Jesús jamás instituyó —ni quiso hacerlo— ninguna nueva
religión o Iglesia, ni cristiana ni, menos aún, católica
Según los Evangelios, Jesús sólo citó la palabra «iglesia en dos ocasiones, y en ambas se refería a la comunidad de creyentes, jamás a una institución actual o futura; el equivalente semítico de la palabra ekklesía designa en este caso, al igual que en todo el Antiguo Testamento, la asamblea general del pueblo judío ante Dios, la kahal Yahveh. Pero la Iglesia católica sigue empeñada en mantener la falacia de poner a Cristo como el instaurador de su institución y de preceptos que no son sino necesidades jurídicas y económicas de una determinada estructura social, conformada a golpes de decreto con el paso de los siglos.
Si en algo están de acuerdo todos los expertos actuales e» que la hermenéutica bíblica garantiza absolutamente la tesis de que Jesús no instituyó prácticamente nada, pero, en cualquier caso, se cuidó muy especialmente de no proponer ni un solo modelo específico de Iglesia institucional. A esto debe añadirse que en los textos del Nuevo Testamento, redactados muchos años después de la muerte de Jesús, tampoco se ofrece un solo modelo organizacional sino que se cita una diversidad de posibilidades a la hora de estructurar una comunidad eclesial y sus ministerios sacramentales; de este modo surgieron las evidentes diferencias —y disputas— que se dieron entre los primeros modelos eclesiales que adoptaron los creyentes de Jerusalén, Antioquía, Corinto, Éfeso, Roma, Tesalónica, Colosas, etc.
Hacia la década de los años 60 las iglesias cristianas se habían multiplicado y extendido por todo el Imperio romano, Oriente Próximo y Egipto, pero cada comunidad funcionaba de una manera peculiar y distinta a las otras; en lugares como Roma, por ejemplo, la iglesia no era sino una especie de anexo exterior de la sinagoga donde se encontraban los cristianos para sus sesiones religiosas; estos primeros cristianos, en lo personal, seguían llevando el estilo de vida judío anterior a su conversión, por lo que gozaban de los especiales privilegios que los romanos concedían a los judíos en todo su imperio.
El poder romano todavía no había llegado al punto de ver en los cristianos una religión diferente a la judaica, pero la situación cambió radicalmente cuando Nerón, a mediados de la década, comenzó a perseguir con saña al cristianismo. Poco después, cuando los judíos —que acababan de perder la guerra contra los romanos y de ver destruido el Templo de Jerusalén— se reagruparon en torno a las sinagogas y aumentaron su rigor doctrinal, las relaciones que mantenían con los cristianos se crisparon rápidamente.
En cualquier caso, es muy indicativo el contenido de la Epístola de Santiago —escrita posiblemente entre los años 75 a 80 en círculos judeocristianos que usaron el nombre del ya ejecutado Santiago—, donde se hizo aparecer al cristianismo como una especie de judaismo liberal y, al tiempo, se presentó a las iglesias de la tradición paulina como una degeneración religiosa y se pasó por alto la cristología —el máximo punto de fricción entre judíos y cristianos— con el fin de re-agrupar en la sinagoga cristiana al máximo número posible de judíos desperdigados tras la destrucción del Templo. Se dejó así constancia de que la frontera entre judaismo y cristianismo aún no estaba bien establecida en esos días de grandes tribulaciones para unos y otros. Muchos años después de la crucifixión del mesías, el judaismo seguía aún presente en el corazón del cristianismo.
Puede parecer un absurdo mantener que Jesús no fue cris-tiano, pero éste es uno de los pocos datos que se saben de él con seguridad. Ya citamos, en un capítulo anterior, la opinión del profesor Étienne Trocmé, defendiendo que Jesús no fundó ninguna Iglesia sino que se limitó a intentar agrupar al «pueblo de Israel» bajo un nuevo marco, y las pruebas de ello las encontramos a porrillo a lo largo de todos los Evangelios. Recordemos, por ejemplo, la incuestionable profesión de fe judía que hizo Jesús en Mt 5,17-18, o la instrucción dada a sus apóstoles en el sentido de que se abstuviesen de predicar a los gentiles (no judíos) y se reservasen para «las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5-7 y Mt 15,24-26).
