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domingo, 5 de junio de 2011

LUZ DEL DOMINGO XIX

El Nuevo Testamento niega los templos como «casa de Dios»
y la misa como «sacrificio continuo y real de Jesús», pero
la Iglesia católica dice y hace justo lo contrario


Jesús, según Mt 6,5-7, le dijo a sus discípulos: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar.» Jesús, por tanto, habló de encerrarse en la habitación privada para rezar, no de ir a un templo u otro lugar público.
San Pablo, estando en Atenas, en medio del Areópago, afirmó: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. (...) Él fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos. (...) Porque somos linaje suyo» (Act 17,24-28). Si Dios no habita en los templos, según la inspirada palabra del mismo Dios expresada a través de Pablo, carece de todo sentido que se le busque en las iglesias.
Pero a más abundamiento, san Pablo no sólo negó la presencia de Dios en los locales llamados templos sino que afirmó que el templo de Dios reside en cada uno de los cristianos: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (I Cor 3,16-17).
Cuando Jesús indicó de qué manera podía ganarse la vida eterna no habló para nada de ir a misa, ni de celebrar actos rituales de ninguna clase ya que, antes al contrario, puso todo su empeño en eliminar el ritualismo vacuo y burocratizado de la religión que él profesó, esto es del judaismo. El concepto de la misa es absolutamente contrario a la mentalidad del Jesús del Nuevo Testamento.
A este respecto recordaremos la opinión del teólogo católico Julio Lois, citada en el capítulo anterior, cuando afirma que «Cristo, único sacerdote y mediador, no ha llegado a serlo por ritos externos, ni por ofrecimientos de sacrificios rituales, sino por la fidelidad de su vida. En efecto, fue su vida entera el "sacrificio" agradable al Padre y él mismo el sacerdote que la ofreció. Sacerdote y víctima. Se inaugura así una nueva figura sacerdotal, vinculada al sacrificio situado en un nivel personal, existencial. Las nociones de templo, culto, sacrificio... han de ser seriamente reconsideradas para ser asumidas en la iglesia de Jesús.»
Desde el punto de vista histórico, el concepto de «iglesia» como lugar físico destinado al culto divino —equivalente, por tanto, a los templos paganos— es bastante tardío. Hacia finales del siglo III, como resultado de los intentos anteriores de alcanzar una organización eficaz para las iglesias cristianas en expansión y producto de la tolerancia con que el Imperio romano trataba a la nueva religión, en las grandes ciudades comenzaron a surgir lugares de reunión, repartidos por barrios, destinados a la formación religiosa de los fieles bajo la dirección de un presbítero; con el paso del tiempo, estos centros acabaron por convertirse en un lugar de culto donde se celebraba la eucaristía, bajo la presidencia de un presbítero —una función que hasta entonces sólo podía recaer en los obispos—, y fueron denominados tituli en Roma y paroikiai (parroquias) en otros lugares. De este modo el culto cristiano empezó a concebirse cada vez más como una ceremonia pública, con lo que comenzó también a aumentar el número de sacerdotes en las ciudades al tiempo que las parroquias iban extendiéndose por todos los barrios.
A partir de los días del emperador Constantino comenzó a producirse la metonimia de la palabra «iglesia», que pasó a designar tanto a la comunidad de los creyentes —ekklesía— como al local en que éstos se reunían (antes denominado como templum, aedes, etc.).
Constantino, el más grande impulsor del catolicismo y del alejamiento de la doctrina de Jesús, hizo erigir iglesias por todas partes de su Imperio y, tal como le escribió a Eusebio, «todas ellas deben ser dignas de nuestro amor al fasto»; el emperador desvió recursos públicos, aun haciendo pasar miseria al pueblo, para que las iglesias fuesen construidas con todo tipo de materiales nobles, cursando orden a los gobernadores para que las donaciones «fuesen abundantes, y aun sobreabundantes», mandando aumentar «la altura de las casas de oración, y también la planta (...) sin escatimar gastos, y acudiendo al erario imperial cuando fuese preciso para cubrir el coste de la obra»... La modestia que caracterizó la actuación de Jesús y sus apóstoles acabó siendo convertida, por el megalómano Constantino, en la fastuosidad católica que todos conocemos.
