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domingo, 13 de marzo de 2011

LUZ DEL DOMINGO VII

El decorado pagano habitual: señales celestes, magos, pastores,
ángeles cantores, animales amables y un rey que persigue al niño divino


En la mayoría de los relatos acerca del nacimiento de dioses o de héroes se refiere la aparición de estrellas u otras seña-les celestes que anuncian la calidad sobrenatural del recién nacido. Así, por ejemplo, en la leyenda china de Buda se habla de una milagrosa luz celeste que anunció su concepción; en el Bhâgavata-Purâna se cuenta como un meteoro luminoso anunció el nacimiento de Krisna; el historiador Justino refiere cómo la grandeza futura del rey Mitríades ya había sido anunciada por la aparición de un cometa en el momento de su nacimiento y en el de su ascensión al trono; el día que Julio César nació apareció la estrella Ira en el firmamento y, según Suetonio, no volvió a aparecer hasta la víspera de la batalla de Farsalia; según recogió Servio del marino Varrón, Eneas, tras su salida de Troya, vio a diario la estrella Venus y al dejar de verla, llegado ya a los campos Laurentinos, supo así que ésas eran las tierras que le asignaba el destino.    
     
Al mismísimo Orígenes, teólogo fundamental para el desarrollo del cristianismo, debemos la siguiente defensa de la veracidad de las señales celestes: «Yo creo que la estrella que apareció en Oriente era de una especie nueva y que no tenía nada en común con las estrellas que vemos en el firmamento o en las órbitas inferiores, sino que, más bien, estaba próxima a la naturaleza de los cometas. (...) He aquí las pruebas de mi opinión. Se ha podido observar que en los grandes acontecimientos y en los grandes cambios que han ocurrido sobre la Tierra siempre han aparecido astros de este tipo que presagiaban: revoluciones en el Imperio, guerras u otros accidentes capaces de trastornar el mundo. (...) Así pues, si es cierto que se vieron aparecer cometas o algún otro astro de esta misma naturaleza con ocasión del establecimiento de alguna nueva monarquía, o en el transcurso de algún cambio importante en los asuntos humanos, no debemos extrañarnos de que haya aparecido una nueva estrella con ocasión del nacimiento de una persona que iba a originar un cambio tan radical entre los hombres. (...) Por lo que se refiere a los cometas, podría decir que nunca se vio que ningún oráculo haya predicho que aparecería tal cometa en tal ocasión, o con el establecimiento de tal imperio; mientras que, en lo que respecta al nacimiento de Jesús, ya Balam lo había predicho.»

Si acudimos al Evangelio de Mateo podremos leer el único relato neotestamentario que habla de la «estrella de Navidad». Dice así: «Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente y venimos a adorarle. (...) Después de haber oído al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño...» (Mt 2,1-12).      
    
En el Evangelio citado se aplica una práctica, habitual entre los cristianos de los primeros siglos, consistente en dar por verdadero cualquier hecho procedente de la tradición que pudiese ser relacionado con algún texto bíblico que anunciase su realización; esta forma de autentificación no sólo llevó a sacar de contexto decenas de frases supuestamente proféticas sino que, a menudo, forzó la invención de sucesos para validar lo que con anterioridad se consideraban profecías.         

Así, Mateo, con su narración, da forma material y carga de sentido como «profecía mesiánica» a una sola de entre las muchas frases inocentes y metafóricas pronunciadas, al estilo oracular, por Balam mientras está en Bamot Baal; la frase —en la que también se apoyó Orígenes—, que es usada desligándola de su contexto, dice: «Álzase de Jacob una estrella, Surge de Israel un cetro...» (Núm 24,17). Pero, por otra parte, la presencia en el relato de Mateo de los «magos», que obvia-mente son sacerdotes astrólogos persas —y que no aparecen en ningún otro texto del Nuevo Testamento—, aporta también una pista inmejorable para ratificar que el origen de la «estrella de Navidad» debe buscarse en el contexto pagano de adoración a los astros que pervivía aún en el sustrato de muchas leyendas dadas por ciertas en esa época.  
                  