Jesús fue un judío, como sus discípulos, y ni tan siquiera pretendió fundar una secta judía más entre las muchas que ya había en su época. El nazareno se esforzó por mejorar la práctica religiosa del judaismo entre su pueblo y ante la perspectiva crucial del inminente advenimiento del «reino de Dios» en la Tierra. Jesús no perdió ni un minuto organizando nada —ni secta, ni Iglesia— porque, tal como expresó con claridad meridiana, estaba convencido de que el mundo, tal como era conocido, iba a llegar a su fin antes de pasar una generación: «En verdad os digo que hay algunos de los que están aquí que no gustarán de la muerte antes que vean el reino de Dios» (Lc 9,27).
Esta creencia en la inminencia del Juicio Final y en el reem-plazo del mundo por el «reino de Dios» era compartida, de hecho, por buena parte de los judíos de esos días, que mantuvieron la vista puesta en ese cercano momento durante gran parte del siglo I. Así, el propio Pablo, en I Cor 10,11, fechó como contemporáneo el final anunciado cuando dijo que «Todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura y fueron escritas para amonestarnos a nosotros, para quienes ha llegado el fin de los tiempos»; y Pedro advirtió en I Pe 4,7 que «El fin de todo está cercano. Sed, pues, discretos y sobrios (con vistas) a la oración». Pablo y Pedro, puntales básicos, aunque enfrentados, del cristianismo primitivo, no dudaron de la proximidad del fin, pero muchos de sus correligionarios, al ver pasar los años sin que nada sucediese, comenzaron a impacientarse.
A principios del siglo II, una epístola falsamente atribuida a Pedro intentó frenar el desánimo de los cristianos, provocado por el incumplimiento de la promesa de Jesús de venir de inmediato al mundo para presidir el día del fin —y por la mofa que los incrédulos hacían por ello—, afirmando: «Y ante todo debéis saber cómo en los postreros días vendrán, con sus burlas, escarnecedores, (...) y dicen: "¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron los padres, todo permanece igual desde el principio de la creación. (...) Carísimos, no se os oculte que delante de Dios un solo día es como mil años, y mil años como un solo día. No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia. Pero vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y los elementos, abrasados, se disolverán...» (II Pe 3,3-10). Con el descaro usual, este escrito neotestamentario vino a decir que no es que Jesús-Cristo se hubiese olvidado de cumplir su propia profecía sino que, debido a la diferente apreciación del tiempo que se da cuando uno está ante Dios o ante los hombres, había aplazado sine die el final para que, de paso, pudiesen salvarse cuantos más mejor ¡¡¡¿ ?!!!
Tal como sostienen bastantes teólogos e historiadores de las religiones, resulta muy plausible que las primeras comunidades cristianas, al no poder justificar ya más el persistente retraso de la parusía —presencia o advenimiento; la segunda venida de Cristo al mundo para juzgar a los hombres—, desplazasen su punto de mira del futuro al presente y transformasen sus esperanzas escatológicas (acerca del fin, muerte y salvación) en soteriológicas (acerca de la redención), cambiando el rol hasta entonces atribuido a Jesús-Cristo, que requería su presencia física, por otro menos comprometido y que, por ser indemostrable hasta el fin de los tiempos, podía sostenerse con fe ante los incrédulos, eso es que Jesús-Cristo, con su pasión y muerte, redimió, liberó, a todo el género humano.
En todo caso, siendo tan intensa la creencia en la inminencia del Juicio Final y en todo cuanto le debe ir asociado, resulta obvio —y así consta en el Nuevo Testamento— que ni Jesús ni sus apóstoles estaban por la labor de fundar ninguna nueva religión o estrucura organizativa del tipo de una Iglesia, aunque, eso sí, promovieron con todas sus fuerzas el pío agolpamiento del pueblo de Israel en torno a la ekklesía, eso es la asamblea general del pueblo judío ante Dios. ¿De dónde salió, pues, la Iglesia? Puesto que no procede de Jesús ni de sus apóstoles, su origen hay que buscarlo en la evolución de un proceso histórico que desembocó en donde nadie había podido prever.