 Pero regresando a lo esencial, al rito básico que justifica la existencia de esos espacios físicos que conocemos como iglesias, cabe preguntarse: ¿fue Jesús quién instituyó la misa? La Iglesia católica así lo mantiene, pero muchos millones de cristianos no católicos se oponen a tal pretensión y decenas de teólogos católicos lo ponen en duda o lo niegan abiertamente. En cualquier caso, la simple lectura de los textos neo-testamentarios mostrará cuan alejada está la doctrina católica de aquello que se dice realmente en ellos.                           
La Iglesia católica afirma en su Catecismo que «el Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740)». Y añade: «Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.»
A continuación veremos cómo estas afirmaciones no tienen base neotestamentaria, ya que se apoyan en supuestas palabras de Jesús que han sido aisladas del contexto histórico en que fueron pronunciadas —y que le dieron un sentido bien específico— y, por ello, condujeron a la interpretación espuria que defiende la Iglesia católica.
El pasaje conocido como la última cena de Jesús, donde éste se reunió con sus apóstoles, anunció la traición de Judas y, según la Iglesia católica, instituyó la eucaristía, figura en los cuatro evangelios. Así, en el de Mateo, por ejemplo, se relata: «El día primero de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: ¿Dónde quieres que preparemos para comer la Pascua? (...) Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,17-29).
El texto de Lucas, sin embargo, es sustancialmente diferente: «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20).
En Lucas no aparece la referencia pagana a la equivalencia del pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Jesús y, punto fundamental, pidió que se le recordara—no que se le invocara a comparecer físicamente— haciendo el mismo acto, levantando seguidamente el cáliz —eso es la copa que usó durante la cena—, lleno de «fruto de la vid» (Lc 22,18), en señal de una nueva alianza «en mi sangre» —no «con mi sangre»—; el hecho no puede interpretarse más que como un brindis —similar al que todos hemos hecho durante alguna ocasión solemne— con el que selló el acuerdo y la promesa que hizo ante sus discípulos, situando su aval «en mi sangre, que es [será] derramada» no «con mi sangre que estáis bebiendo en el cáliz».         
Al afirmar que la equivalencia eucarística católica es pagana estamos obligados a abrir un brevísimo paréntesis aclaratorio para poner sobre el tapete varios datos históricos. El rito eucarístico, en sus diversas formas, es uno de los más viejos actos de culto de la antigüedad y podemos encontrar an-tecedentes claros del sacramento cristiano en diversos cultos egipcios, persas, hindúes y también griegos.                      
Entre los hierofantes helenos —reveladores de la ciencia sagrada y cabeza de los Iniciados en los Misterios—, la eucaristía tenía un significado parecido al que siglos después tendrá para los cristianos. Ceres (que representaba la fertilidad de la tierra, la regeneración de la vida que brota de la simiente) era simbolizada por el pan y Baco (el dios del vino y de la uva/vendimia, representante de la sabiduría y el conocimiento) lo era por el vino. De hecho Baco era un dios que estaba dentro de la categoría de los dioses solares que, en diferentes culturas, cargaban con la culpa de la humanidad y eran muertos por ello y resucitados posteriormente.
Los sacerdotes egipcios, en el culto a Isis, repartían entre los feligreses tortas de trigo sin levadura que tenían un significado parecido al de la hostia católica. El soma, la bebida sagrada que los brahmanes preparaban con el zumo fermentado de la rara planta Asclepias ácida, se correspondía con la ambrosía o néctar de los griegos y, en último término, con la eucaristía católica, puesto que, en virtud de ciertas fórmulas sagradas (manirás), el licor o soma se transustanciaba en el propio Brahmâ.
El viril o custodia (receptáculo de metal para guardar la hostia consagrada, que suele tener grabado una especie de sol radiante del que emanan rayos dorados en todas direcciones), que está en todas la iglesias cristianas, ya existía, con igual forma y función, en el culto mitraico originario de Persia. En sus ritos, el viril representaba al dios joven Mitra, como fuerza inmanente del Sol, concebido como regulador del tiempo, iluminador del mundo y agente de la vida. Tal como ya mostramos en otro capítulo, tan igual era el ritual pagano de Mitra y el supuestamente instituido por Jesús que Justino (100-165), en su I Apología, se vio forzado a defenderse, ante quienes acusaban a los cristianos de plagio, afirmando: «A imitación de lo cual [de la eucaristía], el diablo hizo lo propio con los Misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de agua en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncian ciertas palabras sobre ello.»
 Hecho este inciso, volvamos al pasaje de la última cena según el relato de Mateo. En primer lugar cabe tener presente que Jesús y sus apóstoles, como judíos cumplidores de la Ley que eran, estaban celebrando la Pascua hebrea, una comida ritual anual que conmemoraba la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y la protección que les concedió Dios ante la décima y última plaga, que supuso la matanza de todos los primogénitos de Egipto.
