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domingo, 3 de abril de 2011

LUZ DEL DOMINGO X

Si María fue virgen aún después de parir a Jesús,
¿cómo es que los apóstoles no se enteraron jamás de tamaño milagro?


Siguiendo la inveterada costumbre —cultivada por los escritores neotestamentarios y por los padres de la Iglesia con un radical y persistente desprecio por la verdad histórica— de dar por cierta toda noticia que pudiese relacionarse con algún versículo profético, Mateo, en Mt 1,22-23, tal como ya mencionamos, se armó con un texto de Isaías para demostrar más allá de cualquier duda que Jesús había nacido de una virgen; aunque, dado que este pasaje está escrito en forma de aclaración demostrativa de la veracidad de la afirmación de Mateo, es también posible que sea un añadido posterior.
El texto de Isaías en que se apoya Mateo es el siguiente: «El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel. Y se alimentará de leche y miel, hasta que sepa desechar lo malo y elegir lo bueno. Pues antes que el niño sepa desechar lo malo y elegir lo bueno, la tierra por la cual temes de esos dos reyes, será devastada. Y hará venir Yavé sobre ti, sobre tu pueblo y sobre la casa de tu padre días cuales nunca vinieron, desde que Efraím se separó de Judá» (Is 7,14-17); aunque, obviamente, Mateo solamente escogió la primera frase —reproduciéndola como: «He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre "Emmanuel"»— añadiéndole seguidamente «que quiere decir [Emmanuel] "Dios con nosotros".»
En primer lugar, si recordamos el contexto histórico en que se movió Isaías, salta a la vista el trasfondo del pasaje aludido que, a más abundamiento, Isaías resalta al comenzar el capítulo 7 diciendo: «Y sucedió en tiempo de Acaz, hijo de Joram, hijo de Ozías, rey de Judá, que Rasín, rey de Siria, y Pecaj, hijo de Romelía, rey de Israel, subieron contra Jerusalén para combatirla, pero no pudieron tomarla...»; es evidente, por tanto, que Isaías está aludiendo a la crisis política que atravesaba Judá desde el inicio del reinado de Acaz (735-715 a.C.), presionado por la coalición entre los israelitas del norte y los arameos de Damasco, y que le formula a Acaz un oráculo que es al tiempo consolador y veladamente amenazador para el futuro de Judá, merecedor de un castigo divina por haberle sido infiel a Yahveh.
El plazo para el cumplimiento del oráculo es «antes que el niño [el hijo de la virgen, que más abajo veremos a quién se refería] sepa desechar lo malo y elegir lo bueno», eso es antes de que tenga uso de razón o, lo que es equivalente según la tradición, antes de los siete años. Puntual como un reloj, el anuncio de Isaías tuvo lugar a los siete años de reinado de Acaz, en el año 732, cuando Judá, aliada con los asirios, venció a Israel y Damasco —«la tierra por la cual temes de esos dos reyes, será devastada»—. Quedaba aún por cumplir la parte amenazadora del oráculo, que llegaría en el año 587 a.C., de la mano de Nabucodonosor, con el fin del reino de Judá y el inicio del exilio babilónico. Para el lector sorprendido por la capacidad profética de Isaías cabe recordar que buena parte de sus oráculos fueron redactados por otras personas y una vez acontecidos ya los hechos anunciados.
Veamos ahora que sabemos del Emmanuel, el hijo de la virgen. En la muy deficiente versión griega de la Biblia de los Setenta se tradujo la palabra hebrea almah, que significa muchacha, por virgen, y sobre este grave error Mateo construyó su enésima patraña profética en apoyo de la supuesta veracidad de su narración mítica acerca del nacimiento de Jesús,
Sostener, como hace la Iglesia católica, que la almah de Isaías fue una virgen implica mantener a sabiendas un claro engaño con fines doctrinales interesados, máxime cuando todas las otras almah bíblicas sí las ha traducido por su correcto significado de doncella, tal como puede apreciarse en el caso de la almah de Proverbios  y las alamoth del Cantar de los Cantares que, obviamente, según se deduce del contexto narrativo, perdieron su virginidad, respectivamente, a consecuencia del «rastro del hombre» y de su función en un harén real.
Todas las versiones independientes —o, simplemente, no católicas— de la Biblia han traducido la almah de Isaías por doncella, y ello no sólo es lógico por lo ya mencionado sino por todo lo que sigue diciendo Isaías en su propio texto. De entrada, el profeta se concentró únicamente en el nombre que tendría el hijo, ignorando absolutamente a la madre, cosa absurda si se tratase de una auténtica virgen a punto de parir. Y, como colofón, Isaías identificó perfectamente a la doncella como a una contemporánea suya cuando, tras hacer una relación pormenorizada de cuanto le acontecería al reino de Judá «antes que el niño sepa desechar lo malo y elegir lo bueno», añadió: «Acerquéme a la profetisa que concibió y parió un hijo, y Yavé me dijo: Llámale Maher-salal-jas-baz, porque antes que el niño sepa decir "padre mío, madre mía", las riquezas de Damasco y el botín de Samaría serán llevados ante el rey de Asiría» (Is 8,3-4).
