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domingo, 18 de septiembre de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXXIII

DE CHANCHULLERO A PATRIARCA: JACOB ENGAÑÓ A SU HERMANO ESAÚ Y A SU PADRE ISAAC, CIEGO, PARA APODERARSE DE LOS DERECHOS DE PRIMOGENITURA

Jacob, el tercer patriarca de Israel, hijo de Isaac y Rebeca, nacido junto a su mellizo Esaú, representa un claro ejemplo de que los más marrulleros gozan siempre del beneplácito divino.
Su historia ya apuntaba maneras desde el mismísimo seno materno. Rebeca, que, como muchas otras madres de grandes personajes bíblicos, era estéril pero concibió por voluntad divina, ya notó cómo sus hijos se peleaban dentro de su vientre y buscó el asesoramiento de Dios, que le respondió: «Dos naciones hay en tu seno; dos pueblos se separarán desde tus entrañas. Uno será más fuerte que el otro, y el mayor servirá al menor» (Gn 25,23).
Dios, que siempre parece más proclive a meter cizaña que a facilitar las cosas, decantó las preferencias de cada progenitor por un hijo. Isaac prefería a Esaú, el mayor «llegó a ser un experto cazador y un hombre de campo abierto», porque al patriarca «le gustaba la caza». Jacob, que «era un hombre tranquilo a quien le gustaba estar en la tienda», era el preferido de la madre y, por lo que se ve, un manitas que hacía maravillas con los fogones. Y gracias a la cocina, este marrullero consentido de mamá pudo perpetrar su primera sinvergonzonería conocida:
En cierta ocasión estaba Jacob cocinando un guiso, cuando llegó Esaú del campo, muy agotado. Dijo Esaú a Jacob: «Por favor, dame un poco de ese guiso rojizo, pues estoy hambriento» (por eso fue llamado Edom, o sea, rojizo).
Jacob le dijo: «Me vendes, pues, ahora mismo tus derechos de primogénito» [ahí es ná la generosidad y honradez de hermano con la que se descolgó este santo varón como quien no quiere la cosa, pero exigiendo el pago al contado, para hoy mismo].
Esaú le respondió: «Estoy que me muero, ¿qué me importan mis derechos de primogénito?».
Jacob insistió: «Júramelo ahora mismo». Y lo juró, vendiéndole sus derechos.
Jacob entonces dio a su hermano pan y el guiso de lentejas. Esaú comió y bebió, y después se marchó. No hizo mayor caso de sus derechos de primogénito  (Gn 25,29-34).
Aquí ya encontramos dos elevadas (moralmente hablando) enseñanzas de la palabra de Dios: a) si uno es tonto, que se atenga a las consecuencias y se fastidie, que el reino de Dios sólo es para los listos; y b) si puedes aprovecharte y engañar a tu propio hermano, para qué ir a delinquir fuera de casa.
Prosigamos. Dios estaba en el ajo, pero Isaac no. Y no debía de ser muy licita la compraventa de los derechos de primogenitura a juzgar por los engaños que tuvo que poner en marcha Jacob para quedárselos y dejar en la cuneta a su hermano mayor. Lo que sigue es el primer boceto de guión de la historia apto para uno de esos culebrones televisivos de alta escabrosidad familiar. Isaac, viejo y ciego, llamó a su preferido Esaú y le dijo:
Mira que ya estoy viejo e ignoro el día de mi muerte. Así, pues, toma tus armas, tu arco y la caja de las flechas, sal al campo y caza alguna pieza para mí. Luego me preparas un guiso como a mí me gusta y me lo sirves, y yo te daré la bendición antes de que muera.
Rebeca estaba escuchando la conversación de Isaac con Esaú. Cuando éste se fue al campo en busca de caza para su padre, Rebeca dijo a su hijo Jacob: «Acabo de oír a tu padre que hablaba con tu hermano Esaú y le dijo: "Vete a cazar y prepárame un guiso, para que yo lo coma y te pueda bendecir ante Yavé, antes de morirme". Ahora, pues, hijo, escúchame y haz cuanto te diga. Anda al corral y tráeme dos cabritos de los mejores que haya [al parecer, el viejo conservaba un buen apetito]; con ellos haré un guiso como le gusta a tu padre. Después tú se lo presentas a tu padre para que lo coma y te bendiga antes de su muerte».