La cena, que debía componerse de cordero «sin defecto, macho, primal», inmolado «entre dos luces», asado —«no comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego»— y acompañado de «panes ácimos y lechugas silvestres », tal como había quedado establecido en Ex 12,3 -11, era de cumplimiento obligatorio: «Guardaréis este rito, como rito perpetuo para vosotros y para vuestros hijos. (...) Cuando os pregunten vuestros hijos "¿Qué significa para vosotros este rito?", les responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó de largo, por las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a Egipto, salvando nuestras casas"» (Ex 12,24-27).
Cada elemento de esta cena pascual tenía un simbolismo concreto para el pueblo de Israel: el cordero sacrificado rememoraba el haberse salvado del terrible juicio de Dios gracias a la exposición de su sangre; el pan ácimo (sin levadura), llamado «el pan de la aflicción», recordaba la prisa con la que tuvieron que huir de Egipto; y el sabor amargo de las hierbas silvestres representaba el desagradable período de esclavitud pasado en Egipto. Ante esta mesa y dentro de este ritual judío estuvo Jesús con sus discípulos, y ello obliga a analizar el sentido de sus palabras dentro de este contexto histórico-religioso tan concreto.                                        
Cuando Jesús, según el texto de Mateo —y el de Marcos, que le sirvió de base— ofreció el pan y el vino como si fuesen su cuerpo y su sangre derramada, ¿puede pensarse que los apóstoles tomaron esas palabras literalmente, tal como hacen los católicos en la eucaristía, y aceptaron que esos alimentos ritualizados eran de verdad su cuerpo y su sangre real? Obviamente no.                                                                             
En primer lugar porque Jesús seguía ahí, vivo, junto a ellos, con todo su cuerpo de una pieza. Segundo, porque los judíos —y todos ellos lo eran— debían guardar reglas dietéticas estrictas que prohibían, entre otras cosas, ingerir cualquier alimento que contuviese sangre.
En tercer lugar porque el propio Jesús acabó su parlamento diciendo que «no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre», es decir, dejó de hablar de «mi sangre de la alianza» y mencionó expresamente el vino que era en realidad, aplazando el siguiente brindis para después del advenimiento del «reino» —que Jesús, como ya mostramos, creía que sería de inmediato—. Y, por último, porque Jesús, según el texto que aparece solamente en Lucas—«haced esto en memoria mía»—, presentó todo el ritual eucarístico como un acto de conmemoración o recuerdo de su muerte inminente. Del texto evangélico, por tanto, no cabe extraer más sentido que el de la invitación a una conmemoración equivalente a la de la Pascua judía que estaban rememorando juntos, aunque, obviamente, destinada a recordar el momento en que el pueblo de Israel fue «liberado de la esclavitud del pecado» por obra del nazareno.
Pero no es menos cierto que en Juan se hace aparecer a Jesús diciendo: «En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,53-57). Este texto, sin embargo, resulta terriblemente sospechoso si tenemos en cuenta que contradice gravemente —hasta el absurdo— lo que se muestra de Jesús en los otros documentos neotestamentarios.
El Evangelio de Juan, como ya sabemos, fue escrito muy tardíamente por un griego cristianizado pero obviamente influenciado por la cultura religiosa pagana oriental, en la que era muy normal el ceremonial eucarístico de comer simbólicamente el cuerpo y la sangre del dios regenerador. Ni Jesús, ni ninguno de sus apóstoles, como judíos, se hubiesen atrevido jamás a hacer profesión de fe caníbal ante la muchedumbre, también judía, a la que supuestamente se dirigieron esas palabras. Resulta obvio, por tanto, que este sorprendente pasaje no puede ser más que una creación literaria absolutamente ajena al espíritu de Jesús y sus apóstoles; aunque, eso sí, fue muy bien pensada y diseñada para incitar la adhesión al nuevo culto del Jesús divinizado a las masas gentiles, habituadas a este tipo de creencias paganas.