De este contexto astrólatra son ejemplos bien conocidos tradiciones como la egipcia que, desde época inmemorial, consideraba la aparición de la estrella brillante Sotis (Sirio), en una parte determinada del firmamento, como el anuncio del nacimiento anual de Osiris y de la llegada al mundo de su poder vivificante (materializado en la crecida del Nilo); o rituales como los efectuados en Persia, donde, desde tiempos del rey Darío I (521-486 a.C.) y probablemente desde cientos de años antes, los magos/sacerdotes ya solían ofrecer a Ahura-Mazda (el dios solar principal) los presentes del oro, incienso y mirra que se citan en Mt 2,11.

San Ignacio de Antioquía, obispo y padre de la Iglesia, que vivió durante el siglo I d.C. en el mismísimo centro de expansión de las creencias mágicas y astrológicas caldeas, aportó una versión complementaria del relato de Mateo en la que se destaca aún más su carácter astrológico pagano: «Un astro brillaba en el cielo más que todos los restantes, su situación era inexplicable, y su novedad causaba asombro. Los demás astros, junto con el Sol y la Luna, formaban un coro en torno a este nuevo astro, que los superaba a todos por su resplandor. La gente se preguntaba de dónde vendría este nuevo objeto, diferente de todos los demás.» Resulta bastante claro que el origen sirio —país cuna de los maestros en el arte astrológico— del obispo de Antioquía le hizo ser un poco más explícito que a Mateo.         
                                  
Los hechos prodigiosos que acompañaron el nacimiento de Jesús, según la versión de Mateo, se ven ampliados —aunque no confirmados, y viceversa— en Lucas: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor. Díjoles el ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad"» (Lc 2,8-14).          
                                       
Resulta curioso, cuando menos, que el ángel del Señor que aparece en Lucas no orientase a los pastores en referencia a la estrella brillante que, según Mateo, estaba parada sobre el lugar donde reposaba el niño, ya que, incluso dirigiéndose a lugareños conocedores del terreno, era mucho más lógico haberles dado como señal la luz de una estrella anormal que mandarles buscar, en plena noche, un bebé en pañales oculto en alguno de los muchos pesebres de la zona. También resulta pintoresco que los tres reyes magos, después de las molestias tomadas para realizar su largo viaje, no sean mencionados por Lucas, ni se los haga testigos y partícipes del glorioso concierto dado por las huestes celestiales a los pastores.

Parece obvio que tanto Mateo como Lucas, que no se conocieron y que escribieron sus evangelios en tierras diferentes, Egipto y Roma respectivamente, adornaron su relato sobre Jesús inspirándose en leyendas ya existentes pero que gozaban de diferente prestigio en un lugar u otro; por eso Mateo tiñó de orientalismo populachero el nacimiento de Jesús mientras que Lucas torció la mano para adaptarse a tradiciones míticas que fuesen más creíbles en la capital del imperio.   
         
La narración de Lucas ya tenía antecedentes bien ilustres y conocidos en todo el mundo de entonces cuando el evangelista cristiano incorporó un tipo ya clásico de mito al personaje de Jesús. Así, por ejemplo, cuando nació Buda (c. 565 a.C.), según el texto del Lalita Vistara, la tierra tembló, oleadas de lluvias perfumadas y de flores de loto cayeron de un cielo sin nubes, mientras que los devas —o «divinidades resplandecientes», equivalentes a los ángeles y arcángeles católicos—, acompañados de sus instrumentos, cantaban en los aires: «Hoy ha nacido Bodhisattva sobre la tierra para dar paz y alegría a los hombres y a los devas, para expandir la luz por los rincones oscuros y para devolver la vista a los ciegos.»
En el momento del nacimiento de Krisna todos los devas dejaron sus carros en el cielo y, haciéndose invisibles, fueron hasta la casa de Mathura en la que estaba por nacer el niño divino y, uniendo sus manos, se pusieron a recitar los Vedas y a cantar alabanzas en honor de Krisna y aunque nadie los vio, según apunta la leyenda, todo el mundo pudo oír sus cantos; después del nacimiento, todos los pastores de la región le llevaron felicitaciones y regalos a Nanda, el criado encargado de cuidarle.

