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domingo, 15 de abril de 2012

LUZ DEL DOMINGO LVIII

SALVARON A LA RAMERA QUE TRAICIONÓ A LA CIUDAD DE JERICÓ, PERO PASARON A CUCHILLO A TODOS LOS DEMÁS HABITANTES

La historia nos la dejó escrita Dios en el libro de Josué —uno de los textos más sangrientos de la Biblia, especialmente en su primera mitad—, cuando nos presenta a este caudillo hebreo preparando la destrucción de la entonces gran y civilizada ciudad amurallada de Jericó.
Josué es aclamado todavía hoy por los cristianos como el sucesor de Moisés en la misión profética encargada por Dios, y se le tiene por un modelo de obediencia y fidelidad a la ley de Dios, pero sus aventuras guerreras de la mano de Dios le presentan más bien como a un sanguinario sin escrúpulos ni límites.
Veamos ahora como Josué, siguiendo el mandato de Dios, ordenó asesinar a todos los habitantes de Jericó... excepto a la ramera que traicionó a los suyos.
Josué, hijo de Nun, despachó desde Sitim secretamente a dos espías. Les dijo: «¡Vayan! Observen bien el terreno y la ciudad de Jericó». Después de recorrer su camino, entraron en casa de una prostituta que se llamaba Rahab; allí pasaron la noche [edificante ejemplo: lo primero que hicieron los hombres de Josué fue acudir a la ramera del pueblo].
Le avisaron al rey de Jericó: «Unos hombres israelitas llegaron aquí, han venido para observar el terreno» [parece que el contraespionaje ya estaba inventado en Jericó]. Entonces el rey de Jericó mandó a decir a Rahab: «Haz que salgan esos hombres que se han alojado en tu casa, pues han venido para informarse de nuestro territorio». Pero la mujer escondió a los hombres y respondió: «Esos hombres que llegaron a mi casa se fueron al caer la noche, cuando se cierra la puerta de la ciudad, y no sé para dónde partieron. Si ustedes salen inmediatamente en su persecución, tal vez los atrapen». En realidad, los había hecho subir a su terraza y los había escondido bajo unos atados de lino que tenía allí [Rahab, la ramera, era, además, una embustera y una traidora a su rey y a su pueblo; un perfil muy del agrado de Dios, tal como ya se ha visto y seguiremos viendo].
La gente se lanzó en su persecución en dirección al Jordán, hacia el lado de los vados, y apenas salieron, se cerró la puerta de la ciudad.
Todavía no se habían acostado los dos hombres, cuando ella los fue a ver en la terraza. Les dijo: «Sé que Yavé les ha entregado este país [genial: Dios se lo había comunicado a una ramera pero no al rey, que hubiese podido rendir la ciudad y evitar la masacre de todos sus habitantes... aunque eso no hubiese tenido la misma gracia bíblica que una buena carnicería de inocentes]; han sembrado el pánico en medio de nosotros y toda la gente de este país está atemorizada con ustedes. Nos han dicho de qué manera Yavé secó ante ustedes el mar de los Juncos cuando salían de Egipto, y lo que ustedes hicieron a los dos reyes de los amo-reos al otro lado del Jordán, a Sijón y a Og, a los que condenaron al anatema [asesinato]. Cuando lo supimos se nos paró el corazón y al verlos acercarse todo el mundo está ahora lleno de miedo, porque Yavé su Dios es Dios tanto arriba en los cielos como abajo en la tierra. Pero ya que les he hecho un favor, júrenme por Yavé que también ustedes harán un favor a la casa de mi padre, y dejen que vivan mi padre, mi madre, mis hermanos, mis hermanas y todo lo que les pertenece. Líbrennos de la muerte [Rahab era una profesional, obviamente, y no prestaba ningún servicio sin cobrar un buen precio por él].
