La doctrina católica del infierno le fue tan desconocida al Dios
del Antiguo Testamento como al propio Jesús
Según el relato del Génesis, «Viendo Yavé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra (...) y dijo: "Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho." Pero Noé halló gracia a los ojos de Yavé» (Gén 6,5-8).
Este pasaje nos dice, como mínimo, tres cosas: que Yahveh no fue infinitamente sabio ya que fue incapaz de prever que su creación se le iría de las manos; que fue infinitamente injusto ya que castigó también a todos los animales y vegetales vivos por una maldad que sólo era obra de los humanos; y que, al no tener otra forma de castigo posible, tuvo que recurrir al famoso diluvio universal. Parece obvio pensar que Yahveh, en esos días, aún no podía disponer del infierno —que es el lugar natural a donde debe mandarse a los malvados— y que, según cabe suponer, debía ser ya en esa época la residencia de Satanás, ese ángel caído que había truncado el destino feliz de toda la creación divina cuando, disfrazado de serpiente parlanchina, sedujo a Eva con una manzana.
Si repasamos el capítulo 26 del Levítico y el 28 del Deuteronomio, donde se describen con minuciosidad todos los premios y castigos (Lev 26,14-45 y Dt 28,15-45) de Dios para quienes cumplan o no sus mandamientos, veremos que Yahveh amenazó al pecador con toda suerte de enfermedades y canalladas conocidas en aquel entonces —incluso con la de convertirle en cornudo: «tomarás una mujer y otro la gozará»—, le garantizó un sufrimiento continuo, insidioso y torturante en su vida terrenal... que acabaría, al fin, con su muerte. No hay una sola palabra acerca de ningún infierno —tampoco de ningún cielo— en el que seguir padeciendo el resto de la eternidad. ¡Yahveh ignoraba una amenaza tan maravillosa como el infierno!
Tampoco dijeron ni mú acerca del infierno los patriarcas hebreos; y, más sintomático todavía, el mismísimo Moisés no mencionó jamás la existencia del infierno a pesar de que hablaba familiarmente con Dios y había sido educado en Egipto, tierra donde hacía ya siglos que creían en la vida después de la muerte y en los premios y castigos de ultratumba.
Es evidente que el Dios del Antiguo Testamento, que era sanguinario y vengativo, que condenaba a quienes se apartaban de sus preceptos o atacaban a su «pueblo fiel» a sufrir todo tipo de muertes, plagas, catástrofes naturales... y castigaba las faltas de los padres hasta la cuarta generación (Ex 20,5), sólo podía recurrir a los suplicios mundanos porque desconocía cualquier otro tipo de castigo para después de la muerte.
Con el Nuevo Testamento nos encontramos ante un Dios que ya no es aficionado a los degüellos masivos sino que, por el contrario, propugna el amor al prójimo, aunque éste sea el mismísimo enemigo. Pero también damos un salto cualitativo hacia alguna parte cuando nos encontramos con la Gehenna. ignis o Gehenna del fuego. Así, en Mateo leemos: «Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere "raca" será reo ante el Sanedrín y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna del fuego» (Mt 5,22) o, algo más adelante, «Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna...» (Mt 5,29).
También en Marcos aparece el fuego eterno o ignis inextinguibilis cuando se dice: «Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor te será entrar manco en la vida que con ambas manos ir a la gehenna, al fuego inextinguible, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga...» (Mc 9,43-49). Pero lo cierto es que la palabra gehenna —a la que en la traducción latina de la Biblia, se le añade la anotación «al fuego inextinguible», que no figura en el original— no se refería sino a una metáfora basada en los vertederos de basura que, en tiempos de Jesús, ardían en el valle de Ge-Hinnom, en las afueras de Jerusalén. Y la frase que le sigue procede de Isaías y tiene un sentido muy diferente en el original: «Y, al salir, verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí, cuyo gusano nunca morirá y cuyo fuego no se apagará, y serán horror a toda carne» (Is 66,24).
