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domingo, 10 de julio de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXIII

 La Iglesia falseó el Decálogo bíblico, eliminando el, segundo
mandamiento, que prohibe la idolatría, para rentabilizar el culto
a las imágenes de Jesús, la Virgen y los santos

                                            
El segundo mandamiento del Decálogo bíblico, dice: «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas abajo de la tierra. No las adorarás ni les darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Dt 5,8-10), y otro tanto se proscribe en Ex 20,4-6. Y en más de treinta pasajes de las Escrituras se presenta a Dios prohibiendo expresamente el culto a las imágenes.
En los Salmos se es categórico cuando se afirma que «Está nuestro Dios en los cielos, y puede hacer cuanto quiere. Sus ídolos [los de los gentiles] son plata y oro, obra de la mano de los hombres; tienen boca, y no hablan; ojos, y no ven; orejas, y no oyen; narices, y no huelen; sus manos no palpan, sus pies no andan; no sale de su garganta un murmullo. Semejantes a ellos serán los que los hacen y todos los que en ellos confían» (Sal 115,3-8). Y el profeta Jeremías no fue menos explícito al decir que «Todos [los seres divinos representados por imágenes] a una son estúpidos y necios, doctrina de vanidades, (son) un leño; plata laminada venida de Tarsis, oro de Ofir, obra de escultor y de orfebre, vestida de púrpura y jacinto; obra de diestros (artífices) son ellos» (Jer 10,8-9).
San Pablo, cuando se dirigió a los atenienses, fervientes practicantes del culto a las imágenes de divinidades, no sólo les advirtió de que «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre» (Act 17,24) sino que añadió: «Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad es semejante al oro, o la plata, o a la piedra, obra del arte y del pensamiento humano. Dios, disimulando los tiempos de la ignorancia, intima ahora en todas partes a los hombres que todos se arrepientan...» (Act 17,29-30). Con un lenguaje más familiar, san Juan vendrá a decir lo mismo: «Hijitos guardaros de los ídolos» (I Jn 5,21).
¿Hace falta recordar que la imaginería religiosa católica es la muestra artística fundamental de Occidente? ¿O que todas las iglesias están repletas de imágenes y estatuas de seres divinos? ¿O que el culto popular a las imágenes religiosas es el hecho más común y conocido de la cultura católica? ¿O que el culto a la Virgen es la base sobre la que pivotan las fiestas populares de todos los pueblos de tradición católica? ¿O que sacar en procesión las imágenes de Cristo, la Virgen o los santos es un rito tan arraigado que no deja duda alguna acerca de su vigencia y significado aún en nuestros días? Hoy, tal como viene sucediendo desde hace siglos, nadie, absolutamente nadie, puede imaginarse a la religión católica si no es patrocinando a miríadas de imágenes dichas sagradas.
Pero lo fundamental de la cuestión es que los propios redactores de la Biblia catalogaron las prácticas de dar culto a imágenes como «necedad», «vanidad» e «ignorancia» y el propio Dios en el que creen los católicos las prohibió terminantemente en su segundo mandamiento... ese que, como ya hemos visto, eliminó la Iglesia católica sin pudor alguno.
Ante la evidencia crítica que aportan las mismísimas Escrituras en contra de la práctica católica de dar culto a las imágenes, será oportuno acudir al magisterio de la Iglesia para conocer su versión al respecto. Así que leemos el autorizado criterio del Catecismo de la Iglesia Católica:
«Fundándose en el misterio del Verbo encarnado, el VII Concilio Ecuménico (celebrado en Nicea el año 787), justificó contra los iconoclastas el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo, pero también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de todos los santos. El Hijo de Dios, al encarnarse, inauguró una nueva "economía" de las imágenes. El culto cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos. En efecto, "el honor dado a una imagen se remonta al modelo original" (san Basilio, spir. 18,45), "el que venera una imagen, venera en ella la persona que en ella está representada" (Cc. de Nicea II: DS 601; cf Cc. de Trento: DS 1821-1825; Cc. Vaticano II: SC 126; LG 67). El honor tributado a las imágenes sagradas es una "veneración respetuosa", no una adoración, que sólo corresponde a Dios: El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen (santo Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 81,3, ad 3).»
Tras leer varias veces esta católica e inspirada opinión, queda absolutamente claro que nada de lo que se dice en ella tiene la más mínima entidad para hacer variar o aminorar ni un ápice la prohibición de las Escrituras de dar culto a imágenes; al menos si pensamos que la palabra de Dios, que se supone es toda la Biblia, tiene —o debería tener— un rango su- perior a la palabra de unos cuantos obispos reunidos para elaborar doctrina (y a los que la Iglesia pone por encima de Dios sin el menor recato). Así que, como mínimo, la Iglesia católica es formalmente idólatra.