Dado que la Iglesia católica es el producto de circunstancias históricas y no de una fundación institucional emanada de la voluntad de Jesús —y expresada en el Nuevo Testamento—, a diferencia del resto del cristianismo, ésta antepone la autoridad de su Tradición a la de las Sagradas Escrituras. La justificación para tamaño despropósito la encontramos prolijamente enunciada en la Biblia católica de Nácar-Colunga (pp. 7-8) cuando, entre disquisiciones etéreas, nos dice que:
«La verdad revelada, alma y vida de la Iglesia, antes que en los libros fue escrita en la inteligencia y en el corazón de la misma [de la Iglesia católica]. Allí reside vivificada por el Espíritu Santo, libre de las mutaciones de los tiempos y de la fluctuación de las humanas opiniones. (...) Por eso el sentir de la Iglesia católica, la doctrina de los Padres y Doctores, que son sus portavoces y testigos; la voz del mismo pueblo fiel, unido a sus pastores y formando con ellos el cuerpo social de la Iglesia, son el criterio supremo, según el cual se han juzgado siempre las controversias acerca de los puntos doctrinales, así teóricos como prácticos; y así decretó el Concilio Triden-tino que en la exposición de la Sagrada Escritura, en las cosas de fe y costumbres, a nadie es lícito apartarse del sentir de los Padres y de la Iglesia.»
Lo anterior significa que la Iglesia católica puede interpretar como «negro» aquello que Jesús, sus apóstoles o un texto Sagrado muestran expresamente como «blanco» y que, tal como es su costumbre —según ya hemos demostrado sobradamente hasta este punto—, despreciando la realidad original, impone dogmáticamente su criterio interesado a todos los católicos.
No es nada baladí recordar que los cristianos de las primeras generaciones eran judíos de lengua semítica y que, tres siglos después, en el concilio de Nicea, verdadero origen del catolicismo, los obispos ya sólo hablaban griego y un poco de latín. La anécdota habla por sí sola si conocemos que el contexto sociocultural hebreo estaba en las antípodas del helénico, razón por la cual el cristianismo que elaboraron los gentiles y judíos helenizados se apartó en casi todo lo fundamental del judeo-cristianismo que, desde Jerusalén, de la mano de Santiago, el hermano de Jesús, y del apóstol Pedro, intentó propagar el mensaje del nazareno tras su ejecución. Ganaron los griegos y, como ya hemos dejado sentado, el mito de Jesús alcanzó cotas insospechadas al fundir en su crisol las creencias paganas más ilustres.
Puesto que no cabe aquí entrar en detalles sobre el interesantísimo —y, con frecuencia, poco honorable— proceso sociopolítico que condujo a la formación de la Iglesia católica y la dotó de un poder sin igual, sí mencionaremos, al menos, las tres fases de una secuencia histórica que llevó desde el judeo-cristianismo de Jerusalén hasta el catolicismo romano.
La primera fase, que podemos situar entre los años 30 o 36 a 125, fue de expansión y llevó a la progresiva separación entre cristianismo y judaismo. La segunda fase, entre los años 125 a 250, vio cómo la pequeña secta judeocristiana fue transformándose en una Iglesia relativamente numerosa, formada por masas incultas y profundamente mediocres que a menudo mezclaban la base cristiana con los restos paganos de un helenismo en declive; es la época de las grandes herejías (gnosticismo, marcionismo, montañismo, etc.), de apologistas como Orígenes y Clemente de Alejandría, y del nacimiento de la ortodoxia.
Durante la tercera fase, entre los años 250 al 325, la Iglesia estuvo básicamente ocupada en definir sus relaciones con el poder, ya le fuera contrario o favorable, y se produjo una involuntaria transformación del cristianismo en un factor político de primer orden. Las grandes persecuciones romanas para erradicar el cristianismo del Imperio, que comenzaron en el año 249, no sólo no lograron su propósito sino que, a partir del 310, con la llegada de la pax de Constantino, este emperador emprendió el embargo del aparato eclesiástico por parte del Estado.
