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domingo, 1 de mayo de 2011

LUZ DEL DOMINGO XIV

Si Jesús fue consustancial con Dios, ni él ni
sus apóstoles se dieron cuenta de ello


Desde que el dogma fue impuesto durante el concilio de Nicea (325 d.C.), los cristianos han creído que la persona de Jesús fue consustancial con Dios, pero tal cosa no fue, ni mucho menos, lo que pensaban los apóstoles que convivieron con el mesías judío. La consustancialidad del Padre con el Hijo tardó más de tres siglos en adoptarse como «verdad revelada» no fue más que la tesis vencedora tras una pugna entre varias otras que proponían una visión cristológica muy diferente.
Los apóstoles, en un principio, se negaron obstinadamente a creer que Jesús hubiese resucitado. Y tanto las mujeres que aparecen en el relato de Marcos y en el de Lucas, como los dos hombres que, en Juan, dieron sepultura a Jesús, iban provistos de aromas para ungir el cadáver. José de Arimatea y Nicodemo, según Jn 19,38-42, cuando depositaron a Jesús en el sepulcro acudieron con «una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras» y tomaron «el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos». ¿Qué sentido tenía amortajar a una persona de la que se esperaba su inminente resurrección ya que era el hijo de Dios?
Absolutamente ninguno... salvo que todos ellos creyesen que Jesús no era más que un ser humano, sin personalidad divina, y que, por tanto, era incapaz de volver de la muerte.
Los apóstoles, tal como se muestra en Lucas, no tenían a Jesús por persona divina, sino por profeta; así, cuando Cleofás y otro discípulo le relatan los sucesos de la pasión de Jesús a un forastero que resulta ser el propio resucitado —aunque no le reconocen—, ellos le dicen: «Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido...» (Lc 24,19-21). Esos discípulos de Jesús, como otros muchos de aquellos días, habían creído que el nazareno era el mesías judío anunciado en Is 11 que, gozando del favor de Dios, «rescataría a Israel» llevando a la nación hebrea hasta un paraíso terrenal de libertad, esplendor, paz y justicia.
En la famosa entrada triunfal de Jesús, relatada en los cuatro evangelios, se le presenta igualmente como profeta cuando se dice: «Y cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió y decía: ¿ Quién es éste ? Y la muchedumbre respondía: Éste es Jesús el profeta, el de Nazaret de Galilea» (Mt 21,10-11).
No menos esclarecedora resulta la duda que expresó Juan el Bautista cuando «Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió por sus discípulos a decirle: ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?» (Mt 11,2-3); esta actitud del Bautista, sin embargo, se contradice radical y absolutamente con la escena que supuestamente había protagonizado él mismo, poco tiempo antes, al bautizar al nazareno en las aguas del Jordán: «Bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: "Este es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias." (Mt 3,16-17). ¿Cómo podía dudar de la divinidad y papel mesiánico de Jesús alguien que había visto al «Espíritu de Dios» y oído la voz del Padre confirmando tales aspectos?                                                        
A más abundamiento, el párrafo de Mt 3,16-17, que se reproduce también en Mc 1,9-11 y en Lc 3,21-22, no es la única evidencia neotestamentaria de que Juan el Bautista conocía perfectamente la personalidad divina de Jesús. Así, en Juan, se le hace decir al Bautista: «Yo bautizo en agua, pero en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis, que viene en pos de mí, a quien no soy digno de desatar la correa de la sandalia. (...) Al día siguiente vio venir a Jesús y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: Detrás de mi viene. (...) Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,26-34).
La certeza de Juan el Bautista, según los evangelios inspirados por Dios, era rotunda y previa a su encarcelamiento por Herodes ¿cómo, entonces, un hombre pío como Juan podía siquiera pensar en «esperar a otro» si ya sabía que el mesías era Jesús? La única respuesta posible es bien sencilla: los pasajes recién citados de Mt 3, Mc 1, Lc 3 y Jn 1 son una pura invención (probablemente un añadido tardío) y Juan el Bautista, como todos los que conocieron a Jesús, no vio en el nazareno más que un hombre, quizás un profeta (un oficio dotado de la capacidad para hacer prodigios, según el Antiguo Testamento).