Durante el nacimiento de Confucio (551 a.C.) aparecieron dos dragones en el aire por encima de su casa y cinco venerables ancianos, que representaban a los cinco planetas conocidos entonces, entraron en la habitación del parto a honrar al recién nacido; una música armoniosa llenó los aires y una voz proveniente del cielo exclamó: «Éste es el hijo del cielo, el divino infante, y es por él por lo que la tierra vibra en  melodioso acorde.» Cabe señalar que las tradiciones relacionadas con Buda, Krisna y Confucio se habían desarrollado entre pueblos agrarios y en un momento en que el «hijo del cielo» aún presidía cada año la sagrada ceremonia de la siembra.  
                                                                    
En el mismo contexto agrario o pagano —el término pro-cede del latín paganus, campesino, y pagus, aldea— se originó esa bella estampa, popularizada por los belenes navideños, del buey y el asno adorando y calentando amablemente al niño Jesús acostado en el pesebre. Esta escena, sin embargo, a pesar de ser tan querida por la Iglesia y por sus fieles y de haber sido consagrada por una práctica litúrgica universal, no aparece descrita en ninguno de los Evangelios canónicos... aunque sí figura en el texto al que debemos la historia de la Navidad tal como se la conoce hasta el día de hoy, eso es el evangelio apócrifo denominado Pseudo-Mateo, donde, en su capítulo XIV, se lee: «El tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró en un establo, y depositó al niño en el pesebre, y el buey y el asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: "El buey ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor." Y estos mismos animales, que tenían al niño entre ellos, lo adoraban sin cesar. Entonces se cumplió lo que anunció Habacuc: "Te manifestarás entre dos animales." Y José y María permanecieron en este sitio con el niño durante tres días.»   
                                                            
La tradición de los animales adoradores y/o auxiliadores de personajes extraordinarios la encontramos también en todas las culturas anteriores al cristianismo. Desde la cercana leyenda romana de Rómulo y Remo, hijos gemelos de Rea Silvia y del dios Marte y fundadores de Roma, que, al nacer, fueron lanzados al río Tíber dentro de una cesta de mimbre, siendo salvados y amamantados por una loba hasta que el pastor Fáustulo los encontró y crió. Hasta las leyendas esparcidas por toda Asia que reproducen tradiciones antiquísimas como las de Tchu-Mong (Corea), Tong-Ming (Manchuria) o Heu-tsi (China); de este último, por ejemplo, se cuenta que «su dulce madre lo trajo al mundo en un pequeño establo al lado del camino; los bueyes y corderos lo calentaron con su aliento. Acudieron a él los habitantes de los bosques, a pesar del rigor del frío, y las aves volaron hacia el niño como para cubrirlo con sus alas».    
                                        
Es muy probable que este tipo de leyendas se hubiese desarrollado a partir de la costumbre ancestral, ésa sí real y extendida por todo el planeta, de exponer a los recién nacidos que se suponía ilegítimos a los animales salvajes o domésticos o a las aguas abiertas (ríos o mares). La «prueba del río», por ejemplo, que servía para reconocer como legítimos sólo aquellos bebés que las aguas devolvían con vida a la orilla, era conocida y practicada entre la mayoría de pueblos de la antigüedad (culturas mesopotámicas y semíticas, hebreos incluidos, árabes, germanos, griegos, romanos, etc.).        
                           
En los casos en que el recién nacido sobrevivía a la «exposición» a los animales salvajes o al agua y se daba la circunstancia de que el padre no había podido mantener de ninguna manera relaciones sexuales con la madre (por estar éste navegando o en la guerra, por ejemplo), se consideraba que la criatura había sido engendrada por algún dios, declaración que devolvía la paz a la familia y llenaba de orgullo al padre cornudo por la gracia de Dios. En muchos pueblos del sudeste asiático perduró hasta hace apenas dos siglos la costumbre de matar a toda mujer embarazada de un hombre desconocido... salvo si la madre anunciaba que el padre había sido un dios o un espíritu, caso en el cual era felicitada por todos sus convecinos.   
      
Con el paso de los siglos, durante el desarrollo de los relatos legendarios de los «hijos de Dios», debió creerse oportuno insertar algún episodio de exposición a los animales o a las aguas para, precisamente, rememorando la ancestral tradición agraria, poder señalar que con la supervivencia del bebé quedaba demostrada hasta más allá de cualquier duda la paternidad divina que quería asociarse con el personaje a mitificar. En las leyendas, obligadas a narrar hechos con alguna base histórica, comenzó a ser corriente el sustituir el concepto de «hijo ilegítimo» por el de «varón considerado de riesgo para el sistema de gobierno dominante» que, precisamente por su filiación divina —demostrada por la exposición—, acababa ganando la partida a sus perseguidores.