«Hacia el 300, la delantera que las Iglesias de Oriente, sobre todo las de Egipto, Siria y Asia Menor, sacaban a las Iglesias de Occidente, excepción hecha de las de África del Norte, continuaba siendo considerable. Mientras en Occidente los cristianos estaban aún muy claramente en minoría, en algunos lugares de Oriente eran mayoría, y en los demás constituían minorías considerables, cuyo peso social y político tenía un carácter determinante. Por lo demás, el cristianismo continuaba siendo un fenómeno principalmente urbano, a pesar del peso que en algunas Iglesias comenzaban a tener ya los campesinos. Sus adeptos seguían siendo en general de condición modesta, pero la burguesía de las ciudades, cada vez más alejada de los asuntos públicos por el reforzamiento del absolutismo y la preeminencia del ejército, comenzaba ya a volverse hacia el cristianismo. La misma corte imperial y la alta administración se abrían progresivamente al cristianismo. En una palabra, el golpe definitivo que Decio y Valeriano habían pretendido asestar a la nueva religión no había servido absolutamente para nada.
»Cada vez más numerosas, y con adherentes generosos y a veces ricos, las iglesias cristianas de la segunda mitad del siglo ni habían acumulado un cierto capital y disponían de rentas considerables, que distribuían de manera generosa entre los miembros necesitados de su comunidad. Después del 260 obtuvieron la devolución de los bienes inmuebles confiscados durante la persecución, y a partir de entonces velaron por la preservación de estos bienes, que necesitaban para asegurar el culto y el mantenimiento de sus ministros y cuyo estatuto legal, a pesar de la tolerancia, continuaba siendo precario. Por consiguiente, las iglesias estaban obligadas a llevarse lo mejor posible con las autoridades, y no tenían ya la magnífica independencia de los siglos I y II, abriendo así las puertas al acercamiento entre la Iglesia y el Estado.»
El golpe de suerte fundamental para el futuro de las Iglesias cristianas se produjo con el debilitamiento del Imperio romano a partir de la eclosión de la crisis interna que afloró el 1 de mayo del 305 con la abdicación simultánea de Dioclecia-no y Maximiano, hecho que llevó al poder, como augustos, a Constancio Cloro y Galerio. Entre los años 306 y 311 los gobernantes romanos estuvieron tan ocupados peleándose entre sí que no tuvieron tiempo de proseguir la campaña de exterminio contra los cristianos que puso en marcha Diocleciano y, finalmente, en abril del 311, Galerio firmó un edicto concediendo al cristianismo el estatuto, aún restrictivo, de religio licita. Un año después, Constantino, tras someter con su ejército a Italia y África, ordenó que fueran restituidos a ¡las iglesias todos los bienes confiscados y que se les entregara una contribución del Tesoro imperial.
Pero el emperador Constantino no se limitó a ser generoso. En esos días había una feroz disputa dentro de la Iglesia cristiana del norte de África entre la llamada Iglesia de los santos, dirigida por Mayorino (al que sucedió Donato), y la Iglesia católica, presidida por Mensurio (al que sucedió Ceci-liano). Los primeros, que denominaban traditores a los católicos, les acusaban de colusión con los perseguidores romanos mientras que ellos habían sido resistentes sin tacha (no habían entregado textos sagrados a los romanos, como sí hizo Mensurio, y habían preferido el martirio antes que convertirse en lapsi o apóstatas, tal como hicieron muchos). A partir del 313 ambas facciones, dirigidas ya por Donato y Ceciliano, se volvieron irreconciliables y se produjo la escisión en dos iglesias. Cuando el emperador Constantino entregó cuantiosos bienes a la Iglesia dirigida por Ceciliano hizo mucho más que marginar a la Iglesia de Donato, en realidad se adentró en un ambicioso proyecto político destinado a configurar el ámbito eclesial según sus necesidades personales e imperiales, con lo que transformó para siempre la relación entre las iglesias cristianas y aupó al poder a la católica.
