El Credo, una profesión de fe que el propio Jesús rechazaría
El Credo, profesión de fe básica del cristianismo, no fue elaborado por Jesús ni tampoco por sus discípulos. La fórmula más antigua conocida, el Symbolum breve, procede de los años 150-180 y decía: «[Creo] en el Padre omnipotente; y en Jesús Cristo, Salvador nuestro; y en el Espíritu Santo Protector, en la santa Iglesia, y en la remisión de los pecados»; estas cinco creencias básicas le eran expuestas a todo candidato al bautismo para que las aceptara formalmente.
Será oportuno hacer una consideración previa acerca del propio concepto que subyace detrás de la palabra «credo». Tal como lo conocemos, el Credo es una profesión de fe que implica creer en los artículos que proclama sin razonarlos, pero, en su origen, el contenido básico del texto estaba recogido bajo el concepto de pisteyo, que significa «formarse una opinión acerca de», es decir, todo lo contrario de lo que promueve la fe. Mientras pisteyo implicaba formarse una opinión mediante la razón (el trabajo intelectual de comprensión) y la comunicación experiencial que se derivaba de los símbolos enunciados en un contexto cultural y cultual determinado, credo —su «traducción» latina— fuerza a creer acrí-ticamente y al pie de la letra (eso es sin comunicación experiencial) el texto ofertado.
Con el paso del tiempo y la intervención de diferentes teólogos, el símbolo inicial fue ampliándose progresivamente con la inclusión de nuevos artículos (hasta los doce actuales). En este proceso fueron clave las luchas teológicas previas a la definición y proclamación de la divinidad de Jesús —un cuadro que ya dibujamos en el capítulo 6—, puesto que este texto acabó siendo, precisamente, el resumen de la ortodoxia doctrinal que resultó ganadora, por votación mayoritaria de los obispos, en el concilio de Nicea (325).
De hecho, el nombre de Symbolum Apostolorum (Símbolo de los Apóstoles) no apareció hasta alrededor del año 400, no se confeccionó una versión completa del Credo hasta el siglo V, y no fue hasta el siglo X cuando, por mandato del emperador Otón el Grande, se introdujo en Roma como símbolo del bautismo, sustituyendo entonces al credo niceno-constantinopolitano.
El Credo aprobado en el concilio de Nicea y luego reformado en el de Constantinopla (381) había incluido elementos específicos que le hacían distinto de los textos que le precedieron y, en aspectos importantes, también del que ha llegado hasta hoy. Después de grandes discusiones, en ambos concilios, el Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum quedó fijado en el texto que sigue:
«Creemos [Creo] en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Y en un solo Señor Jesús Cristo, Hijo de Dios, nacido del Padre [Hijo unigénito de Dios. Y nacido del Padre] antes de todos los siglos. [Dios de Dios, luz de luz], Dios verdadero de Dios verdadero. Nacido [Engendrado], no creado, consustancial con el Padre, por quien todo fue hecho. Que por causa de los hombres y de nuestra salvación [por causa de nuestra salvación] descendió del cielo. Y fue encarnado por el Espíritu Santo en María Virgen y hecho hombre. Fue crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato [padeció] y fue sepultado. Y resucitó al tercer día [según las Escrituras], ascendió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre, y vendrá de nuevo con exaltación a juzgar a vivos y muertos: cuyo reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre [que procede del Padre y del Hijo], que es adorado y glorificado juntamente con el Padre y el Hijo, el cual habló por los santos Profetas [por los Profetas]. Y en una Iglesia santa católica y apostólica. Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados. Esperamos [Y espero] la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.»
La Iglesia católica defiende su Catecismo empleando una cita procedente de san Cirilo de Jerusalén: «Esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas, sino que de toda la Escritura ha sido recogido lo que hay en ella de más importante, para dar en su integridad la única enseñanza de la fe. Y como el grano de mostaza contiene en un grano muy pequeño gran número de ramas, de igual modo este resumen de la fe encierra en pocas palabras todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento», pero lo cierto es que el Credo fuerza en muchos aspectos el sentido de las Escrituras y obliga a creer en algunos artículos de fe que no tienen la menor base neotestamen-taria.
