«Jesús, el mesías prometido», o cómo ganar credibilidad forzando
el sentido de versículos profeticos del Antiguo Testamento
La leyenda mesiánica de Jesús fue conformándose progresivamente recurriendo a la tramposa forma de «hacer historia» que dejó asentada Orígenes (c. 185-253 d.C.) en su famosa obra doctrinal Contra Celso; según este influyente teólogo del cristianismo primitivo, no es posible cuestionar la veracidad de una tradición aunque sea dudosa o esté apoyada en testimonios insuficientes, cuando ésta supone patentemente el cumplimiento de una profecía. Por este motivo, ya desde pocos años después de la ejecución del nazareno, los sermones y los escritos que darían lugar al Nuevo Testamento fueron adobados con una colección de versículos del Antiguo Testamento que se pretendían profeticos respecto al novedoso mensaje cristiano y, especialmente, en cuanto a la supuesta personalidad y función de Jesús (que, como hemos visto a lo largo de los capítulos anteriores, tardó más de cuatro siglos en definirse).
Tan fundamental se consideró este apoyo veterotestamentario que cuando Marción, con toda la razón de su parte, concluyó que el dios que aparece en el Antiguo y en el Nueva Testamento no podía ser el mismo —siendo de rango superior el neotestamentario—, fue combatido encarnizadamente por la Iglesia porque una de las consecuencias de su razonamiento llevaba a dejar sin base profética a la todavía frágil figura del Jesús mítico: si el dios bíblico no permanecía constante era imposible hacerle prometer en unos libros lo que luego haría cumplir según los otros. Y no olvidemos que la principal baza que jugó el judeo-cristianismo primitivo para extenderse entre las masas incultas fue la demostración de que en Jesús se habían realizado las promesas divinas más importantes de cuantas habían anunciado los profetas a lo largo de los siglos anteriores.
Aunque buena parte de esas profecías ya han sido analizadas con detalle en diferentes partes de este libro, no estará de más recordar sucintamente algunas de ellas y valorarlas en su conjunto a fin de poder ver con más claridad el peso decisivo que han tenido en el proceso de elaboración del mito de Cristo.
En el Evangelio de Mateo (Mt 1,22-25) se construyó la fábula de la concepción virginal de María y del origen divino de Jesús apoyándose en los famosos versículos de Isaías sobre el Emmanuel (Is 7,14-17) que, como ya demostramos al tratar la virginidad de María en el capítulo 3, ni se refieren a María, ni a Jesús, ni a nada que tuviese que suceder en un futuro lejano; según los datos que hemos aportado ya anteriormente y lo que el propio texto del profeta Isaías dice de forma absolutamente clara (Is 8,3-4), el capítulo del Emmanuel se refiere sin duda alguna a una almah (muchacha, que no virgen) embarazada, que fue una profetisa contemporánea de Isaías y que parió a su hijo alrededor del año 735 a.C. El texto de Isaías no puede tener más sentido que éste y, por tanto, no, existe en él profecía alguna que demuestre el nacimiento virginal y el origen divino de Jesús.
Igualmente absurda y carente de base es la leyenda del buey y el asno presentes en el nacimiento de Belén que, como ya vimos, se conformó dando significación profética a la mezcla de una frase de Habacuc mal traducida en la Biblia de los Setenta —en Hab 3,2 escribieron «te manifestarás en medio de los animales» allí donde el original hebreo decía «manifiéstalas [obras de Yahveh] en medio de los tiempos»— con un versículo de Isaías (Is 1,3), mutilado y sacado de contexto, que trata en realidad de la ignorancia y falta de fe del pueblo de Israel. El pesebre navideño, por tanto, tampoco fue profetizado jamás. Y otro tanto sucede con la leyenda de la «persecución y huida» del niño Jesús que en Mt 2,13-18 se fundamenta como el cumplimiento de lo anunciado por los profetas Oseas y Jeremías; pero, tal como ya demostramos en su momento, el relato de Mateo no tiene la más mínima relación con lo que se dice en los versículos de Os 11,1 y de Jer 31,15.