Los primeros cristianos se limitaron a recoger este tipo de episodio de la exposición a los animales de alguna de las muchísimas tradiciones que circulaban en esa época y la añadieron al aluvión de rasgos míticos paganos que se habían empleado ya para configurar el personaje divinizado de Jesús (y para desfigurar su personalidad histórica verdadera). Pero tal como era su costumbre, certificaron la verdad del hecho acudiendo a los profetas. Revisaron la Biblia —dado que eran cristianos helenizados recurrieron a su traducción griega de los Setenta— y encontraron un versículo fascinante en medio del texto más minúsculo de las Escrituras, en el de Habacuc, donde se profetizaba: «Te manifestarás en medio de los animales», que era un traducción absolutamente errónea del original hebreo que decía —y sigue diciendo en las biblias actuales— «Yo, ¡oh Yavé!, oí tu renombre y he temido, ¡oh Yavé!, tus obras. Dales existencia en el transcurso de los años, manifiéstalas en medio de los tiempos» (Hab 3,2).

El haber partido de un error de bulto en la profecía que confundía manifestarse en medio de los tiempos con hacerlo entre las bestias —y que, en todo caso, podría referirse a cualquier «obra de Yahveh» que pudiese suceder en el mundo (entre las que el nacimiento de Jesús no podía ser más que una posibilidad entre las millones de millones de intervenciones divinas que, según los creyentes, acontecen a diario)— se agravó hasta el esperpento cuando relacionaron lo que jamás dijo Habacuc con lo que nunca pretendió decir Isaías, del que —apoyándose en otra de las profecías gloriosas a que nos tiene acostumbrados la Biblia— se tomó la primera mitad de una frase que dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento» (Is 1,3). El sentido de la frase completa de Isaías resulta bien obvio, pero para los cristianos fue la profecía que garantizó la veracidad de sus creencias navideñas. ¡Con qué poco se hizo tanto!

Si recuperamos el relato de Mateo, leemos que «Partido que hubieron [los magos, por un camino que evitaba pasar por el palacio de Herodes], el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo". Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto, permaneciendo allí hasta la muerte de Herodes, a fin de que se cumpliera lo que había pronunciado el Señor por su profeta, diciendo: "De Egipto llamé a mi hijo." Entonces Herodes, viéndose burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, según el tiempo que con diligencia había inquirido de los magos. Entonces se cumplió la palabra del profeta Jeremías, que dice: "Una voz se oye en Ramá, lamentación y gemido grande; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa ser consolada, porque no existen"» (Mt 2,13-18).         
                                                             
La narración no tiene desperdicio ya que muestra a un Herodes profundamente estúpido que, aún «turbado» al saber del nacimiento del rey mesías que podía destronarle (Mt 2,3-5), es incapaz de mandar a sus soldados a Belén, situado a poca distancia de su palacio, para prenderle y, en lugar de enviar, al menos, a alguno de sus muchos espías de la corte para que le informasen con diligencia, se quedó esperando las noticias de tres magos desconocidos que se habían declarado adoradores del recién nacido. Un «recién nacido» que, según refiere Mateo, podía tener hasta dos años, con lo que es obligado preguntarse: ¿pasó Jesús sus dos primeros años en un pesebre esperando a los magos?, ¿estuvo Herodes aguardando a los magos durante dos años y no tomó medidas hasta después de pasado ese plazo?, ¿eran tan idiotas los soldados de Herodes que éste les tuvo que mandar asesinar a todos los nacidos de «dos años para abajo» por si no sabían distinguir a un recién nacido de un niño algo mayor?

Los datos históricos reales nos dicen que Herodes no era el rey pasmarote y sanguinario que presenta Mateo, sino todo lo contrario, y denuncian que este suceso es mentira dado que, por ejemplo, no fue reflejado por el historiador judío Flavio Josefo (c. 37-103 d.C.) en sus Antigüedades judías o en cualquiera otra de sus documentadas obras; este autor, que luchó contra los romanos en la guerra judaica, nunca dejó de dar noticia de las persecuciones o masacres cometidas contra su pueblo, resultando del todo imposible que no recogiera —en un relato minucioso, como todos los suyos— la noticia de la matanza de los niños si ésta hubiese acontecido de verdad.