En los Hechos de los Apóstoles, también se dejó constancia de que en la primitiva fe cristiana se diferenciaba muy cuidadosamente entre Dios y Cristo, tal como se evidencia, por ejemplo, en Act 2,22 cuando se dice: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros ...», o en Act 7,55:
«Él [se refiere a Esteban], lleno del Espíritu Santo, miró al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús en pie a la diestra de Dios.» La envidiable buena vista de Esteban quizá no se tenga por tal si la tomamos como uno de los habituales recursos literarios de Lucas para introducir en su texto inspirado datos ajenos —en este caso la famosa suposición de Mc 16,19 que sitúa al Jesús ascendido «sentado a la diestra de Dios»—, pero resulta obvio que, tanto para Lucas como para Marcos, Dios y Jesús son dos entidades absolutamente separadas, diferentes y de distinto rango.
Aun siendo una interpolación tardía, el pasaje de Mc 13,32 y Mt 24,36 —en el que se afirma que «Cuanto a ese día o a esa hora [la del «fin de los tiempos» y el advenimiento del «reino de Dios», cuya inminencia fue tan proclamada por Jesús], nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre»— cuestiona seriamente la supuesta consustancialidad de Jesús. ¿Cómo es posible que algo conocido para el Dios Padre sea ignorado por el Dios Hijo si son de la misma sustancia? Tal falta de conocimiento sólo sería lógica si el Hijo fuese un dios diferente o inferior al Padre, con lo que ya no podrían ser ambos una misma persona o unidad; ¿o es que el Dios uno y trino cristiano es tricéfalo y tiene cerebros, voluntades y conocimientos independientes entre sí?                             
Aunque para los apóstoles, seguidores de la tradición hebrea, Jesús —como hombre con quien compartieron una labor común durante unos dos años y como el mesías del pueblo judío que vieron en él— siempre tuvo una connotación profundamente humana, para Pablo y Juan —que fueron los dos autores neotestamentarios que más influyeron en el proceso de elaboración cristológica a pesar de no haber conocido jamás a Jesús directamente— la concepción del personaje fue clara y absolutamente divergente.                                 
Para el judío Pablo la humanidad del nazareno no sólo careció de todo interés sino que proclamó, en sus escritos, que mientras el Cristo celestial asumió una presencia física en el cuerpo de Jesús, éste no mantuvo consigo ninguna característica o atributo divino —esto es su naturaleza espiritual como «Hijo de Dios»— y no pudo recuperarlos hasta después de su resurrección. Para Juan, en cambio, que elaboró su Evangelio dentro de un contexto cultural griego, cuando Pablo y los apóstoles ya habían desaparecido, en la figura de Jesús se había reunido lo humano y lo divino al mismo tiempo, esto es que el Jesús humano nunca dejó de ser consciente de su sustancia divina.
Pablo, tal como ya comentamos en la primera parte de este libro, jamás osó identificar con Dios a Jesús, ni tan siquiera a Cristo. Así, por ejemplo, en la primera epístola a los tesalonicenses dice: «Que el mismo Dios y Padre nuestro y nuestro Señor Jesucristo enderece nuestro camino hacia vosotros y os acreciente y haga abundar en caridad de unos con otros y con todos (...) y haceros irreprensibles en la santidad ante Dios, Padre nuestro, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (I Tes 3,11-13).
También queda muy clara esta distinción cuando se afirma que «sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y que no hay más Dios que uno solo. Porque aunque algunos sean llamados dioses, ya en el cielo, ya en la tierra, de manera que haya muchos dioses y muchos señores, para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (I Cor 8,4-6); o en el versículo que dice: «Quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3).