El vocablo gehenna, que aparece tanto en la traducción latina de la Biblia, como en su anterior versión griega, es un término hebreo (escrito como Ge-Hinnom, Jehinnom, Jinnom, Ginnom o Hinnom) que se refiere a un emplazamiento geográfico. Si miramos cualquier mapa detallado de la ciudad de Jerusalén y sus alrededores —muchas biblias lo incluyen, marcando así mismo los límites de las murallas en tiempos de Jesús— encontraremos en el sudeste el valle Hinnom, fuera murallas y conectado hacia el sudoeste con el valle Cedrón, identificado en época barroca con el valle de Josafat, lugar en el cual debía tener lugar el Juicio Final.
Ya mencionamos con anterioridad, al tratar la leyenda de la «persecución de inocentes», que en los altozanos del valle de Hinnom los antiguos cananeos habían celebrado esporádicos sacrificios de niños —a quienes se quemaba vivos en piras— con el fin de intentar aplacar a sus dioses ante el anuncio de alguna futura amenaza o catástrofe pronosticada por los adivinos; los hebreos habían guardado memoria de tales sucesos hasta el punto de que cuando alguien actuaba mal era corriente —en tiempos de Jesús y aún hoy día— significarlo con la expresión «merece que le arrojen a las llamas del Hinnom» o equivalente.
Las referencias al valle de Hinnom son abundantes en el Antiguo Testamento; así, por ejemplo, en II Re 23,10 se dice: «El rey [Josías] profanó el Tofet del valle de los hijos de Hinón, para que nadie hiciera pasar a su hijo o hija por el fuego en honor de Moloc»; o en la cita de Jer 7,31 cuando se describe: «Y edificaron los altos de Tofet, que está en el valle de Ben-Hinom ["Ben" significa "hijo de"], para quemar allí sus hijos y sus hijas, cosa que ni yo [Dios Yahveh] les mandé ni pasó siquiera por mi pensamiento.»
Cuando se tradujo gehenna por infernus, no sólo se corrompió el verdadero sentido de los textos originales sino que se sentaron las bases para construir la invención dogmática que más ha aterrorizado a la humanidad del último milenio... y que más beneficio le ha producido a la Iglesia católica siempre amenazante.
Para los hebreos, según el Antiguo Testamento, los muertos se reunían —tanto los buenos como los malos— en el she'ôl, donde llevaban una existencia sombría tanto unos como otros; pero entrada ya la época helenística, según puede verse a través del II Libro de los Macabeos, apareció la creencia en un doble estado tras la muerte, uno de felicidad, para los justos, y otro de falta de ella (que no implicaba tormentos físicos) para los malvados. Durante los cinco primeros siglos de cristianismo, doctores y santos padres de la Iglesia tan importantes como Orígenes, Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro, Teodoro de Mopsuestia o el propio Jerónimo, defendieron que la pena del infernus era sólo algo temporal, pero en el concilio de Constantinopla (543) se declaró que los sufrimientos del infierno eran eternos.
El primer concilio de Letrán (1123) impuso como dogma de fe la existencia del infierno, amenazando con la condena a prisión, el tormento y hasta la muerte a quienes lo negasen. Se abría así camino a uno de los negocios más saneados y descarados de la Iglesia católica cuando, obrando en consecuencia, se anunció a los aterrorizados clientes del infierno, eso es todos los creyentes católicos, que podían comprar el rescate de sus almas pecadoras si antes de morir legaban riquezas a la Iglesia y contrataban la celebración de misas de difuntos en su honor.
La escolástica medieval inventó dos tipos de penas infernales, las de daño o ausencia de la visión de Dios, y las de sentido, que eran los diferentes suplicios —en especial relacionados con el fuego— a que se hacía merecedor cada especie de pecado. La iconografía católica de esta época, inspirada en textos apócrifos (declarados oficialmente falsos), como el Evangelio de Nicodemo, fue la encargada de popularizar las horrendas imágenes de un infierno que ha aterrorizado a decenas de generaciones hasta el día de hoy.