Resulta palmario, pues, que la almah es la joven profetisa que ya ha parido un hijo, nacido necesariamente durante el período que va entre los años 735 a.C. (fecha más probable) y 721 a.C. (fecha de la conquista asiría de Samaría), y al que Isaías designa con dos nombres sucesivos: Emmanuel (Dios o la Alegría está con nosotros), que resultaba tranquilizador para Judá y acorde con la primera parte de su profecía, y Maher-Sçalal-hasçbaz (la desgracia está con vosotros), que concordaba con el segundo anuncio oracular acerca del fin de Judá y el exilio babilónico. Así pues, de ninguna manera, ni bajo ninguna excusa o exégesis, puede tomarse esta imagen sobre algo ya acontecido en el siglo VIII a.C. como la profecía de algo venidero en el siglo I d.C. La almah de Isaías ni era virgen ni preconizaba el milagro de la Virgen María, y su hijo Emmanuel fue también absolutamente ajeno a cualquier anuncio del nacimiento prodigioso de Jesús.
En el contexto histórico en que se desarrolló el libro de Isaías tampoco puede tener nada que ver con una supuesta profecía sobre Jesús el pasaje que dice: «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre jamás. El celo de Yavé de los ejércitos hará esto» (Is 9,6-7).
Tal como mostramos en el apartado dedicado a los profetas, ésta es una típica profecía de consolación que, además, ensalza a la casa de David —de la que Isaías era un notable asesor— y, junto a los versículos de Is 11, diseña lo que se convertirá en el mesianismo judío, la esperanza puesta en un futuro monarca poderoso y justo que dilate el reino de Israel, en medio de la paz y la justicia. Isaías soñaba con la entronización de un rey, fuerte al menos como David, que aún nadie ha visto gobernar en Israel; pero jamás se le pudo haber pasado por la cabeza que la esperanza del «pueblo de Yahveh» residiese en aguardar al hijo de un carpintero que sería ajusticiado en la cruz tras dos breves años de predicación.
De lo dicho hasta aquí, basándonos en el Evangelio de Mateo, el gran avalador de la virginidad de María, sólo puede extraerse la conclusión de que no existe en el Antiguo Testamento ninguna profecía acerca de la virginidad de María y del nacimiento prodigioso de Jesús y que, vista la afición de Mateo por construir inspirados castillos probatorios sobre pasajes veterotestamentarios de los Setenta que no son más que obvios errores de traducción y de exégesis de los originales hebreos, la credibilidad de su relato sobre este asunto debe quedar, como mínimo, en suspenso.
La otra mención que se hace en el Nuevo Testamento acerca de la virginidad de María la encontramos en Lucas, concretamente en Lc 1,26-38, en el pasaje de la anunciación de Jesús, que, como ya indicamos en un apartado anterior, fue redactado gracias a la inspiración procedente del texto de Mateo y de los relatos —equivalentes— de las anunciaciones previas a los nacimientos prodigiosos de Sansón, Samuel y otros. Estos doce versículos, escasos y nada originales, aun sumados a los de Mateo, suponen bien poca leña para alimentar el fuego del mito virginal de María.
En Marcos, el primer evangelio que se redactó (c. 75-80 d.C.), producto de los recuerdos y prédicas del apóstol Pedro, próximo como nadie a Jesús, no aparece ni una sola línea acerca de un hecho tan capital como la virginidad de María. Y en Juan, el último de los evangelios (escrito a finales de la primera década del siglo II d.C.), fruto de las memorias del «discípulo amado» del Mesías, a pesar de que se identifica claramente a Jesús con la encarnación del Verbo, tampoco se invierte ni un triste versículo en proclamar la naturaleza virginal de la madre del Mesías. ¿No resulta, pues, algo sospechoso un olvido tan evidente sobre un asunto tan principal? Y máxime si, tal como veremos en el apartado siguiente, ninguno de los cuatro evangelistas dejó de mencionar que María tuvo otros hijos además de Jesús.                         
En un arrebato de estulticia galopante cabría tomar en consideración la explicación que impone la Iglesia católica cuando afirma que: «Jesús pasaba por hijo de José, ya que el misterio de su concepción virginal estaba aún velado por el secreto. Los hermanos y hermanas de que nos hablan con frecuencia los autores sagrados son parientes cercanos, primos carnales por parte de la madre o de san José». Pero a un aceptando la muy improbable posibilidad de que los vecinos de Nazaret ignorasen la virginidad de María en caso de haber sido un hecho real, lo que ya clamaría al cielo y sobrepasaría el absurdo sería que hubiese sido desconocida por los mismísimos apóstoles por estar dicho suceso «aún velado por el secreto». ¿Cuando dejó de ser un secreto?, ¿por qué se ocultó un hecho que proclamaba divinidad por los cuatro costados?, ¿cómo y en qué momento se enteraron los apóstoles de la virginidad de María?, ¿no confiaba Jesús en sus apóstoles?, ¿por qué sólo Mateo parece haber conocido el episodio de la virginidad de María mientras que le estuvo vedado al resto de los apóstoles?, ¿no confiaban los apóstoles entre sí?
