En 1680, un buque que hacía la travesía a las Indias Orientales, mandado por el capitán holandés Hendrik van der Decken, navegaba desde Amsterdam hacia la colonia de Batavia, en las Indias Orientales. El capitán, hábil marino aventurero y fanfarrón que gozaba de mala reputación y pocos escrúpulos, había sido elegido por su experiencia para el mando de la nave. Todo parecía ir bien, pero cuando llegaron cerca del cabo de Buena Esperanza, un repentino temporal les sorprendió, haciendo jirones las velas y destrozando el timón. Los días pasaban y el barco era zarandeado a la altura del cabo, incapaz de avanzar frente al viento que soplaba en dirección sudeste. Según la leyenda, Van der Decken se enfureció cada vez más al ver que ninguna e sus habilidades y conocimientos de navegación le servían para bordear el cabo.
Los pasajeros, aterrorizados, rogaron a Van der Decken que se refugiara en un puerto seguro o que, por lo menos, arriara velas a intentara capear el temporal, pero el enloquecido capitán se rió de sus súplicas y, atándose al timón, comenzó a cantar canciones sacrílegas. Frenético, lanzó un espantoso juramento, gritando potentemente sobre el estruendo de la tempestad:
“Desafío al poder de Dios a detener el curso de mi destino y mi resuelta carrera. Ni el mismo diablo despertará mi temor aunque tenga que surcar los mares hasta el día del juicio”.
La tripulación también se alarmó por la conducta de su capitán e intentó hacerse con el control de la nave, pero el intento de motín fue sofocado cuando Van der Decken arrojó a su líder por la borda, mientras los aterrorizados pasajeros y la tripulación se encomendaban a Dios. En respuesta a sus plegarias las nubes se abrieron y una luz incandescente iluminó el castillo de proa a la vez que surgía una figura gloriosa que, según algunos, era el Espíritu Santo, mientras otros dijeron que era Dios. La figura se enfrentó con Van der Decken y le condenó a recorrer el océano eternamente, “hasta que las trompetas de Dios rasgasen los cielos”, siempre en medio de una tempestad, y provocando la muerte de todos aquellos que le vieran. Su único alimento sería hierro al rojo vivo, su única bebida la hiel, y su única compañía el grumete, a quien le crecerían cuernos en la cabeza y tendría las fauces de un tigre y la piel de una lija. Sin embargo, con estas palabras la visión desapareció, y con ella todos los pasajeros y tripulantes. Van der Decken y el grumete quedaron abandonados a su destino.
Los pasajeros, aterrorizados, rogaron a Van der Decken que se refugiara en un puerto seguro o que, por lo menos, arriara velas a intentara capear el temporal, pero el enloquecido capitán se rió de sus súplicas y, atándose al timón, comenzó a cantar canciones sacrílegas. Frenético, lanzó un espantoso juramento, gritando potentemente sobre el estruendo de la tempestad:
“Desafío al poder de Dios a detener el curso de mi destino y mi resuelta carrera. Ni el mismo diablo despertará mi temor aunque tenga que surcar los mares hasta el día del juicio”.
La tripulación también se alarmó por la conducta de su capitán e intentó hacerse con el control de la nave, pero el intento de motín fue sofocado cuando Van der Decken arrojó a su líder por la borda, mientras los aterrorizados pasajeros y la tripulación se encomendaban a Dios. En respuesta a sus plegarias las nubes se abrieron y una luz incandescente iluminó el castillo de proa a la vez que surgía una figura gloriosa que, según algunos, era el Espíritu Santo, mientras otros dijeron que era Dios. La figura se enfrentó con Van der Decken y le condenó a recorrer el océano eternamente, “hasta que las trompetas de Dios rasgasen los cielos”, siempre en medio de una tempestad, y provocando la muerte de todos aquellos que le vieran. Su único alimento sería hierro al rojo vivo, su única bebida la hiel, y su única compañía el grumete, a quien le crecerían cuernos en la cabeza y tendría las fauces de un tigre y la piel de una lija. Sin embargo, con estas palabras la visión desapareció, y con ella todos los pasajeros y tripulantes. Van der Decken y el grumete quedaron abandonados a su destino.
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