Los hombres respondieron: «Te lo juramos por nuestras propias cabezas; con tal que tú no reveles nuestra conversación, te trataremos con bondad y fidelidad cuando Yavé nos entregue este país». Los ayudó a bajar por la ventana, porque su casa estaba construida junto a la muralla. Les dijo: «Huyan a los cerros para que no los encuentren los que los persiguen. Quédense allí escondidos tres días, hasta que regresen los que los persiguen, luego sigan su camino». Los hombres le dijeron: «Respetaremos el juramento que te hemos hecho» (Jos 2,1-17).
Ya en el campamento, los espías relataron a Josué la situación de la ciudad y el pacto con la ramera traidora, cosas que, claro, agradaron tanto al caudillo hebreo como a Dios, según se ve:
Yavé dijo a Josué: «Hoy día te voy a engrandecer en presencia de todo Israel y sabrán que estoy contigo así como estuve con Moisés. Y tú darás esta orden a los sacerdotes que transportan el Arca de la Alianza (...) Escojan doce hombres, uno para cada una de las tribus de Israel. Y apenas la planta de los pies de los sacerdotes que transportan el Arca de Yavé, el Señor de toda la tierra, haya tocado las aguas del Jordán, las aguas del Jordán que vienen de río arriba se detendrán» (...) Era el tiempo de la cosecha y el Jordán desbordaba por todas sus orillas. Pues bien, apenas llegaron al Jordán los que llevaban el Arca, y apenas tocaron el agua los pies de los sacerdotes que transportaban el Arca, el caudal que bajaba de arriba se detuvo y se amontonó a una gran distancia, a la altura de Adán, el pueblo vecino de Sartán. Durante ese tiempo las aguas que bajaban al mar de la Araba, el Mar Salado, se derramaron porque habían sido cortadas [¿en qué quedamos, el caudal se amontonó o se derramó?], de tal manera que el pueblo atravesó frente a Jericó. Los sacerdotes que transportaban el Arca de la Alianza de Yavé se mantuvieron inmóviles en seco, en medio del Jordán, hasta que la nación terminó de atravesarlo. Israel pasó por un camino seco (Jos 3,7-17).
Tras este nuevo milagro, surgido de la estrategia militar de Dios —y similar al prodigio anterior usado por el dios bíblico para separar las aguas de un mar que se cerró a traición sobre los desprevenidos y engañados egipcios que perseguían a Moisés forzados por Dios—, Josué tuvo un encuentro en la segunda fase (la de invasión):
Estando Josué cerca de Jericó, levantó la vista y vio a un hombre de pie delante de él, con una espada desenvainada en la mano. Josué fue donde él y le dijo: «¿Estás en favor nuestro o de nuestros enemigos?» [una pregunta perspicaz, ¡pardiez! sobre todo si se le hace a un desconocido que anda con la espada en la mano]. Respondió: «Soy el jefe del ejército de Yavé, y acabo de llegar» [¿de dónde?]. Entonces Josué cayó con el rostro en tierra y se postró. Luego le dijo: «¿Qué dice mi Señor a su servidor?» (Jos 5,13-14).
Tras recibir las oportunas instrucciones de Dios, Josué ordenó, entre otras cosillas, que debía darse siete vueltas en procesión alrededor de los muros de Jericó, un trabajo que se tomaron sin prisa, aunque sin pausa.
A la séptima vez, cuando los sacerdotes tocaban la trompeta, Josué dijo al pueblo: «¡Lancen el grito de guerra! ¡Yavé les entrega la ciudad! La ciudad con todo lo que hay en ella será condenada al anatema [destrucción total], en honor de Yavé. Sólo se salvará Rahab, la prostituta, con todos los que estén con ella en su casa. En cuanto a ustedes, cuídense de tomar lo que ha sido condenado al anatema, no sea que ustedes mismos se vuelvan anatema y atraigan la desgracia sobre el campamento de Israel. Toda la plata y todo el oro, todos los objetos de bronce y de hierro serán consagrados a Yavé e ingresarán al tesoro de Yavé. [Muy agudo el santo varón: advirtió que moriría cualquiera que se quedase con algo de la ciudad, pero exigió que el oro, plata y objetos de metal fuesen a parar al bolsillo del clero... que Dios, ayer como hoy, no se llevaba a su casa nada de lo que sus siervos dicen administrar en su nombre.]