La doctrina actualmente vigente sobre el asunto que estas mos tratando se fijó en el famoso concilio de Trento (1545-1564), en cuyos tres primeros cánones se proclamó: «Si alguno dice que en la misa no se ofrece un sacrificio real y verdadero (...) sea anatema. Si alguno dice que por las palabras "Haced esto en memoria mía" Cristo no instituyó a los apóstoles como sacerdotes, ni ordenó que los apóstoles y otros sacerdotes ofreciesen su propio cuerpo y su propia sangre, sea anatema. Si alguno dice que el sacrificio de la misa es sólo de alabanza y acción de gracias, o que es meramente una conmemoración del sacrificio consumado en la cruz pero no es propiciatorio, sea anatema.»
El papa Pío XI, en su encíclica Ad Catholici Sacerdotii (1935), reforzó el dogma de que la misa era un «sacrificio real» que tiene una «eficacia real» y afirmó que el sacerdote «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», al que «hace presente en nuestros altares» y luego «ofrece como víctima infinitamente agradable a la Divina Majestad». Pocos años después, en 1947, el papa Pío XII, en su encíclica Mediator Dei, afirmó que el sacrificio eucarístico «representa», «establece de nuevo», «renueva» y «revela» el sacrificio de la crucifixión, que es «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» y que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención».
La primera cuestión a resaltar del dogma católico es que, según la Iglesia, en cada misa, cada día del año, durante toda la historia pasada y futura, el sacerdote, que «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», le «hace presente en nuestros altares» y «él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención»; siendo tal acto «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» propiciatorio, no un mero acto conmemorativo.
Para poder contextualizar mejor el origen y desarrollo de este dogma debe recordarse el proceso histórico que hizo dar un giro total a la interpretación del llamado «Misterio del Cuerpo de Cristo». Según el teólogo católico José Antonio Carmona, «durante el primer milenio a la iglesia (local) se le llamó "verdadero cuerpo de Cristo" y a la eucaristía "cuerpo místico de Cristo", la relación del ministro era primero con el verdadero cuerpo y por medio de él con el místico. Pero al desplazarse el sacerdocio de la comunidad, gracias a su potestad sagrada, su relación con el cuerpo de Cristo se invirtió, se relacionó directamente con la eucaristía, que pasó a llamarse "verdadero cuerpo de Cristo", quedando para la Iglesia la asignación de "cuerpo místico". En esta inversión de términos influyó también la obsesión medieval por el "milagro eucarístico", por la presencia real de Cristo en la eucaristía, que llevó a la teología a "cosificar" el sacramento eucarístico, al que despojó de su contenido simbólico y eclesial; y al cosificar la eucaristía, hizo lo propio con el "sacerdocio" dando muchas veces al sacerdote una potestad "casi mágica" con un olvido total del sentido comunitario».
Este «poder» o «potestad casi mágica» que se arrogan los sacerdotes para invocar a voluntad la supuesta presencia de Jesús-Cristo en el altar no deja de ser una presunción vana, prepotente y carente de cualquier fundamento evangélico. Para analizar la cuestión del proclamado sacrificio diario de Cristo bastará leer el Nuevo Testamento para darse cuenta de que falsea absolutamente el sentido de las Escrituras.
En la Epístola a los Hebreos se afirma con rotundidad: «Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice [se refiere a Cristo], santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos; que no necesita, como los pontífices, ofrecer cada día víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo, pues esto lo hizo una sola vez ofreciéndose a sí mismo.» Es evidente que bastó con ofrecerse a sí mismo «una sola vez», no a diario, tal como proclama necesario la Iglesia católica.
Unos pocos versículos más adelante podemos leer: «Todo sacerdote está cada día en pie oficiando y ofreciendo a menudo los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados. Mas éste, después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores, se sentó "a la derecha de Dios" (...) Así, con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados. De esto es también testigo el Espíritu Santo, porque después de decir, "He aquí la alianza que pactaré con ellos después de aquellos días", dice el Señor: "Pondré mis leyes en su corazón, y en su mente las grabaré; y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya." Ahora bien, donde hay absolución de estas cosas ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado» (Heb 10,11-18).
El sentido de los versículos de Heb 10,11-18 es único e inconfundible: Jesús-Cristo «después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores» se sentó junto a Dios y dio por acabado su sacrificio ya que «con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados» y «ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado». Si la palabra inspirada de Dios —que eso afirma la Iglesia que son todos los textos de la Biblia— es categórica al anunciar que hubo un único y definitivo acto sacrificial de Jesús y que ya no hace falta ninguno más para poder expiar el pecado, ¿qué fundamento puede tener la doctrina católica oficial de que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención» ? La respuesta es clara: carece de todo fundamento lícito ya que el dogma católico contradice y pervierte lo que se proclamó en el Nuevo Testamento.