  Estas preguntas y otras muchas similares no pueden tener respuestas lógicas dado que se interrogan sobre un absurdo total. Si los apóstoles no le dedicaron un espacio de privilegio a un hecho tan portentoso como la virginidad de María —mientras que fueron unánimes en mencionar a sus otros hijos y en consumir versículos sin fin relatando «curaciones milagrosas» de histéricos para documentar la personalidad extraordinaria de Jesús— no pudo ser jamás por falta de conocimiento sino, justamente, por todo lo contrario: los apóstoles, que trataron directamente con Jesús y toda su familia, nunca creyeron que su madre fuese virgen. ¿Cabe pensar entonces que Mateo mintió a sabiendas al introducir el mito virginal de María en su texto? Es posible, pero no necesariamente.
Para intentar encontrarle algún sentido a tanta contradicción hay que recordar lo que ya apuntamos en un capítulo anterior y tener presente que el Evangelio de Mateo, tal como lo conocemos, fue escrito en Egipto, hacia el año 90 d.C., por alguna persona que se basó en los textos originales de Mateo —es decir, del judío Leví, hijo de Alfeo, que fue recaudador de impuestos antes que apóstol—, en Marcos y en otras fuentes judías y paganas. El redactor final de Mateo, que no era judío, tal como se desprende del análisis del texto, no se limitó a actuar como un mero compilador sino que añadió de su propia cosecha todo cuanto le pareció oportuno para mejorarla capacidad de convicción del Mateo original; con esta intención, por ejemplo, duplicó el número de personas que, según Marcos, había sanado Jesús en Gadara y Jericó, etc.
Sabiendo que Mateo fue un texto inicialmente destinado a la evangelización cristiana en las comunidades helenizadas de ciudades egipcias como Alejandría, y recordando que el origen auténtico del cristianismo tal como ha llegado hasta hoy partió de Asia Menor —la región más crédula de todo el Imperio romano en lo tocante a todo tipo de leyendas y supersticiones mágico-religiosas— y que, precisamente, en el sustrato legendario popular de las culturas griega y oriental de esos días era aún habitual la atribución de un nacimiento virginal a todos los personajes muy relevantes, resulta de Perogrullo darse cuenta del origen mítico y tardío del episodio de la virginidad de María; una inclusión forzada por los requerimientos legendarios básicos del contexto pagano al que se intentaba imponer un nuevo «hijo del Cielo». En cualquier caso, el relato del nacimiento virginal se adoptó como un rasgo demostrativo más en favor de la proclamación de la descendencia divina de Jesús, pero bajo ningún concepto pudo pretenderse ensalzar o construir el personaje que llegará a ser «María, la Virgen» (un proceso que veremos detalladamente en la cuarta parte de este libro).
El Jesús histórico, al ser transformado en la divinidad solar Jesús-Cristo, tal como ya mostrarnos, necesitó ser adornado con todos los mitos paganos correspondientes a la astrolatría solar, entre los cuales el de la concepción divina y virginal de su madre era uno más. Así pues, carece de sentido hablar de que los apóstoles estuvieron mal informados acerca de la virginidad de María o que este prodigioso hecho permaneciese «aún velado por el secreto». Si Marcos y Juan (así como también Pablo en sus epístolas) ignoraron la supuesta virginidad de María, Mateo la ensalzó con más pasión que convencimiento y Lucas —que había tomado el relato de Mateo y de otras leyendas del Antiguo Testamento— la citó con la frialdad de un trámite rutinario teñido de incredulidad, deberemos concluir necesariamente que sólo pudo haber un motivo lógico para esas actitudes: a la madre de Jesús se la hizo virgen cuando los redactores y neotestamentarios ya habían dejado de existir.
Por esa razón, pobres hombres, los apóstoles jamás pudieron honrar a la Virgen María tal como la Iglesia romana acabó ordenando que debía hacerse y, casi más lamentable aún, murieron sin haberse dado cuenta de que los hermanos carnales de Jesús, que ellos conocieron y trataron, no habían sido tales en realidad, sino sus primos.
Gracias a la Iglesia católica, la cristiandad de hoy puede enterarse de más y mejores historias que quienes se supone que las protagonizaron directamente hace casi dos mil años. A eso se le llama «interpretación autorizada e inspirada de las Sagradas Escrituras», una capacidad exclusiva de la Iglesia que, si bien no estuvo al alcance de los autores directos de los textos neotestamentarios, fue instituyéndose e incrementándose en la misma medida en que nuevos redactores rehicieron los documentos originales y sabios exegetas católicos los comenzaron a leer como nunca nadie antes los había escrito.

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