Jacob dijo a su madre Rebeca: «Pero mi padre sabe que yo soy lampiño y mi hermano muy velludo. Si me toca se dará cuenta del engaño y recibiré una maldición en lugar de una bendición».
Su madre le replicó: «Tomo para mí la maldición. Pero tú, hijo mío, hazme caso, y ve a buscar lo que te pedí». Fue, pues, a buscarlo y se lo llevó a su madre, que preparó para su padre uno de sus platos preferidos. Después, tomando las mejores ropas del hijo mayor Esaú, que tenía en casa, vistió con ellas a Jacob, su hijo menor. Con las pieles de los cabritos le cubrió las manos y la parte lampiña del cuello, y luego puso en las manos de Jacob el guiso y el pan que había preparado.
Jacob entró donde estaba su padre y le dijo: «¡Padre!». Él le preguntó: «Sí, hijo mío. ¿Quién eres?».
Y Jacob dijo a su padre: «Soy Esaú, tu primogénito. Ya hice lo que me mandaste. Levántate, siéntate y come la caza que te he traído. Después me bendecirás».
Dijo Isaac: «¡Qué pronto lo has encontrado, hijo!». Contestó Jacob: «Es que Yavé, tu Dios, me ha dado buena suerte».
Isaac le dijo: «Acércate, pues quiero tocarte y comprobar si eres o no mi hijo Esaú». Jacob se acercó a su padre Isaac, quien lo palpó y dijo: «La voz es la de Jacob, pero las manos son las de Esaú». Y no lo reconoció, pues sus manos eran velludas como las de su hermano Esaú, y lo bendijo [en este relato pueril y absurdo, el patriarca Isaac queda reflejado como un ser más simple que el mecanismo de un lapicero... pero así son todas las historias inspiradas por Dios] (...) Volvió a preguntarle: «¿Eres de verdad mi hijo Esaú?». Contestó Jacob: «Sí, yo soy».
Isaac continuó: «Acércame la caza que me has preparado, hijo mío, para que la coma y te dé mi bendición». Jacob le sirvió y comió. También le ofreció vino, y bebió.
Entonces Isaac le dijo: «Acércate y bésame, hijo mío». Jacob se acercó y le besó. Al sentir Isaac el perfume de su ropa, lo bendijo (...)
Apenas Isaac había terminado de bendecirle, y Jacob había salido de la pieza de su padre, cuando llegó Esaú, su hermano, con el producto de su caza. Preparó también el guiso y se lo llevó a su padre, diciendo: «Levántate, padre, y come la caza que tu hijo te ha preparado, de manera que me puedas dar tu bendición» (Gn 27,1-31).
Lo que siguió es patetismo en primer grado. Que si «tu hermano ha venido, me ha engañado y se ha tomado tu bendición». Que si «¿y no me has reservado alguna bendición?». Pues que va a ser que no, aunque intentó tranquilizarle el padre diciendo: «Mira, vivirás lejos de las tierras fértiles y lejos del rocío del cielo. De tu espada vivirás y a tu hermano servirás; pero cuando así lo quieras, quitarás su yugo de tu cuello» (Gn 27,32-46). Pero a Esaú, claro, ese destino no le hizo mucha gracia y decidió matar a su hermano, que por algo era un personaje de la Biblia y este tipo de venganzas intrafamiliares son las que más entretienen a Dios.
Dios contempló divertido, callado y complacido la canallada urdida por Rebeca y Jacob en contra de su protegido Isaac, al que despojaron de su derecho paterno cuando más vulnerable estaba, pero ello le convenía a los planes divinos y por eso, en esa casa, prosperó el delito con impunidad.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: engañar y robar al hermano y traicionar al padre son conductas aceptables.

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