Desde un principio, Constantino se arrogó el poder de cuestionar las decisiones conciliares que no convenían a su gobierno y se dotó de la facultad de convocar él mismo, a su antojo, los concilios generales de los obispos. Tamaño insulto y desprecio a la jerarquía católica no levantó, sin embargo, protesta ninguna; la razón hay que buscarla en la generosidad de sus donaciones y en el trato a cuerpo de rey que hacía dispensar a los obispos convocados a sus concilios. De esta manera el emperador compró voluntades, apoyos, decretos conciliares a medida y hasta toda una Iglesia, la católica, cuyos serviciales jerarcas comenzaron a acumular rápidamente poder y riquezas sin límite, el famoso Patrimonium Petri.
Constantino, a partir del 315-316, cristianizó —según la visión católica, claro está— las leyes de su imperio, promoviendo protección para los más desvalidos y, al tiempo, rigorizando el derecho matrimonial (la obsesión del clero católico hasta hoy día); en el año 318 reconoció oficialmente la jurisdicción episcopal; en el 321 autorizó a las iglesias a recibir herencias; en el 320 o 321 declaró festivo el domingo, hasta entonces celebrado como día del Sol —recuérdese todo lo citado acerca de la mítica solar asociada al Jesús-Cristo—; donó a la Iglesia católica grandes fincas y edificios por todo el imperio y ordenó construir decenas de lujosas iglesias que financió con el dinero público, etc.
La interrelación entre Constantino y la Iglesia católica empezó a ser tan íntima que los obispos pronto asumieron atribuciones estatales. Tal como refiere Karlheinz Deschner, «en los juicios, el testimonio de un obispo tenía más fuerza que el de los "ciudadanos distinguidos" (honoratiores) y era inatacable; pero hubo más, los obispados adquirieron jurisdicción propia en causas civiles (audientia episcopalis). Es decir, cualquiera que tuviese un litigio podía dirigirse al obispado, cuya sentencia sería "santa y venerable", según decretó Constantino. El obispo estaba facultado para sentenciar incluso en contra del deseo expreso de una de las partes, y además el fallo era inapelable, limitándose el Estado a la ejecución del mismo con el poder del brazo secular; procede observar aquí hasta qué punto eso es contrario a las enseñanzas de Jesús, adversario de procesos y juramentos de todas clases, quien dijo no haber venido para ser juez de los hombres y que dejó mandado que cuando alguien quisiera quitarle a uno el vestido mediante un pleito, se le regalase también el manto».
Por otra parte, claro está, el emperador no dejó ni un instante de asumir el pleno control de las cuestiones eclesiales. Así, cuando el imperio cristiano empezó a verse sacudido por la disputa suscitada por el arrianismo —que, como ya vimos en el capítulo 6, intentaba evitar la confusión del Dios Padre con el Jesús-Cristo—, Constantino, en sintonía con su consejero eclesiástico, el obispo Osio de Córdoba, al igual que había hecho al convocar el concilio de Arles (314) para zanjar la querella entre católicos y donatistas, hizo reunir a cerca de trescientos obispos, en el año 325, en Nicea (localidad próxima a Nicomedia), para debatir la doctrina de Arrio.
«A las fórmulas demasiado audaces de Arrio en algunos de sus escritos populares —según expone, con exactitud histórica, discreta ironía y palabras harto amables para la Iglesia, el profesor Étienne Trocmé—, los obispos de todas las tendencias quisieron oponer algo distinto de las profesiones de fe tradicionales, a las que algunos habían creído al principio poder atenerse. El concilio emprendió, pues, la elaboración, sobre la base de la profesión bautismal de Cesárea de Palestina, de un "símbolo" que enunciara la cristología ortodoxa. A los títulos de "Dios de Dios, luz de luz", se añadió en particular el de "consustancial al Padre" (homoousios), que había sido en el pasado la expresión del "monarquianismo" de Sabelio y de todos los que borraban la distinción entre Cristo y su Padre. Esta sorprendente adición, que fue sin duda sugerida por Osio de Córdoba, no fue aceptada sino por la personal insistencia de Constantino, a quien el concilio no podía negar nada.