En este contexto, en el siglo XIII, se inventó una de las claves del negocio eclesial: el purgatorio, que es un estado de expiación temporal en el que supuestamente se encuentran las almas de todos cuantos, aun siendo pecadores, han muerto en gracia de Dios. Este sofisticado subterfugio, que permitía el rescate del alma de cualquier pecador que hubiese sido previsor y generoso para con la Iglesia, fue la clave para la venta masiva de indulgencias entre los católicos, un escandaloso negocio que alcanzó su cota de máxima corrupción en el siglo XVI y desencadenó la reforma protestante de la mano de Lutero. Antes de este desenlace, por si había alguna duda, el concilio de Florencia (1442) había declarado que cualquiera que estuviese fuera de la Iglesia católica caería en el fuego eterno.
Con la invención del infierno y el purgatorio, la Iglesia católica dio otro de sus habituales y rentables saltos teológicos sobre el vacío, construyendo un eficaz y demoledor instrumento de extorsión basándose en unos pocos versículos que no significan lo que se pretende y que, con mucha probabilidad, son interpolaciones muy tardías —quizá realizadas durante el concilio de Laodicea (363)— y ajenas al discurso de Jesús.
En cualquier caso, tal como sostiene el gran teólogo católico Hans Küng, «Jesús de Nazaret no predicó sobre el infierno, por mucho que hablara del infierno y compartiese las ideas apocalípticas de sus coetáneos: en ningún momento se interesa Jesús directamente por el infierno. Habla de él sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales; algunas cosas pueden incluso haber sido añadidas posteriormente. Su mensaje es, sin duda alguna, eu-angelion, evangelio, o sea, un mensaje alegre, y no amenazador».
En cualquier caso, todo turista que visite Jerusalén puede descender hasta la gehenna o infierno católico, pasearse tranquilamente por él, broncearse (no asarse) bajo un sol de justicia (cósmica, no divina), y salir indemne por su propia voluntad, sin necesidad ninguna de comprar indulgencias (si exceptuamos la propina que hay que darle al guía). Después de tamaña hazaña ya se estará en condiciones de poder presumir, ante los amigotes, de «haber descendido a los infiernos», tal como el Credo católico obliga a creer que hizo Jesús.
Pero el lector, con sobrada razón, podrá argüir: bien, pero si no existe el infierno, ¿cómo es que Jesús fue tentado por el diablo y se pasó una buena parte de su vida pública «expulsando demonios» del cuerpo de la gente?
Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta varias cosas: la idea del diablo y sus legiones de demonios procede de la religión pagana persa y penetró en el judaismo —y en el Antiguo Testamento— en la época de dominación persa (siglos VI-IV a.C.); la creencia en los demonios siempre fue secundaria para el judaismo, aunque en determinadas épocas de crisis sociopolítica —como lo fue la de Jesús y lo es, también, la época actual— se produjeran fenómenos de intensa creencia popular en esos seres malignos; a pesar de que Jesús compartió con sus coetáneos la creencia en los demonios, en su mensaje no les concedió la menor importancia ni preponderancia, salvo la de ser un imagen de contraste para su evangelio o «buena nueva»; y, finalmente, en los días de Jesús, muchas enfermedades como la epilepsia o diversidad de trastornos psiquiátricos eran atribuidos a la posesión demoníaca.
El Jesús del Nuevo Testamento no creyó para nada en la existencia del infierno católico —ni siquiera en la del persa, origen de los «demonios» que tanta fama le dieron al ser expulsados de algunos de sus seguidores— y la razón es bien simple: «Es una contradicción admitir el amor y la misericordia de Dios y al mismo tiempo la existencia de un lugar de eternas torturas.»
del Antiguo Testamento como al propio Jesús
Según el relato del Génesis, «Viendo Yavé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra (...) y dijo: "Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho." Pero Noé halló gracia a los ojos de Yavé» (Gén 6,5-8).