La identificación de Jesús como «mesías» o «ungido», basada en el mesianismo judío, se apoya en textos de Isaías que tuvieron una tremenda repercusión cuando comenzaron a ser cargados con un sentido profético que nunca tuvieron en su origen. Así, por ejemplo, el cristianismo pretende ver la profecía del mesías Jesús en Is 9,6-7, sin reparar que este texto, escrito en el siglo VIII a.C. y ampliado dos siglos después, habla en pasado —«nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo...» dice— no en futuro, por lo que mal puede referirse a algo que debía suceder cientos de años más tarde. Este texto, como el de Is 11 (especialmente Is 11,1-5), es una muestra de las clásicas profecías de consolación escritas durante la época del exilio para mantener viva la esperanza del pueblo hebreo.
La potente esperanza popular que significó, durante siglos, el mesianismo davídico judío nació y se alimentó de los versículos en los que el profeta Isaías —asesor religioso del rey Ezequías, descendiente de la dinastía de David— transmitió la supuesta promesa de Dios acerca de que «brotará un retoño del tronco déjese y retoñará de sus raíces un vastago. Sobre el que reposará el espíritu de Yavé...» (Is 11,1-5), es decir, que, del linaje déjese, padre de David, nacerá un mesías que conocerá y temerá a Dios, «juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la tierra» y, en suma, hará reinar la paz en todas partes y entre todas las criaturas, ya sean éstas humanas o animales.
Si analizamos el sentido de Is 11 en su contexto histórico y literario veremos que la profecía no fue más que la materialización del deseo/esperanza de una nación vencida, débil y humillada de tener en el futuro un mesías, eso es un rey ungido por Yahveh, fuerte y justo, capaz de aniquilar a los enemigos de Israel y proteger a sus subditos bajo un reino idílico.
El mesianismo judío que diseñó Isaías esperaba a un rey poderoso al menos como David, pero de ninguna manera pudieron imaginar tan siquiera la posibilidad de que el mesías anunciado fuese un modesto predicador «consustancial con Dios» —un concepto absolutamente inadmisible y blasfemo para el monoteísmo hebreo— que, además, no tuvo la menor incidencia política. Estaprofecía, claro está, aún no se ha cumplido para la nación hebrea, pero tanto Jesús como sus discípulos —judíos todos ellos— se apoyaron en ella, tergiversándola, para intentar dar credibilidad a su misión y mensaje; un proceso, éste, que alcanzó su cénit desde el mismo momento en que el cristianismo salió a la conquista del mundo gentil (no judío).
Con la misma intención de dotarse de credibilidad se elaboraron las dos genealogías de Jesús, la de Mateo y la de Lucas, que pretendían dejar establecida la pertenencia del nazareno a la dinastía de David, una condición indispensable para poder aspirar a ser el mesías prometido (y que, como ya indicamos en su momento, se incumple flagrantemente si de veras resultase que Jesús fue hijo de María y de Dios, sin que José —único posible transmisor del linaje davídico— tuviese nada que ver en la concepción).
El propio Jesús, durante lo que se conoce como su «entrada triunfal en Jerusalén», tuvo mucho cuidado en aparecer reproduciendo la escena anunciada por Zacarías cuando profetizó la llegada a Jerusalén de un rey humilde, montado en un asno —«Alégrate sobremanera, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino hijo de asna» (Zac 9,9-10)—, con el fin de dar a entender a los judíos que él era el mesías profetizado y esperado. De nuevo, basándose en un texto que no era profetice en absoluto —dado que Zacarías se refería a la posición miserable en la que regresaría a Jerusalén el monarca de Judea tras los duros y humillantes años del cautiverio y exilio babilónico—, el cristianismo intentó justificar el autoproclamado mesianismo de Jesús manipulando textos del Antiguo Testamento.