»Cuando llegó la hora de firmar el texto así redactado, el emperador hizo saber que todos los clérigos que se negaran a ello serían inmediatamente desterrados por las autoridades imperiales. Sólo Arrio y sus partidarios egipcios, suficientemente comprometidos, se resistieron a este extraordinario chantaje, teniendo que ponerse en camino inmediatamente hacia las lejanas ciudades de las provincias danubianas. Por mor de la unanimidad, respeto al emperador o simple cobardía, los demás asistentes se vincularon a la decisión, incluso aquellos que consideraban el homoousios como una fórmula herética.
»El concilio se disolvió el 19 de junio del 325, después de un gran banquete ofrecido por Constantino en honor de los obispos asistentes, que causó a éstos honda impresión: algunos de ellos llegaron incluso a preguntarse si no estaban ya en el reino de Dios. El emperador añadió al banquete un discurso exhortando a los obispos a la unidad, a la modestia y al celo misionero, así como regalos para cada uno de ellos y cartas en las que se ordenaba a los funcionarios imperiales distribuir cada año trigo a los pobres y clérigos de las diversas iglesias.
»Los obispos partieron, pues, anonadados, entusiastas y más sumisos que nunca. Constantino los había ganado definitivamente para su causa y podía sentirse satisfecho del resultado obtenido con el concilio. La unidad de las iglesias católicas había tomado por vez primera forma visible y los cismáticos quedaban invitados a asociarse a esta unidad en condiciones humillantes. Las escasas malas personas que habían rechazado la profesión de fe común habían tomado ya el camino del destierro. Todo esto era en gran parte obra suya, lo que le permitía en adelante intervenir de manera directa en los asuntos eclesiásticos para coordinar y reforzar la acción de los obispos.
»Los obispos más perspicaces se dieron cuenta, nada más volver a sus casas, de que al haber cedido tan fácilmente a la imperiosa seducción ejercida por Constantino habían cambiado la libre iniciativa de que anteriormente disponían por la sombra de cooperación con el Estado. De este modo, poco después de la disolución del Concilio, los obispos Eusebio de Nicomedia, Maris de Calcedonia y Teognis de Nicea hicieron saber públicamente que sólo habían firmado la profesión de fe por temor al emperador y que deseaban retractarse. Constantino los expidió sin más a la Galia, exigiendo de las iglesias de Nicomedia y Nicea la elección de nuevos obispos, en lo que fue obedecido sin tardanza. El obispo Teodoro de Laodicea, en Siria, sospechoso de querer imitar a sus tres colegas rebeldes, recibió del emperador una carta brutal en la que lo invitaba a meditar sobre la triste suerte de Eusebio y Teognis, lo que lo hizo contenerse y no levantar la voz. De este modo, a partir del otoño del 325, Constantino comenzó a hacer de policía de la fe en el interior del cuerpo episcopal. Los obispos que comenzaron a asustarse de ello y a comunicarse discretamente sus aprensiones fueron entonces numerosos.
Para la historia quedó el recuerdo vergonzoso de un concilio, el de Nicea, en el que una caterva de obispos cobardes y vendidos a la voluntad arbitraria del emperador Constantino dejaron que éste definiera e impusiera algunos de los dogmas más fundamentales de la Iglesia católica, como son el de la consustancialidad entre Padre e Hijo y el credo trinitario. Constituido en teólogo por la gracia de sí mismo, Constantino diseñó a su antojo lo que los católicos deberían creer por siempre acerca de la persona de Jesús. El Credo que rezan todos los católicos, por tanto, no procede de la inspiración con la que el Espíritu Santo iluminó a los prelados conciliares sino de la nada santa coacción que ejerció el brutal emperador romano sobre hombres que Jesús hubiese despreciado. El ejemplo del nazareno dando la vida por sus ideas debía parecerles una ingenuidad detestable a unos obispos que no dudaron en ahogar su fe y conciencia con tal de poder seguir llenándose la panza.
