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domingo, 17 de julio de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXIV

El Dios de la Biblia no dijo «ve a misa los domingos»
sino «descansa los sábados»


Allí dónde el Decálogo bíblico ordena: «Guarda el sábado, para santificarlo, como te lo ha mandado Yavé, tu Dios. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno (...) y por eso Yavé, tu Dios, te manda guardar el sábado» (Dt 5,12-15), la Iglesia católica fijó: «Santificarás las fiestas.» ¿Son equivalentes ambos mandamientos, tal como la Iglesia fuerza a creer? Obviamente no; ni lo son en su forma, ni en su espíritu doctrinal, ni mucho menos en sus consecuencias prácticas y rituales.
En la Biblia se hace aparecer a Dios ordenando que el sábado fuese un día de descanso, de no trabajo, para santificarlo, eso es una jornada en la que no debía hacerse nada productivo bajo ninguna excusa. La implantación del descanso sabatino entre los hebreos fue un proceso histórico gradual que contó con diferentes hitos importantes. El profeta Ezequiel, que comenzó su labor hacia el año 593 a.C., cuando los hebreos ya llevaban cinco años de cautiverio, fue el primero que habló de la celebración del sábado mediante sacrificios especiales (Ez 46,l-5) y, en opinión de los historiadores, tal cosa «revela la importancia adquirida por la práctica del descanso semanal en la comunidad exiliada, que debió de encontrar en esta institución un medio de afirmar su originalidad entre los paganos».
Unos pocos años más tarde, acabado el exilio, Nehemías, gobernador de Judea, al emprender su reforma religiosa (c. 430 a.C.) prohibió la realización de transacciones comerciales los sábados. La importancia de esta institución —muy fortalecida durante el exilio— queda clara ante el hecho de que las infracciones al descanso semanal eran castigadas con la muerte y frente a la evidencia de que el redactor del texto sacerdotal acerca de la creación del mundo en siete días (Gén 1,2-4) persiguió, de modo obvio, justificar el día de descanso semanal mediante la interpolación de dicho relato. Esta norma de guardar el sábado y la legislación veterotestamentaria que se le añadió, fueron finalmente recogidos en el texto Sa-bat de la Misná judía.
A pesar de la ambigüedad con la que Jesús, según algunos pasajes de los Evangelios, se expresó respecto al descanso del sábado, las repetidas profesiones de fe judía hechas por el nazareno en los mismos textos, y el hecho de que sus discípulos sí aparezcan guardando claramente este precepto, indicarían que Jesús fue un fiel cumplidor del descanso obligado por la Ley, aunque seguramente lo hizo obviando el formalismo vacuo y rigorista de los fariseos.
La propia Iglesia católica, en su Catecismo actualmente vigente, proclama que: «Dios confió a Israel el sábado para que lo guardara como signo de la alianza inquebrantable (cf Ex31,16). El sábado es para el Señor, santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel. (...) El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cfr. Mc 1,21; Jn 9,16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: "El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27). Con compasión, Cristo proclama que "es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla" (Mc 3,4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cfr. Mt 12,5; Jn 7,23). "El Hijo del hombre es Señor del sábado" (Mc 2,28).»                   
Si la Iglesia católica cree de verdad esto que afirma, ¿por qué eliminó el descanso semanal del sábado trasladándolo sin más al domingo? ¿Con qué autoridad puede violar el mandato de guardar el sábado —«signo de la alianza inquebrantable»— y faltar a la santidad de este día cuando Jesús, al que dice seguir, no lo hizo jamás?
Durante los cuatro primeros siglos de cristianismo no se santificó más descanso semanal que el del sábado, tal como había ordenado el Dios del Antiguo Testamento; pensar tan siquiera en celebrar este descanso en domingo hubiese significado un sacrilegio, una gravísima violación de la Ley divina.
El domingo era el día pagano por excelencia ya que era el día del Sol, dedicado al divino Sol Invictus, pero la situación cambió cuando el emperador Constantino, en el año 320-321, a principios de su estrategia política para cristianizar el Imperio según sus intereses, decretó que el domingo se convirtiese en día festivo, especialmente para los tribunales. De este modo, el domingo pasó a convertirse en el día de descanso y de celebración de la resurrección de Jesús.                   
Según el párrafo 2.190 del Catecismo actual de la Iglesia católica, «el sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo». El primitivo mandato de Dios —«descansa los sábados»— emprendió así el camino para convertirse en «ve a misa los domingos», una obligación carente de base y absolutamente antievangélica que finalmente quedó apuntalada al sacarse de la manga los famosos Mandamientos de la Santa Madre Iglesia que, en la práctica, fueron objeto de una demanda de cumplimiento más imperiosa y estricta que la que se hacía de los del Decálogo. De nuevo la Iglesia católica se había puesto por encima de Dios.
El texto de los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, según mi viejo catecismo escolar, es el que sigue: «Los Mandamientos más generales de la Santa Madre Iglesia son cinco: El primero, oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. El segundo, confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar. El tercero, comulgar por Pascua de Resurrección. El cuarto, ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. El quinto, ayudar a la Iglesia en sus necesidades.» La Iglesia y sus instrumentos de poder, control y enriquecimiento son lo fundamental, Dios — que no aparece en el texto — viene a ser lo accesorio, la excusa para cumplir con la obligación nuclear de ir a misa.
El Catecismo católico vigente, en su párrafo 2.180, señala: «El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: "El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa" (CIC can. 1.247). "Cumple el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde" (CIC can. 1 .248,1).»
No asistir a misa es un pecado grave, ya que la Iglesia, aunque renegó del sábado y de la legislación divina del Antiguo Testamento, no dejó de configurar su domingo con la misma estructura de obligaciones, normas y castigos que caracterizaba al descanso sabatino en la legislación veterotestamentaria.
En resumidas cuentas, el mandato católico de santificar (asistiendo a misa) «todos los domingos y fiestas de guardar», altera y vulnera la ley divina contenida en el Decálogo, pervierte el sentido inicial de este descanso semanal, y contraría abierta y directamente las enseñanzas y comportamientos del Jesús de los Evangelios.                                 
Conviene recordar lo ya mostrado en un capítulo ante-rior cuando citamos la frase de Jesús diciendo a sus discípulos: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres. (...) Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar» (Mt 6,5-7).
Esta última frase —que puede traducirse más fielmente por «Y al rezar no os repitáis inútilmente como hacen los gentiles, quienes creen que a fuerza de constantes repeticiones acabarán por ser escuchadlos»— se refiere a la costumbre pagana de ponerse ante el altar de su dios, en el templo, y enfati-zar peticiones e invocaciones repitiendo en voz alta varias veces las mismas palabras. Este mismo comportamiento pagano que criticó Jesús es el que, ni más ni menos, encontramos entre los asistentes a una misa católica (y, en general, entre todos los participantes de los oficios eucarísticos cristianos).
Tomando en cuenta otro aspecto complementario, san Pablo no dejó de advertir que «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo...» (Act 17,24-25). Salvo que las iglesias hayan sido construidas por algo ajeno a las manos del hombre y que los sacerdotes posean manos diferentes a las del común de los mortales, parece obvio que Pablo negó la presencia de Dios en los templos, con lo que resulta inútil el sacrificio dominical de la misa. Aunque también puede suponerse que Pablo —y el Espíritu Santo que le inspiró— se equivocara o que su Dios y el católico no sea el mismo.
En cualquier caso, no cabe duda ninguna de que la Santa Madre Iglesia católica impone a sus creyentes unos preceptos que contradicen la Ley de Dios y, además, obligan a obrar de manera contraria a la aconsejada por Jesús y Pablo.

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