Por otra parte, la afirmación anterior de que «esta síntesis de la fe no ha sido hecha según las opiniones humanas», queda muy pronto en entredicho si nos tomamos el trabajo de comparar, por ejemplo, el texto inicial del Symbolum breve y el del primitivo Symboli Apostolici —que reproduciremos en la página siguiente—, con los artículos de fe que aparecen en el ya muy elaborado Symbolum Nicaeno-Constantinopoli-tanum, y con los del Credo de la Iglesia católica actual. Salta a la vista que los diferentes intereses personales y doctrinales que, durante los primeros siglos, lucharon por hacerse con el control de la Iglesia, fueron dejando su huella en las sucesivas elaboraciones del texto del Credo católico. A continuación señalaremos algunas de las notables diferencias que existen entre los diversos Symbolum.
Si confrontamos estos dos textos y el Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum, veremos que aparecen diferencias de concepto y añadidos de bulto en la versión del Credo reformado que está actualmente vigente en la Iglesia católica.
Hemos remarcado en cursiva los conceptos relevantes que han desaparecido de los textos más antiguos y/o que han sido añadidos con posterioridad.
Una primera traición al espíritu original del texto de la declaración tuvo lugar cuando se tradujo como omnipotens (todopoderoso) el atributo divino que en el texto griego original figuraba como pantokrátor (dominador de todo), que implica una diferencia abismal en la concepción de la figura de Dios.
Tal como afirma el gran teólogo católico Hans Küng, pantokrátor «no expresa ante todo el poder creador de Dios, sino su superioridad y su inmenso poder operativo, al que no se opone ningún principio, de género numinoso o político, ajeno a él. En la traducción griega de la Biblia hebrea se utiliza esta palabra para trasponer el término hebreo Sabaoth ("Dios de los ejércitos"), mas en el Nuevo Testamento —salvo en el Apocalipsis (y en un pasaje de Pablo)— esto llama la atención, se evita su empleo. Pero después, en la patrística, ese atributo divino pasó a ser expresión de la exigencia de universalidad del cristianismo en nombre del
Dios único, y en la Escolástica se convirtió en objeto de muchas especulaciones sobre lo que Dios puede y (por ser en sí imposible) no puede.
»Cuando se siguen proclamando constituciones de Estados modernos "en nombre de Dios todopoderoso", no sólo encuentra así una legitimación el poder político sino que al mismo tiempo se fija un límite a la absolutización del poder humano. Sólo una fe razonada en Dios es una respuesta, con fundamento último, al "complejo de Dios" (Horst Eberhard Richter), al delirio de omnipotencia del hombre. Por otra parte, en el credo (y en muchas plegarias oficiales) podrían anteponerse al predicado "todopoderoso", tomando como fuente el Nuevo Testamento, otros atributos más frecuentes y más "cristianos": Dios "sumamente bondadoso" o también (como en el Corán) "sumamente misericordioso". O simplemente "Dios amoroso", como expresión de lo que, desde un punto de vista cristiano, es seguramente la descripción más profunda de Dios: "Dios es amor" (I Jn 4,8-16)».
Según el Symboli Apostolici y Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum, el Señor «nació... en María Virgen» o fue «engendrado», «encarnado», «hecho hombre» en ella, por obra del Espíritu Santo, claro está, pero la Iglesia católica movió el agua hacia su molino de culto mariano cuando añadió al Credo términos nuevos como el de ser «concebido» —muy diferente al de encarnarse— y «gracia» (don de Dios), hizo «Santa» a la Virgen y eliminó la referencia a la humanidad de Jesús para connotar indirectamente su divinidad.
Tanto en el Symboli Apostolici como en el símbolo de Nicea/Constantinopla no se dijo más que Jesús fue «crucificado bajo Poncio Pilato y sepultado», resucitando «al tercer día [según las Escrituras]», pero la Iglesia católica posterior, consciente de las muchas contradicciones de las Escrituras en este episodio —como ya demostramos sobradamente en el capítulo-5—, quiso reforzar su presunción dogmática añadiendo las palabras «padeció» (para magnificar con la crueldad del dolor su sacrificio), «poder» (para magnificar la injusticia y la responsabilidad deicida de romanos y judíos asociados) y «muerto» (colocándola entre crucificado y sepultado, ¿para dar fe de su muerte real ante los escépticos?); sacándose de la manga un «descendió a los infiernos» que no se fundamenta absolutamente en nada, ni en las Escrituras ni en ningún Credo primitivo; y haciéndole resucitar «de entre los muertos», que era un matiz ausente del documento conciliar original.