Con una jerarquía eclesial tan servil, el emperador Constantino no tuvo el menor problema en utilizar la Iglesia católica a su antojo, sin límite alguno, tanto para forzar la unificación de su imperio bajo una sola religión, como para uso y disfrute de su megalomanía personal, ya que no en balde se refería a sí mismo como «obispo para asuntos exteriores» (episkopos tôn ektos) de la Iglesia; se hizo denominar «salvador designado por Dios» y «enviado del Señor», es decir, apóstol; ordenó que se le rindieran honores como representante de Cristo (vicarios Christi) y que se le diera el trato de «nuestra divinidad» (nostrum numen) junto al sacratissimus que posteriormente ostentarían también algunos emperadores cristianos; mandó tener a su palacio por templo (domus divina) y a su residencia privada por sacrum cubiculum; y, a su muerte, hizo que le enterraran como el decimotercer apóstol. En resumen, Constantino hizo cuanto le convino con la Iglesia católica y sus creencias, era el amo, y los obispos, a cambio, callaron, otorgaron... y se enriquecieron mientras. fortalecían su poder temporal.
El que fuera tenido por la Iglesia católica comp'«caudillo amado de Dios», «obispo de todos, nombrado por Dios» a «ejemplo de vida en el temor de Dios, que ilumina a toda la humanidad», fue en realidad un emperador que frecuentaba las prácticas paganas, cruel y sanguinario, responsable de las masacres de poblaciones enteras, de juegos de circo en los que hacía destrozar a cientos de enemigos por fieras u osos hambrientos, que degolló a su propio hijo Crispo, estranguló a su esposa y asesinó a su suegro y a su cuñado... un auténtico princeps christianus, vamos.
Su madre, que la Iglesia católica convirtió en «Santa Elena», pasó por princesa británica pero en realidad había sido una pagana que trabajó como tabernera (stabularia) en los Balcanes, vivió en concubinato con Constancio Cloro —padre de Constantino, un pagano que comenzó su carrera militar como protector o guardaespaldas imperial— y luego cohabitó en situación de bigamia cuando Constancio se casó con la emperatriz Teodora. La aristocracia romana conocía a Constantino como «el hijo de la concubina» y el mismísimo san Ambrosio escribió que Jesucristo había elevado del fango al trono a santa Elena.
Sin embargo, un hombre tan fascinante, poderoso y malvado como lo fue Constantino no podía morir sin dejarle un guiño cruel a la historia, no podía «ascender a los cielos» (tal como le representaron algunas monedas acuñadas tras su deceso) sin antes mofarse hasta la humillación de los obispos que trató como títeres y de la Iglesia católica que él mismo había puesto a andar; por eso, cuando cayó enfermo, «primero buscó remedio en los baños calientes de Constantinopla, y luego en las reliquias de Luciano, patrono protector del arrianismo y discípulo que fue del propio Arrío. Por último recibió en su finca, Archyrona de Nicomedia, las aguas del bautismo, pese a su deseo de tomarlas a orillas del Jordán como Nuestro Señor.
»En aquel entonces (y hasta el año 400 aproximadamente) era costumbre habitual aplazar el bautismo hasta las últimas, sobre todo entre príncipes responsables de mil batallas y condenas a muerte. Como sugiere Voltaire, "creían haber encontrado la fórmula para vivir como criminales y morir como santos". Después del bautismo, que fue administrado por otro correligionario de Luciano llamado Eusebio, Constantino falleció el 22 de mayo del año 337. Así las cosas, resulta que el primer princeps christianus se despidió de este mundo como "hereje", detalle que origina no pocos problemas para los historiadores "ortodoxos", pero que le fue perdonado incluso por el enemigo más acérrimo del arrianismo en Occidente, san Ambrosio, "teniendo en cuenta que había sido el primer emperador que abrazó la fe y la dejó en herencia a sus sucesores, por lo que le incumbe el más alto mérito [magnum meriti]"».
De la mano de tan meritorio personaje comenzó realmente su andadura la Iglesia católica, transformada en una institución de poder temporal que se arrogó la representación exclusiva y ortodoxa del mensaje de Jesús (según lo recogen los Evangelios que ella misma eligió y manipuló, pero a los que nunca ha sido fiel).
Tal como observó con brillante agudeza Alfred Loisy, especialista en estudios bíblicos e historiador de la religiones: «Cristo predicó el reino de Dios, pero vino la Iglesia.»
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