Evangelios pretendió que su mensaje tuviese ese carácter
Según el Catecismo de la Iglesia, «la palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la totalidad" o "según la integralidad". La Iglesia es católica en un doble sentido: es católica porque Cristo está presente en ella. "Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia católica" (san Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8,2). (...) Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano (cf Mt 28,19)».
En primer lugar, si la Iglesia «es católica porque Cristo está presente en ella», ¿cómo deben interpretarse los versículos de Juan en los que el propio Jesús declaró «porque voy al Padre y no me veréis más» (Jn 16,10)? ¿Puede estar presente aquí, en la Iglesia, aquel que se despidió para no ser visto nunca más? Parece obvio que no puede estar presente —en el capítulo 10 rebatiremos extensamente el dogma católico de la «presencia real» de Jesús en la Iglesia— más que en el recuerdo, como sucede con nuestros seres queridos desaparecidos, y ello no supone ningún sello de universalidad.
Por otra parte, si la Iglesia, basándose en Mt 28,19, afirma ser «católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano», comete dos atropellos: basarse en un versículo que es una interpolación —éso es un añadido muy posterior al texto de Mateo original—, y, en especial, transformar el mandato de «id, pues; enseñad a todas las gentes...» en el de «id a que todos se asocien en una sola iglesia y crean lo que vosotros les enseñáis»; un comportamiento que parece más definitorio del imperialismo que del universalismo.
La famosa frase «fuera de la Iglesia [católica] no hay salvación», clásica bandera y lanza del proselitismo católico —hoy supuestamente atemperado por aparentes votos de ecumenismo—, ha sido una consecuencia directa de la prepotencia universalista de la Iglesia romana, pero en los Evangelios se proclamó algo bien diferente.
Jesús, según Mc 16,15-16, dijo a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará.» El mandato contiene una obligación de ofrecimiento del evangelio o «buena nueva» a todos (id y predicad), pero no presenta ninguna obligación de pertenencia a nada ni a nadie — menos aún a una iglesia que Jesús no instituyó— para poder acceder a la «salvación».
Para Jesús, «el que creyere y fuere bautizado, se salvará», pero el contexto del versículo indica claramente que «creer» se refiere a la buena nueva que él había transmitido personalmente hasta el momento de su ejecución, no a dogmas católicos espurios o a individuos que, en el futuro, se arrogasen legitimidad en la interpretación de su mensaje; el «creer» viene connotado como un proceso experiencial, no como una imposición juridicista (que es el sentido que le ha dado la Iglesia
católica).
Durante los tres primeros siglos no hay un todo y una parte para los cristianos, puesto que dominaba la idea oriental de que no era cuestión de «formar parte» del cristianismo sino de «ser» cristiano; pero a finales del siglo IV, o ya en el V, el sentido jurídico se impuso al experiencial y comenzó a hablarse de «Iglesia Universal», de una entidad concreta que se contraponía al resto, de una parte que ya no era el todo... pero que aspiraba a conquistarlo por la fuerza.
El segundo requisito para salvarse, el ser bautizado, no implicaba más que someterse al ritual clásico de purificación mediante la inmersión en agua; el bautismo era la puerta de entrada a la nueva ekklesía o asamblea del pueblo de Israel reunido ante Dios, de la misma manera que la circuncisión de los varones lo había sido para la ekklesía anterior. Y el bautismo evangélico, evidentemente, no era entonces, ni lo es hoy, ningún patrimonio exclusivo de la Iglesia católica, por muy universal que se proclame.
En realidad, tal como ya comentamos en otro trabajo, el término griego cathós se refiere a la cultura del hombre in-tegral y jamás puede interpretarse, tal como lo ha hecho la Iglesia católica, en el sentido de universalidad de la estructura que se creó a partir del mensaje de Jesús. La palabra catholikós designa a la persona realizada en su profundidad y plenitud humana, a la persona evangélica según las Escrituras; pero ser «católico», de acuerdo a la deformación del término dada por la institución eclesial, no es más que constituirse en un seguidor burocratizado de una estructura humana denominada Iglesia católica y, por ello mismo, al tenerse como referente a una institución en lugar del mensaje de los Evangelios, ser católico designa un comportamiento estrictamente antievangélico.
Jesús, al contrario de lo que hace la Iglesia católica, jamás se arrogó ningún exclusivismo para sí mismo, tal como queda bien patente en el siguiente pasaje: «Díjole Juan: Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba los demonios y no es de nuestra compañía; se lo hemos prohibido. Jesús les dijo: No se lo prohibáis, pues ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. El que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,38-40). Y el mismo texto se reproduce en Lc 9,49-50.
Pero la Iglesia católica hace caso omiso de estos versículos de Marcos y Lucas (que, además, silencia) y se complace en afirmar que «Sólo la identidad divina de la persona de Jesús puede justificar una exigencia tan absoluta como ésta: "El que no está conmigo está contra mí" (Mt 12,30)», empleando la cita para atribuirse la exclusiva de la ortodoxia de la fe cristiana y del camino salvífico. Lo terrible, de nuevo, es que la Iglesia miente a sabiendas haciéndole decir a Jesús aquello que nunca quiso expresar. El versículo de Mateo dice: «El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mt 12,30), pero estas palabras han sido manipuladas y sacadas de su contexto original para poder darles el significado que interesa a la Iglesia, que es justo el contrario del que afirmó Jesús en ese pasaje. Veamos:
En este relato de Mateo, Jesús es acusado por los fariseos de arrojar los demonios mediante el poder del «príncipe de los demonios», a lo que él contesta: «Y si yo arrojo a los demonios con el poder de Beelzebul, ¿con qué poder los arrojan vuestros hijos? Por eso serán ellos vuestros jueces. Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios. ¿Pues cómo podrá entrar uno en la casa de un fuerte y arrebatarle sus enseres si no logra primero sujetar al fuerte? Ya entonces podrá saquear su casa. El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama. Por eso os digo: Cualquier pecado o blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero» (Mt 12,27-32).
Con la lectura del pasaje completo cambia radicalmente la interpretación de Mt 12,30, ya que lo que Jesús afirmó es que todo lo que es bueno procede del Espíritu Santo —no de él (Jesús)—, al que él declara estar unido, y que, en consecuencia, quienes no «recogen» con el Espíritu —no con Jesús, que rehusa ponerse como centro de nada— se oponen a Dios —no a él— y «desparraman».
Dado que el Espíritu de Dios no es patrimonio de nadie, la conclusión no es la de que «el que no está conmigo está contra mí», base del exclusivismo de la Iglesia católica, sino justo la contraria, la de que «el que no está contra nosotros, está con nosotros», fuente de la universalidad del mensaje cristiano (y antítesis del universalismo particularista de la Iglesia católica).
Así que, ni «católica» significa «universal» ni el Jesús de los Evangelios pretendió que su mensaje tuviese ningún carácter personalista, exclusivista o de obligada imposición universal. Cuando Jesús, según Juan, afirmó que «la verdad os hará libres», no añadió a continuación, que sepamos, «pero os esclavizará a la voluntad de la Iglesia». La Iglesia católica, resulta obvio, no sigue a Jesús.
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