Íntimamente relacionado con el desarrollo mítico de la función mesiánica y salvífica de Jesús aparece el proceso de asimilación de su trágico destino —ajusticiado en la cruz— con el concepto hebreo de la virtud redentora del sufrimiento que quedó fijado en el deutero-Isaías. En el texto denominado Cantos del Siervo de Yahveh (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-9; 52,13; 53,12), que debe leerse en el contexto del exilio y cautividad a que fue sometido el pueblo hebreo, ya se presenta como aceptado por Yahveh el sacrificio expiatorio de los sufrimientos del Siervo (personificación de la comunidad exiliada y, por representación, del verdadero pueblo de Israel); de esta manera, la élite —sacerdotal— afirmaba asegurar la «salvación» de todo el pueblo, aunque éste no hubiese hecho nada para merecerlo, ya que «el Justo, mi Siervo, justificará a muchos» (Is 53,11) y será «puesto por alianza, del pueblo y para luz de las gentes» (Is 42,6).
A pesar de que este texto del Antiguo Testamento no tiene nada absolutamente que ver con la historia de Jesús, será tomado por los cristianos como un pilar básico de su fe, ya que permitió ver en el «varón de dolores» (Is 53,3) el anuncio del papel de mesías sufriente que debería desempeñar el nazareno con su pasión y muerte. Extraviando a sabiendas el verdadero sentido del relato de Isaías y transformándolo en profético, la Iglesia logró dar un sentido triunfante, glorioso y divino a la ejecución de Jesús, un hecho que de otra manera no podía interpretarse más que en clave de fracaso.
Otro concepto veterotestamentano que fue convenientemente adaptado a las necesidades de la Iglesia aparece en el capítulo séptimo del libro de Daniel, cuando se describe la futura victoria del pueblo hebreo sobre las demás naciones —que están simbolizadas mediante cuatro bestias monstruossas— de la mano de un «como hijo de hombre» (Dan 7,13). Lo que para Daniel fue un símbolo dentro de una visión, el-«hijo de hombre», que pretendía denotar a un personaje de porte real (en la línea del mesianismo asentado por Is 11), acabó transformándose en una fundamental cuestión de fe cuando la doctrina cristiana comenzó a identificar a ese «hijo de hombre» con un ser divino que vivía junto a Dios desde el principio de los tiempos y que está llamado a ocupar la presidencia en el día del Juicio Final. Una vez más, la interpretación errónea y caprichosa de un símbolo onírico, convertido en profecía, le sirvió a la Iglesia para ayudarse a fundamentar su diseño de la personalidad divina de Jesús de Nazaret.
Tampoco Pablo dudó en recurrir a este tipo de desvergonzadas manipulaciones cuando necesitó avalar la figura de Jesús. Así, cuando el apóstol de los gentiles recriminó a los judíos que no admitían la fe cristiana y les acusó de que Israel no tomó el camino de la fe sino de las obras, afirmó que «tropezaron con la piedra del escándalo, según está escrito: "He aquí que pongo en Sión una piedra de tropiezo, una piedra de escándalo, y el que creyere en Él no será confundido» (Rom 9,32-33); pero si comparamos esta frase con los versículos originales del Antiguo Testamento, salta a la vista que «en El» fue un añadido fraudulento para justificar que Jesús era el mesías.
Sobre la «piedra de tropiezo» se habla en Is 8,14 y 28,16 cuando dicen, respectivamente: «Él [se refiere a "Yavé de los ejércitos"] será piedra de escándalo y piedra de tropiezo para las dos casas de Israel, lazo y red para los habitantes de Jerusalén» y «He aquí que he puesto en Sión por fundamento una piedra, piedra probada, piedra angular, de precio, sólidamente asentada; el que en ella se apoye no titubeará». En el primer caso la frase está dentro del contexto profetice de la destrucción de Samaría y Damasco, mientras que en el segundó lo está en el del juicio sobre Samaría y Jerusalén. En ningún caso, ni por asomo, se refiere el texto de Isaías a ningún mesías futuro.