Encadenar al Jesús-Cristo a una función que las propias Escrituras declararon proscrita e inútil, sólo puede tener sentido bajo dos consideraciones: una relacionada con la coherencia mítica y la otra con la rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control.
La coherencia mítica implica que, al igual que el modelo pagano del dios solar joven que, como ya mostramos, aportó los elementos legendarios que transformaron a Jesús en Jesús-Cristo, éste debe sacrificarse a sí mismo a diario para, con su sangre y su cuerpo, renovar la vida del mundo. Los rituales centrales de muchos cultos a dioses paganos anteriores a Cristo tenían la misma función y estructura, por lo que resulta coherente que los gentiles cristianizados, tras siglos de prácticas paganas, acabaran por añadir también esta dinámica ritual al dios que pasó a representar los mitos «de siempre»; de hecho debió de resultar muy natural el superponerla de modo progresivo a ritos cristianos primitivos, como la reunión de los correligionarios en la «cena del Señor» que tanto postuló y defendió san Pablo.
La búsqueda de la máxima rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control social, primordial en cualquier estructura religiosa, encontró sin duda un eficaz instrumento cuando la Iglesia católica medieval elaboró la doctrina de la transustantación. Presentarse, ante las masas de creyentes ignorantes congregados en los templos, como capaz de convocar a voluntad la presencia material de la sustancia del «hijo de Dios», puso en manos de los sacerdotes un poder tan fascinante como rentable económicamente.
A propósito de la doctrina católica que presenta la misa como un sacrificio propiciatorio, cosa absurda según lo ya visto, añadiremos un razonamiento de Tony Coffey, autor cristiano que, desde su fe y su sentido común, afirma: «La palabra "propiciación" significa "satisfacción", y se refiere al sacrificio de Jesús satisfaciendo la justicia divina de Dios. La prueba de que el Padre aceptó el sacrificio de Jesús es el hecho de que el Padre lo levantó de entre los muertos y lo sentó a su propia diestra. Ahora que nuestros pecados han sido perdonados por el sacrificio de Jesús, ¿cuál sería el propósito de realizar un sacrificio continuo? Una vez se paga el rescate y se liberan los rehenes, no hay que pagar el rescate continuamente. La consecuencia de creer que el sacrificio de Cristo es una ofrenda continua es devastadora, porque socava lo que logró la muerte de Jesús aquel Viernes Santo. No podemos creer que Jesús obtuvo nuestro perdón completo por medio ' del sacrificio de Sí mismo y al mismo tiempo creer que la misa es una ofrenda continua de ese sacrificio. Las dos perspectivas se contradicen.»                                             
Pero ésta no es, ni mucho menos, la única o última contradicción. Dado que el Nuevo Testamento —como el resto de la Biblia— está repleto de interpolaciones —textos añadidos durante los cuatro primeros siglos, que asientan dichos y hechos de Jesús absolutamente inventados, con la intención de fundamentar las nuevas creencias cristianas que fueron elaborándose poco a poco—, no debe extrañar el leer a un Je-sús que hace, dice o promete cosas incompatibles entre sí.
Así, por ejemplo, podemos ver cuán diferente es la despedida que se atribuye al Jesús de Mateo y la del de Juan. El Jesús de Mt 28,20 aparece afirmando: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo», un suceso que el nazareno esperaba de inmediato, aunque evidentemente se equivocó, pero cuyo ambiguo anuncio es aprovechado por la Iglesia para justificar la presencia aquí y ahora de Jesús-Cristo en sus misas.                                                            
Pero el Jesús de Jn 14,15-26, por el contrario, afirmó, durante la cena pascual: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros. (...) Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho.» La frase es rotunda: Jesús afirma que ya no permanecerá más en este mundo, pero que rogará al Padre para que mande a otro en su lugar que sí estará aquí para siempre, y ese enviado será el «Espíritu de verdad», ¡no él!
Y para que no quede duda alguna a este respecto, el Jesús de Juan, en unos versículos posteriores, proclama con fuerza: «Pero os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré. Y en viniendo éste, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (Jn 16,7-15).