Decimos formalmente idólatra porque dada la endiablada sutileza de la teología católica nada es exactamente aquello que parece. Aunque los actos formales de la religiosidad popular católica —y los de bastantes sacerdotes— puedan ser considerados como manifestaciones objetivas de adoración a la Virgen o a los santos, la doctrina oficial, tal como hemos visto dos párrafos más arriba, califica estos actos como de «veneración» y no de «adoración». La Iglesia sitúa a la Virgen en el lugar más elevado del panteón de los santos y por eso la hace acreedora del más alto honor en forma de veneración.                                                                     
Desde la doctrina oficial, por tanto, no se cae, en este punto, en la idolatría, pero basta preguntar a párrocos y fieles católicos practicantes acerca de si hay que «adorar» a la Virgen de manera diferente o inferior a como ellos adoran a Cristo o a Dios para obtener una misma respuesta en la mayoría de los casos: ¡no!
La Iglesia católica —que conoce esto perfectamente y no se toma la menor molestia para aclarar a su grey la sutil diferencia que separa la veneración de la adoración— necesita del poder sugestivo de las imágenes para seguir obteniendo los muchísimos ingresos económicos que la adoración de estatuas le reporta. Y no olvidemos tampoco un proceso público y evidente que, en los últimos años, ha llevado a muchos teólogos católicos a denunciar la papalatría generada —por obra del Opus Dei, principalmente— alrededor del actual papa Juan Pablo II. Así que, aunque la Iglesia católica no sea idólatra formalmente, sí lo es en la práctica.
Si recordamos el proceso histórico —político-social antes que religioso— que condujo hasta la formación de la Iglesia católica en el seno del Imperio romano, quizá comprenderemos mejor el camino que llevó a la antiquísima práctica pagana de la adoración de imágenes hasta el corazón de esta versión del cristianismo. Karlheinz Deschner nos da una pequeña pista del asunto cuando, refiriéndose al emperador Constantino, escribe: «En estas épocas en que incluso ciertos individuos particulares adquirían categoría de semidioses, al emperador se le reconocía naturaleza (casi) divina, como lo indica la ceremonia de la "proskynesis": los que comparecían a su presencia se arrojaban al suelo, de cara a tierra. Estas modas fueron introducidas por los emperadores paganos antes de Nerón, que ostentó los títulos de caesar, divus y soter, osea, emperador, dios y salvador; Augusto se hizo llamar mesías, salvador e hijo de Dios, lo mismo que César y Octaviano, libertadores del mundo. Este culto al soberano ejerció una profunda influencia que se refleja en el Nuevo Testamento, con la divinización de la figura de Cristo. La Iglesia prohibía rendir culto al emperador, pero asumió todos los ritos del mismo, incluyendo la genuflexión y la adoración de las imágenes; recordemos que la figura laureada del emperador recibía culto popular con cirios e incienso.»
Hoy, cuando uno entra en un templo católico y se queda observando a los feligreses —cosa que este autor hace con frecuencia en todas las ciudades del mundo que visita—, se da perfecta cuenta de hasta qué punto la Iglesia se ha olvidado de aquello que dejó escrito su gran teólogo Orígenes: «Si entendemos lo que es la oración acaso no debiéramos orar a nadie nacido (de mujer), ni siquiera al mismo Cristo, sino sólo al Dios y Padre de Todo.»
Pero cuando enriquecemos nuestro espíritu contemplando la extraordinaria belleza artística y riqueza conceptual del arte católico, no puede dejar de sorprendernos el encontrar con frecuencia escenas pictóricas en las que aparece la supuesta imagen humanizada del propio Dios. Desde el espectacular Dios creando el mundo, pintado por Miguel Ángel, en 1508, en la Capilla Sixtina, hasta los modestos murales pintados por artistas anónimos en las parroquias de barrio actuales, son infinitas las imágenes que representan al Dios Padre, al Dios Hijo y al Espíritu Santo, así como también a los ángeles y arcángeles más notables.
Por mucho que se quiera disimular lo obvio, esta muestra de iconografía divina vulnera absolutamente la prohibición del segundo mandamiento del Decálogo cuando ordena: «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos...» Es evidente que la normativa que la propia Iglesia católica fija en el párrafo 2.079 de su Catecismo —«transgredir un mandamiento es quebrantar toda la Ley»— no reza para ella misma. La Iglesia católica goza de patente de corso para poder pecar contra Dios vulnerando su Ley... no en balde es ella misma quien ha secuestrado en supuesta exclusiva la prerrogativa de perdonar cualquier pecado.
El profeta Jeremías se refirió a las costumbres idólatras de los gentiles —que adoraban con dignidad y fe legítima a sus dioses, representados en imágenes— tachándolas de vanidad pues «leños cortados en el bosque, obra de las manos del artífice con la azuela, se decoran con plata y oro, y los sujetan a martillazos con clavos para que no se muevan. Son como espantajos de melonar, y no hablan; hay que llevarlos, porque no andan; no les tengáis miedo, pues no pueden haceros mal, ni tampoco bien» (Jer 10,3-5).                    
Fue el santo varón Jeremías, inspirado por Dios, no algún ateo masón, quien, desde la propia Biblia, calificó a las imágenes religiosas como «espantajos de melonar» y advirtió acerca de su inutilidad —«no pueden haceros mal, ni tampoco bien»—, así que no seremos nosotros quienes nos atrevamos a desautorizar tan alta y cualificada opinión.

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