 Esta leyenda, como el resto del mito evangélico sobre Jesús, es falsa y también está tomada de antiguas tradiciones paganas, pero, sin embargo, fue intercalada en Mateo —único texto canónico en que aparece— con una función muy concreta: reforzar la credibilidad del mito básico del cristianismo dando cumplimiento a dos supuestas profecías sobre el Mesías. En el apartado anterior ya vimos cuán comunes habían sido en la antigüedad las leyendas de reyes que, prevenidos por alguna profecía, perseguían a muerte a «hijos de Dios» nacidos de una virgen —que a menudo era la propia hija o hermana del perseguidor— con la intención de evitar su anunciada entronización; un empeño que, lógicamente, la estructura mítica del relato convertía en vano. Fundadores de dinastías reales de todo el planeta y reformadores religiosos cuentan en su haber mítico con un episodio de persecución siendo aún recién nacidos. Sirva de ejemplo prototípico la descripción sucinta de una parte de la leyenda del nacimiento de Krisna, octava encarnación de Vishnú, segunda persona de la trinidad brahamánica, que hacemos seguidamente:   

Los astrólogos —o un diablo, según otra versión del mito— habían pronosticado a Kansa, el tirano de Mathurá, que un hijo de su hermana Devakí le arrebataría la corona y le quitaría la vida, por lo que el soberano ordenó la muerte de su sobrino Krisna tan pronto naciese, pero éste, gracias a la protección de Mahádeva (el Gran Dios o Shiva), pudo ser puesto a salvo por sus padres con la colaboración de la familia de su fiel servidor Nanda, un pastor de vacas que vivía al otro lado del río Yamuná. Cuando se enteró de la desaparición del recién nacido Krisna, el rey Kansa, para asegurarse de la muerte del niño, ordenó la matanza general de cuántos niños varones habitasen en su reino, siendo asesinados todo» menos el divino Krisna.              
                                
Un gran indólogo, el abad Bertrand, dejó escrito que «podemos observar en Jesús-Cristo y en Krisna una identidad de nombre, una similitud en su origen y en su naturaleza divina, una serie de rasgos similares en las circunstancias que han acompañado su nacimiento, puntos de semejanza en sus actos, en los prodigios que han llevado a cabo y en su doctrina. Y sin embargo no tenemos la intención de demostrar que la leyenda de Krisna haya sido calcada a partir del Evangelio».   
                                                                        
La prudencia de este erudito es comprensible y adecuada si tenemos en cuenta que, si bien es cierto que las formas más modernas del mito de Krisna tomaron elementos del mito evangélico de Jesús, conocido en la India a partir de la llegada de comunidades nestorianas a ese país, también está documentado que las formas más arcaicas de la leyenda de Krisna ya incluían lo fundamental de esta narración legendaria. Aunque la redacción del Bhâgavata-Purâna es posterior a los Evangelios, es lógico pensar que su autor hindú no se inspiró en los textos cristianos sino en relatos tradicionales mucho más antiguos que ya contenían la leyenda, y viceversa. Y lo mismo puede afirmarse respecto a la aparición de la misma historia en la leyenda de Buda, que es un personaje muy anterior a Jesús y Krisna.

El origen de la historia mítica pudo proceder de oriente, tal vez de la propia India o de Egipto —lugar donde fue redactado el Evangelio de Mateo hacia el año 90 d.C.—, y la encontramos en leyendas tan dispares como la de Moisés, salvado de la matanza de niños hebreos ordenada por el faraón (Ex 1,15-22; 2,1-25) para, según la tradición recogida por Flavio Josefo, impedir «la llegada de un niño hebreo destinado a humillar a los egipcios y glorificar a los israelitas»; la de Abraham, muy similar a la de Moisés, según una tradición judía recogida en un Midrash tardío; o la del emperador romano Augusto (62 a.C.-14 d.C.), que se libró de la muerte a la que el Senado condenó a todos los varones nacidos en un mismo año para evitar la aparición de un monarca profetizado.