Cuando Jesús afirma «os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré», o «porque voy al Padre y no me veréis más» o «cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa (...) os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer», ¿qué está diciendo? ¿Que se presentará todos los días a la misa, tal como obliga a creer la Iglesia católica? Es evidente que no. Jesús insiste en que su marcha defini-tiva es un hecho y una necesidad y que sólo el «Espíritu de verdad» ocupará su lugar y su función de magisterio. ¿Podría alguien contarnos cómo demonios Amalrio de Metz y Pascasio Radberto, los autores de la doctrina católica de la transus-tantación, en el siglo IX, pudieron convencer a Jesús para que se desdijera totalmente, desautorizando a san Juan, y aceptara comparecer físicamente en todas y cada una de las eucaristías del mundo?
La única posibilidad neotestamentaria que se nos ocurre para que Jesús pueda estar físicamente en la misa sería que la Iglesia católica declarara el Evangelio de Juan como absolutamente falso... pero entonces se desmontarían todos los dogmas construidos sobre este muy peculiar evangelio del «apóstol Juan» que, como ya sabemos, no fue escrito por él. «Jesús no era sacerdote y no pertenecía a la tribu de Leví — sostiene Schreurs, desde un planteo teológico católico crítico —; al contrario, se opuso al culto en el templo y a la clase sacerdotal, que existía en su época, hasta el día de su muerte. Sus sufrimientos y su muerte ignominiosa parecen ser en principio un completo fracaso en lugar de la proclamación del futuro reino de Dios. Pero a la luz de la Pascua, sus seguidores, como probablemente Jesús mismo, llegaron a hablar de su muerte como una donación de sí mismo "ofrecido por la multitud". Este sacrificio es aceptado por Dios. Su resurrección proclamó el final de cualquier servicio sacrificial posterior. (...) Cuando en las asambleas de la Iglesia primitiva se celebraba la comida eucarística, se conmemoraba el sacrificio de Jesús como la mediación de la salvación escatológica. Jesús mismo es el mediador entre Dios y la comunidad.
»La carta a los Hebreos — prosigue Schreurs — contiene una descripción detallada sobre la mediación única de Jesús y declara que el sacerdocio del servicio al templo es superfluo y ha sido superado a causa de este acto supremo sacrificial de Jesucristo. Porque Jesús es el único sacerdote, el que se ofrece y es ofrecido al tiempo, la distancia entre Dios y el hombre, entre lo sagrado y lo profano, es acortada intrínsecamente a pesar del pecado (Heb 10,19; cf. Rom 3,25). Ya no es necesaria la mediación para llegar a Dios. A la Iglesia, por lo tanto, como cuerpo de Cristo, se le puede llamar desde entonces, pueblo sacerdotal (I Pe 2,1-10; Ap 1,6). La palabra griega para sacerdote es (archi)hiereus: y este término fue reservado de forma consecuente en el Nuevo Testamento, al mismo Jesús y a la comunidad cristiana entera.»
Demasiadas cosas fundamentales carecen de sentido en una religión como la católica en la que, tal como ya hemos mostrado, sus propias Sagradas Escrituras evidencian que Jesús no fundó la Iglesia y prohibió expresamente el clero profesional, que las iglesias no son la casa de Dios y que Jesús-Cristo ni puede hacerse presente en la eucaristía ni tiene nada que ver con la misa.
De hecho, si tomamos al pie de la letra — tal como los creyentes hacen con todo lo que se dice en las Escrituras — lo que afirmó Jesús, hasta nos resultará imposible encontrar a un solo creyente verdadero entre toda la cristiandad. El Jesús que se apareció a los once, según el relato de Mc 16,15-18, dio esta clave tan fundamental como olvidada: «Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará. A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nue-vas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien.»
¿Existe algún papa, obispo, sacerdote o simple creyente que sea capaz de demostrar positivamente la señal que debe acompañar a los creyentes en Jesús, según la definió él mismo? ¿Puede alguno de ellos expulsar demonios (¿¡¡¡!!!?), hablar lenguas que no ha estudiado, coger con sus manos una cobra o una simple víbora, beberse un cubalibre de cianuro y curar un cáncer o una vulgar migraña por imposición de manos? ¿Será que no existe actualmente ni un solo creyente en el Jesús de los Evangelios ?                                            
Quienes se amparan en las Sagradas Escrituras para justificar sus intereses de poder y control social, no tienen excusa alguna para tomar en sentido literal los versículos que favorecen sus intenciones y olvidar—o interpretar en «sentido figurado»— decenas de otros textos que, como éste, les dejan en evidencia.                                                                    
Si Jesús entrase en una iglesia católica, quizá no tendría suficiente con el látigo que se vio forzado a emplear, según el pasaje de Jn 2,15, para expulsar a todos los mercaderes del templo.                                                                           

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