El pueblo lanzó entonces el grito de guerra y resonó la trompeta. Apenas oyó el pueblo el sonido de la trompeta, lanzó el gran grito de guerra y la muralla se derrumbó. El pueblo entró en la ciudad, cada uno por el lugar que tenía al frente y se apoderaron de la ciudad.
Siguiendo el anatema, se masacró a todo lo que vivía en la ciudad: hombres y mujeres, niños y viejos [según lo ordenó y legisló el mismísimo Dios (Lv 27,28-29)], incluso a los bueyes, corderos y burros.
Josué dijo a los dos hombres que habían espiado el país: «Entren en la casa de la prostituta y saquen a esa mujer con todo lo que le pertenece, como se lo juraron». Los jóvenes que habían sido enviados en reconocimiento entraron y sacaron a Rahab, a su padre, su madre y sus hermanos, con todas sus pertenencias. Instalaron a toda la familia fuera del campamento de Israel.
Luego prendieron fuego a la ciudad y a todo lo que había en ella. Pero depositaron en el tesoro de la Casa de Yavé la plata, el oro como también los objetos de bronce o de hierro.
Josué dejó con vida a Rahab la prostituta y a la familia de su padre con todo lo que le pertenecía. Esta ha vivido en Israel hasta el día de hoy, porque ocultó a los espías que Josué había enviado para que exploraran Jericó (...) Yavé estaba con Josué y su fama se extendió por todo el país (Jos 6,16-27).
También en esta narración bíblica puede verse que alcanzaron la protección y favor de Dios quienes peor se comportaron, esto es, la ramera traidora a su pueblo, que salvó vida, familia y bienes a costa de las vidas y destrucción de todo su pueblo, y Josué y su gente, que, guiados por Dios, asesinaron a todos los habitantes de Jericó y robaron todos sus objetos valiosos. ¿Qué ejemplo a seguir quiso darles Dios, a los estudiantes bíblicos de hoy, cuando decidió dejarles tan inspiradas y divinas palabras?
Por si hubiere alguien incapaz de aprender nada del caso de la ramera Rahab y de la rentabilidad que proporciona la traición, Dios repitió la misma lección en otro libro bíblico y con un ejemplo similar:
La gente de la casa de José emprendió una expedición contra Betel y Yavé estuvo con ellos. Instalaron su campamento frente a Betel (la ciudad se llamaba antes Luz). Los espías vieron a un hombre que salía de la ciudad y le dijeron: «Muéstranos por dónde se puede entrar a la ciudad y te perdonaremos la vida». Les mostró entonces cómo entrar en la ciudad. La pasaron a cuchillo, pero dejaron libre a ese hombre con toda su familia. El hombre se fue al territorio de los hititas y allí construyó una ciudad que se llamó Luz (y ese es el nombre que tiene todavía hoy) (Jue 1,22-26).
Este anónimo colaborador de los planes de Dios no tenía un burdel como Rahab, sólo era un cobarde y un traidor, pero el premio a una conducta infame, que permitió que los hebreos de Dios asesinasen a todo su pueblo, fue el de enriquecerse construyendo una nueva ciudad a la que, ironía divina, puso el mismo nombre que tenía la que su felonía lanzó a la destrucción.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: no importa cuál sea la conducta, no es grave mentir ni traicionar, ni que por actos cobardes se pierdan incontables vidas; sólo importa, a fin de obtener una buena recompensa, que se sepa elegir bien a los nuevos aliados antes de traicionar a la gente propia.

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