella . de Mt 2,2—, el signo que precedía al desbordamiento de las aguas del río Nilo a través de las cuales el dios muerto y resucitado Osiris extendía su gracia fertilizando y vivificando a todas las tierras ribereñas.
Al respecto, está cargado de razón el mitólogo Joseph Campbell cuando, refiriéndose a las fechas en que la Iglesia católica celebra las fiestas de Navidad y Reyes, afirma que fueron adoptadas tardíamente «posiblemente para absorber el festival del nacimiento de Mitra de la roca madre. Porque el 25 de diciembre señalaba en aquellos siglos el solsticio de invierno: de forma que ahora Cristo, como Mitra y el emperador de Roma, podía ser reconocido como el sol ascendente. Así tenemos dos mitos y dos fechas de la escena de la Natividad, el 25 de diciembre y el 6 de enero, con asociaciones que señalan de un lado a Persia y de otro a la antigua esfera egipcia», tal como ya habíamos apuntado con anterioridad.
A los cristianos de esos días, acostumbrados como estaban a creer cualquier cosa que figurase mencionada previamente, sin importar en qué sentido ni contexto, en algún rincón del Antiguo Testamento, no les costó nada asimilar el Sol Invictus pagano con el «sol de justicia» citado en Malaquías; aunque ambos conceptos expresaban significados incompatibles entre sí, el papa Liberio, avalado por la fuerza legisladora y represora de Constancio II, se las arregló para que en todo el Imperio romano el Sol de Jesús-Cristo comenzase a brillar en exclusiva basándose en los mismos mitos paganos que hasta entonces habían sido patrimonio del Deo Solí Invicto Mithrae.
Otro resto de la simbología solar pagana aún presente en el cristianismo es el nimbo (nimbus) o aureola que rodea la cabeza de Cristo, de sus apóstoles y de los santos cristianos más destacados. Este tipo de halo santificador adornaba la cabeza de los dioses solares en Egipto, Persia, Grecia, China, Tíbet, Japón, India, Perú, etc., y aparece ya en las representaciones iconográficas de los fundadores y/o figuras relevantes de las religiones precristianas. Así, por ejemplo, llevan nimbo las figuras del dios solar Ra del Antiguo Egipto, del dios griego Apolo, de Buda y sus principales discípulos y, en general, de todas cuantas personas fueron tenidas por santas en Oriente.
Aún hoy día, en los impresionantes templos rupestres de las cuevas de Ellora (a 30 kilómetros de Aurangabad, en el estado indio de Maharashtra Norte), puede verse la figura de Indrani —la esposa de Indra, que fue el principal dios de la India en la antigüedad— sosteniendo en sus brazos al niño Dios-Sol y llevando ambos alrededor de sus cabezas un halo similar al de la Virgen y el Niño cristianos. También con la cabeza aureolada se representa, en antiguas pinturas, al niño Krisna siendo amamantado por su madre Devakî.
En todas las culturas antiguas, al margen de un reflejo de la gloria celeste representada por el Sol, el nimbo era un símbolo de realeza. Y así lo tomaron también los primitivos artistas cristianos, que representaron con halo áureo no sólo a Cristo y los santos sino, también, a los llamados emperadores cristianos (Trajano, Antonino Pío, Constantino, Justiniano, etc.), tal como puede verse en las monedas y medallas de la época.
El famoso crismón, símbolo fundamental de la Iglesia cristiana primitiva, es un clarísimo signo solar. En una de sus formas está constituido por las letras I y X (iniciales griegas de Iesous Xristos) superpuestas, mientras que en el llamado «crismón constantiniano» se emplean la X y la P, que son las dos primeras letras del nombre Cristo en griego; esta segunda forma no se distingue de la primera «más que por la adición del bucle de la P, del que Guénon ha señalado que representaba el sol elevado a la cumbre del eje del mundo, o también el agujero de la aguja, la puerta estrecha, y finalmente hasta la puerta del sol por donde se efectúa la salida del cosmos, fruto de la Redención por Cristo. A este símbolo debe allegarse la antigua marca corporativa del cuatro de cifra, donde la P se reemplaza simplemente por un 4, emparentado precisamente con la cruz».
La cruz, en sus múltiples formas, es un símbolo procedente de la prehistoria, tiene su origen en los cultos solares y es un símbolo fundamental de la humanidad que ha estado presente en todas las culturas del planeta. Así pues, la elección del signo de la cruz por los primeros cristianos fue totalmente adecuada ya que ésta simbolizaba al Jesús-Cristo o Sol Invictus, razón por la cual también el crismón, con el fin de reforzar su significado astral, comenzó a representarse dentro de la antigua rueda solar. En la historia cristiana, sólo muy tardíamente se comenzó a tener a la cruz como el emblema de la «Pasión de Cristo» y de la Salvación que se derivó de ella.
La interrelación de los diferentes símbolos y creencias paganas de que venimos hablando en los últimos apartados fue explicada ya adecuadamente por Pierre Saintyves, en 1908, en un pequeño ensayo de mitología comparada que resulta tan erudito como ameno: «Hubo un tiempo en el que la astrolatría, y sobre todo el culto al Sol, tomó el relevo, como culto oficial, del culto naturalista a las piedras, los árboles y las aguas. Esta superposición se produjo bajo la doble influencia de la observación del firmamento y de la práctica de los ritos agrarios, necesariamente estacionales. Y así ocurrió que estos últimos ritos, orientados esencialmente hacia la fecundidad de la tierra, fueron utilizados con el fin de influir sobre los movimientos de los astros que regulan las estaciones. Y de este modo, antiquísimos ritos de fecundidad, semi-totémicos y semiagrícolas, fueron traspasados hacia el culto solar. Se olvidó su origen, pero no el fin con el que se habían de emplear. Nacieron entonces estos relatos de la encarnación del Sol. Sobre los ritos de fecundidad, utilizados para hacer más activo al Sol, se injertaron estas historias divinas que, bajo tantas formas diferentes, fueron la delicia de nuestra infancia.
»De este modo —prosigue Saintyves— la anunciación de la venida de un dios se incorpora a la anunciación de la primavera y a los ritos que preparaban su llegada. La estrella de la natividad se convirtió en la estrella que anuncia la próxima llegada de la dulce estación. Los sacerdotes del antiguo Egipto tenían el deber de comunicar al pueblo la aparición de Sirio, presagio de la próxima primavera y de la resurrección de Osiris. La exposición del hijo que deberá destronar a su padre o a su abuelo se convertirá en la ocasión del triunfo del nuevo Sol, que deberá expulsar al antiguo y decrépito. La alegría de los padres en el nacimiento de un nuevo hijo tendrá su equivalente en el milagro del hosannah que canta toda la naturaleza en honor del Sol primaveral o del Sol naciente. Crecen los capullos, se abren las flores, cantan los pájaros y los hombres comienzan de nuevo a tener esperanzas. Nadie podrá dudar que el tema del hosannah milagroso se relaciona claramente con los alegres ritos practicados en las jubilosas fiestas paganas, que participan a la vez del carácter de nuestras Navidades y nuestras Pascuas.»
Mucho antes que Saintyves, Juan de Médicis, que sería proclamado Papa bajo el nombre de León X (1513-1521), en una carta dirigida al cardenal Bembo —según lo recogió su contemporáneo Pico della Mirándola—, había dejado entrever con claridad el pensamiento más íntimo de la cúpula de la Iglesia católica cuando escribió: «Desde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo.»
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