Antes que todos ellos, aunque dentro del contexto de un universo simbólico diferente, Zeus —padre de los dioses y de los mortales—, según se refiere en la Teogonia de Hesíodo (c. 750 a.C.), ya había escapado de ser devorado al nacer por su propio progenitor, Cronos —que había sido advertido de que uno de sus hijos le arrebataría el trono—, gracias a su madre Rea y a una argucia de su abuela Gea (la Tierra), que lo escondió en Creta y engañó al poderoso Cronos dándole a comer una piedra envuelta en los pañales del nuevo niño-dios. Resulta evidente, pues, que tanto en Oriente como en Occidente la base de esta leyenda circulaba ampliamente y desde muy antiguo.   
                                                       
Establecido ya que la leyenda de la «persecución y huida» existía previamente dentro de la mítica pagana y que estaba asociada al destino triunfante de grandes personajes, queda por analizar un argumento de peso para los creyentes —más bien crédulos—, eso es que dos profetas, Oseas y Jeremías, habían anunciado este suceso. Si revisamos el texto de Mateo antes citado (Mt 2,13-18), encontraremos que la veracidad del relato se basa en que viene a dar cumplimiento a lo dicho en Os 11,1 y en Jer 31,15, una presunción que, tal como es habitual en los pasajes que recurren a las profecías bíblicas, carece de fundamento.             
                                         
El texto de Oseas, que dice exactamente: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más se les llama, más se alejan. Ofrecen sacrificios a los baales e incienso a los ídolos...» (Os 11,1-2), sólo puede ser entendido en el contexto ya descrito en el capítulo sobre los profetas. Oseas vivió durante la época de los reyes Jeroboam II y Azarías, cuando Judá estaba sometida al dominio asirio y los cultos paganos (a Baal y otros dioses) ganaban fuerza merced a la debilidad de los monarcas hebreos. Oseas, como su contemporáneo Isaías, rechazó y denunció con fuerza esa situación y tal es el único sentido que tienen los versículos reproducidos y cuantos les siguen. En caso de querer personalizar la frase «de Egipto llamé a mi hijo», que está escrita en tiempo pasado, ésta podría atribuirse, quizás, a Moisés, pero nunca jamás a Jesús.

Con idéntico descaro Mateo pretende apoyar su interesa-da invención de la «matanza de los Inocentes» en los siguientes versículos de Jeremías: «Así dice Yavé: una voz se oye en Ramá, un lamento, amargo llanto. Es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa consolarse por sus hijos, pues ya no existen» (Jer 31,15). Dejando al margen que se requiere una imaginación enfermiza para ver en este texto la profecía de la inexistente persecución de Herodes, el despropósito es aún mayor cuando analizamos las palabras empleadas por Jeremías.

Ramá, que significa altozano, era la palabra hebrea empleada para designar a los santuarios paganos, que estaban situados en pequeñas elevaciones del terreno. La Rama de este pasaje bíblico, que en la Vulgata aparece traducida corno in excelso (lugar en lo alto), había sido tomada por el nombre de una localidad en la Biblia de los Setenta y desde este error partió Mateo para identificarla con Belén, ciudad en la que, según Gén 35,19, había sido enterrada Raquel, la mujer del patriarca Jacob.

Aun aceptando la equivocación de considerar a Ramá como un lugar, éste nunca podía ser Belén, situado al sur de Jerusalén, dado que un poco más al norte existía realmente una ciudad denominada Ramá (o Rama); por otra parte, si bien la tradición sitúa la tumba de la esposa de Jacob en Belén, la Raquel a que se refiere Jeremías no pudo ser la Raquel de Jacob ya que a ésta la sobrevivieron sus hijos y, por ello, nunca pudo haber llorado su muerte.

Si se quiere encontrar algún «amargo llanto» relacionado con niños y con Rama, habrá que remontarse muy atrás en el tiempo, hasta los esporádicos sacrificios de niños realizados en los altozanos por los cananeos —de quienes tomaron los israelitas el ritual de sacrificar sobre un altar, aunque evitaron las ofrendas humanas— con la finalidad de intentar aplacar a sus dioses ante el anuncio de alguna futura amenaza o catástrofe pronosticada por los adivinos y astrólogos de esos reyes orientales. Estos hechos fueron perfectamente conocidos por los hebreos y sin duda se sumaron al fondo común de las leyendas paganas acerca de la persecución a muerte de «hijos del Cielo» y las consiguientes masacres de «niños inocentes» ordenadas por viejos reyes tiranos.     
                
Poco a poco, el belén navideño va tomando un significado muy diferente al que nos habían contado en nuestra infancia, pero eso no es todo, ni mucho menos.

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