Este pasaje nos dice, como mínimo, tres cosas: que Yahveh no fue infinitamente sabio ya que fue incapaz de prever que su creación se le iría de las manos; que fue infinitamente injusto ya que castigó también a todos los animales y vegetales vivos por una maldad que sólo era obra de los humanos; y que, al no tener otra forma de castigo posible, tuvo que recurrir al famoso diluvio universal. Parece obvio pensar que Yahveh, en esos días, aún no podía disponer del infierno —que es el lugar natural a donde debe mandarse a los malvados— y que, según cabe suponer, debía ser ya en esa época la residencia de Satanás, ese ángel caído que había truncado el destino feliz de toda la creación divina cuando, disfrazado de serpiente parlanchina, sedujo a Eva con una manzana.
Si repasamos el capítulo 26 del Levítico y el 28 del Deuteronomio, donde se describen con minuciosidad todos los premios y castigos (Lev 26,14-45 y Dt 28,15-45) de Dios para quienes cumplan o no sus mandamientos, veremos que Yahveh amenazó al pecador con toda suerte de enfermedades y canalladas conocidas en aquel entonces —incluso con la de convertirle en cornudo: «tomarás una mujer y otro la gozará»—, le garantizó un sufrimiento continuo, insidioso y torturante en su vida terrenal... que acabaría, al fin, con su muerte. No hay una sola palabra acerca de ningún infierno —tampoco de ningún cielo— en el que seguir padeciendo el resto de la eternidad. ¡Yahveh ignoraba una amenaza tan maravillosa como el infierno!
Tampoco dijeron ni mú acerca del infierno los patriarcas hebreos; y, más sintomático todavía, el mismísimo Moisés no mencionó jamás la existencia del infierno a pesar de que hablaba familiarmente con Dios y había sido educado en Egipto, tierra donde hacía ya siglos que creían en la vida después de la muerte y en los premios y castigos de ultratumba.
Es evidente que el Dios del Antiguo Testamento, que era sanguinario y vengativo, que condenaba a quienes se apartaban de sus preceptos o atacaban a su «pueblo fiel» a sufrir todo tipo de muertes, plagas, catástrofes naturales... y castigaba las faltas de los padres hasta la cuarta generación (Ex 20,5), sólo podía recurrir a los suplicios mundanos porque desconocía cualquier otro tipo de castigo para después de la muerte.
Con el Nuevo Testamento nos encontramos ante un Dios que ya no es aficionado a los degüellos masivos sino que, por el contrario, propugna el amor al prójimo, aunque éste sea el mismísimo enemigo. Pero también damos un salto cualitativo hacia alguna parte cuando nos encontramos con la Gehenna. ignis o Gehenna del fuego. Así, en Mateo leemos: «Todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio; el que le dijere "raca" será reo ante el Sanedrín y el que le dijere "loco" será reo de la gehenna del fuego» (Mt 5,22) o, algo más adelante, «Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna...» (Mt 5,29).
También en Marcos aparece el fuego eterno o ignis inextinguibilis cuando se dice: «Si tu mano te escandaliza, córtatela; mejor te será entrar manco en la vida que con ambas manos ir a la gehenna, al fuego inextinguible, donde ni el gusano muere ni el fuego se apaga...» (Mc 9,43-49). Pero lo cierto es que la palabra gehenna —a la que en la traducción latina de la Biblia, se le añade la anotación «al fuego inextinguible», que no figura en el original— no se refería sino a una metáfora basada en los vertederos de basura que, en tiempos de Jesús, ardían en el valle de Ge-Hinnom, en las afueras de Jerusalén. Y la frase que le sigue procede de Isaías y tiene un sentido muy diferente en el original: «Y, al salir, verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí, cuyo gusano nunca morirá y cuyo fuego no se apagará, y serán horror a toda carne» (Is 66,24).