La «piedra angular» de Is 28,16 es citada también por Pedro en I Pe 2,6 con idéntico afán manipulador al afirmar que «Por lo cual se contiene en la Escritura: "He aquí que yo pongo en Sión una piedra angular, escogida, preciosa, y el que creyere en ella no será confundido».
Para que la mistificación quede debidamente protegida y fortificada por la «infalible certeza» de la Iglesia católica, el versículo de I Pe 2,6 es apoyado, en la Biblia de Nácar-Colunga, con la anotación que sigue: «Is 28,16. Jesucristo es esa piedra angular, principio de salud para los que creen, pero tropiezo para los incrédulos, que se escandalizan de la cruz», que es la doctrina oficial de la Iglesia. Por suerte para la Iglesia católica, el buen profeta Isaías aún no ha podido regresar a este mundo para comprobar cuán radicalmente cambia el significado de las palabras con el paso de los siglos.
Para justificar la ejecución de Jesús, que no era más que un fracaso de su misión a los ojos del mundo, se comenzó a propagar que era necesario que el nazareno muriese «según la Escritura», eso es que su crucifixión había sido prevista desde la noche de los tiempos por los planes de Dios y que los textos bíblicos así lo demostraban. Y para documentar tamaña majadería se rastrillaron todos los textos del Antiguo Testamento hasta dar con versículos que, debidamente manipulados y sacados de contexto, pudiesen convertirse en profecías virtuales del misterio de la pasión de Cristo.
De esta forma, la actitud cobarde de los discípulos de Jesús ante su apresamiento se quiso ver profetizada en Zac 13,7; el soborno a Judas para traicionar a Jesús en Zac 11,12; la devolución del dinero cobrado por Judas en Zac 11,13; la compra del campo del alfarero en Jer 32,6; el discurso de Jesús ante el Consejo afirmando que estará sentado a la diestra del Padre y su aparición sobre las nubes en Dan 7,13 y en Sal 110,1; sus palabras «Tengo sed» en Sal 22,16; el episodio de la esponja empapada en vinagre en Sal 69,22; su exclamación de haber sido abandonado por Dios en Sal 22,2; el eclipse de sol en Am 8,9; etc.
La crucifixión en sí —el hecho de ser colgado de un madero— resultó más difícil de justificar proféticamente ya que la única, profecía bíblica que se le podía aplicar llevaba a conclusiones demasiado peligrosas. El texto que emplearon los primeros cristianos para este fin fue el que figura en Dt 21,22-23: «Cuando un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuere colgado en un patíbulo; no permanecerá colgado su cadáver en el madero; sino que dentro del mismo día será sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero; y tú por ningún acontecimiento has de manchar tu tierra, cuya posesión el Señor tu Dios te hubiere dado».¿Fue Jesús maldito de Dios por haber sido «colgado del madero»? Allá cada uno con su conciencia y con el caso que le haga a la palabra de Dios expresada a través de la legislación del Deuteronomio.
En definitiva, en los Salmos 22 y 69 y en el capítulo 53 de Isaías (todo él falso, como ya vimos) se encontraron los textos suficientes como para cubrir de justificaciones proféticas toda la pasión de Jesús. No estará de más volver a recordar aquí que todos los textos llamados «proféticos» se referían única y exclusivamente a situaciones que se dieron muchos siglos antes del nacimiento de Jesús, por lo que cualquier supuesta profecía del Antiguo Testamento que se pretenda relacionar con la vida y obra del nazareno carece absolutamente de fundamento.
Visto el modo como se ha forzado el sentido de muchos versículos del Antiguo Testamento para convertirlos en profecías y emplearlos, acto seguido, para sustanciar el papel que la Iglesia atribuyó a Jesús después de su ejecución, quizá convendría tener en cuenta la advertencia que se hace en Mt 7,15-17 cuando se dice: «Guardaros de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se recogen racimos de los espinos o higos de los abrojos? Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos.» Éste parece ser, sin duda, el párrafo más inspirado de Mateo.
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