Acerca del descenso a los infiernos de Jesús, el teólogo católico Hans Küng comenta que «la falta de una base bíblica clara es, sin duda alguna, la razón principal de la ambigüedad, que persiste hasta hoy, de este artículo de la fe. En núes-tros días esto se ha vuelto a ver claramente en el hecho de que las Iglesias católica y evangélica de Alemania, de manera oficial y sin dar mayor importancia a la cosa, han cambiado to-talmente la traducción del descendit ad inferos en la nueva versión ecuménica del credo. Antes se decía "descendió a los infiernos", y ahora, "descendió al reino de la muerte". ¿Una traducción mejor, y nada más? No, en absoluto. Antes bien, un oscurecimiento tácito del sentido. Pues mediante esta reinterpretación el artículo adquiere un doble sentido que, por otra parte, ya iba unido desde la Edad Media a esta fórmula de fe».
La afirmación del Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum —inspirada por el espíritu divino— acerca de que después del juicio final de Jesucristo llegará un tiempo «cuyo reino no tendrá fin», dejó de ser aceptada por la propia Iglesia católica —a pesar de ser una declaración que figura en el Nuevo Testamento—, con lo que nos privó para siempre de tan prometedora circunstancia.
De la misma manera —debido quizás a un inadvertido arranque de sinceridad— la Iglesia suprimió también del Credo niceno-constantinopolitano el adjetivo de «apostólica» y se quedó en «Santa Iglesia católica» cosa razonable ya que ésta no sigue a los apóstoles de Jesús y sus escritos sino a sí misma, eso es a la propia doctrina que han construido con el paso del tiempo los doctores católicos; por eso añade la exigencia de creer en la «comunión de los Santos», qué son sabios varones que han hecho decir a las Escrituras todo aquello que jamás constó en ellas.
En el Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum se dijo «Confesamos un bautismo para la remisión de los pecados», es decir, que sólo el bautismo es la vía para lograr el perdón, que es el sentido que se desprende con claridad del Nuevo Testamento, pero la Iglesia católica posterior, que impuso el sacramento —falaz, por no evangélico— de la confesión/penitencia como único camino para lograr el perdón divino, actuó de forma taimada al convertir la fórmula original en la obligación de creer en «el perdón de los pecados», que es tanto como garantizar la eficacia y necesidad de la penitencia católica (que no cristiana). Con un sencillo juego de palabras se pasó de la defensa de la función básica del sacramento evangélico fundamental, el bautismo, a la obligación de acatar un pseudosacramento malicioso y de configuración muy tardía.
Por último, lo que en el Symboli Apostolici fue resurrección de «la carne» a secas, sin promesa de «vida eterna», pasó a convertirse en resurrección de «los muertos» —que en el contexto cultural de esos días significaba algo muy distinto—, y la creencia que el Espíritu Santo inspiró en el Symbolum Nicaeno-Constantinopolitanum a propósito de estar abiertos a «la vida del mundo futuro», circunstancia que debía darse con el advenimiento del «reino de Dios» en la tierra —un futuro esperado como «inmediato» tanto por Jesús como por el cristianismo primitivo—, fue drásticamente modificada por la Iglesia católica, debido a su evidente falta de cumplimiento hasta el día de hoy, y convertida en esperanza de una «vida eterna», que no compromete plazo de cumplimiento, hace referencia a una resurrección mucho más etérea y anima a enfrentar la muerte con idéntico optimismo.
En resumen, que según lo que sabemos del pensamiento y de las obras de Jesús de Nazaret a través de los Evangelios, lo más destacable del Credo católico es que el propio Jesús no suscribiría más que el primer párrafo y rechazaría por apócrifo el resto; cosa normal, por otra parte, si tenemos en cuenta que el mesías judío nunca fue, ni quiso ser, católico.
1 comentario:
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