El vocablo gehenna, que aparece tanto en la traducción latina de la Biblia, como en su anterior versión griega, es un término hebreo (escrito como Ge-Hinnom, Jehinnom, Jinnom, Ginnom o Hinnom) que se refiere a un emplazamiento geográfico. Si miramos cualquier mapa detallado de la ciudad de Jerusalén y sus alrededores —muchas biblias lo incluyen, marcando así mismo los límites de las murallas en tiempos de Jesús— encontraremos en el sudeste el valle Hinnom, fuera murallas y conectado hacia el sudoeste con el valle Cedrón, identificado en época barroca con el valle de Josafat, lugar en el cual debía tener lugar el Juicio Final.
Ya mencionamos con anterioridad, al tratar la leyenda de la «persecución de inocentes», que en los altozanos del valle de Hinnom los antiguos cananeos habían celebrado esporádicos sacrificios de niños —a quienes se quemaba vivos en piras— con el fin de intentar aplacar a sus dioses ante el anuncio de alguna futura amenaza o catástrofe pronosticada por los adivinos; los hebreos habían guardado memoria de tales sucesos hasta el punto de que cuando alguien actuaba mal era corriente —en tiempos de Jesús y aún hoy día— significarlo con la expresión «merece que le arrojen a las llamas del Hinnom» o equivalente.
Las referencias al valle de Hinnom son abundantes en el Antiguo Testamento; así, por ejemplo, en II Re 23,10 se dice: «El rey [Josías] profanó el Tofet del valle de los hijos de Hinón, para que nadie hiciera pasar a su hijo o hija por el fuego en honor de Moloc»; o en la cita de Jer 7,31 cuando se describe: «Y edificaron los altos de Tofet, que está en el valle de Ben-Hinom ["Ben" significa "hijo de"], para quemar allí sus hijos y sus hijas, cosa que ni yo [Dios Yahveh] les mandé ni pasó siquiera por mi pensamiento.»
Cuando se tradujo gehenna por infernus, no sólo se corrompió el verdadero sentido de los textos originales sino que se sentaron las bases para construir la invención dogmática que más ha aterrorizado a la humanidad del último milenio... y que más beneficio le ha producido a la Iglesia católica siempre amenazante.
Para los hebreos, según el Antiguo Testamento, los muertos se reunían —tanto los buenos como los malos— en el she'ôl, donde llevaban una existencia sombría tanto unos como otros; pero entrada ya la época helenística, según puede verse a través del II Libro de los Macabeos, apareció la creencia en un doble estado tras la muerte, uno de felicidad, para los justos, y otro de falta de ella (que no implicaba tormentos físicos) para los malvados. Durante los cinco primeros siglos de cristianismo, doctores y santos padres de la Iglesia tan importantes como Orígenes, Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro, Teodoro de Mopsuestia o el propio Jerónimo, defendieron que la pena del infernus era sólo algo temporal, pero en el concilio de Constantinopla (543) se declaró que los sufrimientos del infierno eran eternos.
El primer concilio de Letrán (1123) impuso como dogma de fe la existencia del infierno, amenazando con la condena a prisión, el tormento y hasta la muerte a quienes lo negasen. Se abría así camino a uno de los negocios más saneados y descarados de la Iglesia católica cuando, obrando en consecuencia, se anunció a los aterrorizados clientes del infierno, eso es todos los creyentes católicos, que podían comprar el rescate de sus almas pecadoras si antes de morir legaban riquezas a la Iglesia y contrataban la celebración de misas de difuntos en su honor.
La escolástica medieval inventó dos tipos de penas infernales, las de daño o ausencia de la visión de Dios, y las de sentido, que eran los diferentes suplicios —en especial relacionados con el fuego— a que se hacía merecedor cada especie de pecado. La iconografía católica de esta época, inspirada en textos apócrifos (declarados oficialmente falsos), como el Evangelio de Nicodemo, fue la encargada de popularizar las horrendas imágenes de un infierno que ha aterrorizado a decenas de generaciones hasta el día de hoy.
En este contexto, en el siglo XIII, se inventó una de las claves del negocio eclesial: el purgatorio, que es un estado de expiación temporal en el que supuestamente se encuentran las almas de todos cuantos, aun siendo pecadores, han muerto en gracia de Dios. Este sofisticado subterfugio, que permitía el rescate del alma de cualquier pecador que hubiese sido previsor y generoso para con la Iglesia, fue la clave para la venta masiva de indulgencias entre los católicos, un escandaloso negocio que alcanzó su cota de máxima corrupción en el siglo XVI y desencadenó la reforma protestante de la mano de Lutero. Antes de este desenlace, por si había alguna duda, el concilio de Florencia (1442) había declarado que cualquiera que estuviese fuera de la Iglesia católica caería en el fuego eterno.
Con la invención del infierno y el purgatorio, la Iglesia católica dio otro de sus habituales y rentables saltos teológicos sobre el vacío, construyendo un eficaz y demoledor instrumento de extorsión basándose en unos pocos versículos que no significan lo que se pretende y que, con mucha probabilidad, son interpolaciones muy tardías —quizá realizadas durante el concilio de Laodicea (363)— y ajenas al discurso de Jesús.
En cualquier caso, tal como sostiene el gran teólogo católico Hans Küng, «Jesús de Nazaret no predicó sobre el infierno, por mucho que hablara del infierno y compartiese las ideas apocalípticas de sus coetáneos: en ningún momento se interesa Jesús directamente por el infierno. Habla de él sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales; algunas cosas pueden incluso haber sido añadidas posteriormente. Su mensaje es, sin duda alguna, eu-angelion, evangelio, o sea, un mensaje alegre, y no amenazador».
En cualquier caso, todo turista que visite Jerusalén puede descender hasta la gehenna o infierno católico, pasearse tranquilamente por él, broncearse (no asarse) bajo un sol de justicia (cósmica, no divina), y salir indemne por su propia voluntad, sin necesidad ninguna de comprar indulgencias (si exceptuamos la propina que hay que darle al guía). Después de tamaña hazaña ya se estará en condiciones de poder presumir, ante los amigotes, de «haber descendido a los infiernos», tal como el Credo católico obliga a creer que hizo Jesús.
Pero el lector, con sobrada razón, podrá argüir: bien, pero si no existe el infierno, ¿cómo es que Jesús fue tentado por el diablo y se pasó una buena parte de su vida pública «expulsando demonios» del cuerpo de la gente?
Para responder a esta cuestión hay que tener en cuenta varias cosas: la idea del diablo y sus legiones de demonios procede de la religión pagana persa y penetró en el judaismo —y en el Antiguo Testamento— en la época de dominación persa (siglos VI-IV a.C.); la creencia en los demonios siempre fue secundaria para el judaismo, aunque en determinadas épocas de crisis sociopolítica —como lo fue la de Jesús y lo es, también, la época actual— se produjeran fenómenos de intensa creencia popular en esos seres malignos; a pesar de que Jesús compartió con sus coetáneos la creencia en los demonios, en su mensaje no les concedió la menor importancia ni preponderancia, salvo la de ser un imagen de contraste para su evangelio o «buena nueva»; y, finalmente, en los días de Jesús, muchas enfermedades como la epilepsia o diversidad de trastornos psiquiátricos eran atribuidos a la posesión demoníaca.
El Jesús del Nuevo Testamento no creyó para nada en la existencia del infierno católico —ni siquiera en la del persa, origen de los «demonios» que tanta fama le dieron al ser expulsados de algunos de sus seguidores— y la razón es bien simple: «Es una contradicción admitir el amor y la misericordia de Dios y al mismo tiempo la existencia de un lugar de eternas torturas.»
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