La cristología de Pablo estuvo dominada por el uso del título de «Señor» (kyrios), que es la interpretación helenística del título de Cristo —khristós es la traducción o equivalencia del título hebreo de mashíach, mesías, ungido o consagrado—, empleado por la primitiva comunidad judeocristiana de Jerusalén pero incomprensible para los griegos; por eso, cuando el cristianismo comenzó a helenizarse al expandirse hacia el mundo gentil (no judío), el epíteto «Cristo» pasó a convertirse en una especie de segundo nombre —Jesús-Cristo o Jesucristo—, mientras que al Jesús resucitado se le aplicó el título de Señor o kyrios, que era la fórmula empleada habitualmente por el helenismo para designar al dios personal de cada uno, cosa que, obviamente, afirmó el poder divino de Jesús. Si añadimos a esto que en la traducción griega de las Escrituras —la ya citada Biblia de los Setenta— se había empleado el término kyrios para designar a Dios, tendremos una buena pista para poder llegar a intuir una de las razones básicas que llevó a identificar a Jesús con Dios.
Visto lo que creían de Jesús quienes nunca le conocieron personalmente, quizá valga la pena intentar averiguar qué pensó el nazareno de sí mismo; una cuestión extraordinariamente difícil dado que apenas sabemos nada de la vida real de ese personaje.
Por su forma de ejecución es evidente que se hizo pasar abiertamente —o quizá se limitó a aceptar el papel sin desmentirlo— por el mesías esperado por los judíos, razón por la cual se le crucificó acompañado del letrero que indicaba: «Jesús de Nazaret, rey de los judíos.» También actuó como profeta y así lo tomaron sus discípulos y muchos de sus oyentes. Según se lo presenta en los Evangelios, Jesús se arrogó una autoridad tan grande como para atreverse a desafiar al Sanedrín judío, pero también es cierto que para hacerlo no hacía falta más que un íntimo y sólido convencimiento de estar predicando lo correcto en el tiempo adecuado, circunstancias que concurrieron en Jesús, tal como ya vimos, a partir de su estancia en el Jordán con Juan el Bautista.
Está fuera de toda duda que el Jesús de los Evangelios se dirigía a Dios empleando el término familiar arameo de abba —que significa «padre», o más bien «querido padre» o «papaito»—, pero no existe la menor constancia de que Jesús pretendiese significar con abba la relación paterno-filial per-sonal que se le acabará adjudicando respecto a Dios.      
Jesús, aún conociendo que el término «Hijo de Dios» ha-bía sido empleado con normalidad en el Antiguo Testamento para, designar a figuras muy capitales para la historia hebrea —como David, Salomón y otros reyes hebreos, o el propio Adán y los «hijos de Israel»—, en ningún pasaje se refiere a sí mismo como hijo de Dios sino que lo hace como «Hijo del hombre», un término usado por Daniel —en Dan 7,13—, que en arameo significa «hombre» o «ser humano» a secas; darle cualquier otra significación a «Hijo del hombre» es un puro ejercicio de imaginación calenturienta.                      
En lo tocante a su papel de mesías —un honor que antes habían gozado reyes como Saúl, David y cuantos otros fueron llamados a realizar algún «designio de Dios»—, que sus discípulos le atribuyeron con generosidad, tampoco existe pasaje alguno en el que el propio Jesús se haya presentado a sí mismo como ungido bajo tal título, aunque nunca lo negó abiertamente cuando se le adjudicó en público; así, cuando Jesús se está enfrentando a su condena, «Pilato le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Él respondió y dijo: Tú lo dices» (Lc 23,3).
«En la época de Jesús, las esperas de la salvación futura no sólo se presentan ligadas a figuras diversas que serían portadoras de ella (mesías, hijo del hombre, profeta, sacerdote, maestro de justicia, etc.), sino que la misma categoría de mesías aparece internamente diferenciada según rasgos heterogéneos y a veces opuestos. De ahí la dificultad que encontró Jesús y que lo indujo a expresar constantes reservas frente a los reconocimientos y a las proclamaciones mesiánicas de que fue objeto, hasta el punto de denunciar el origen diabólico de algunas de ellas. Las reservas de Jesús suscitaron graves problemas de interpretación en torno a su conciencia mesiá-nica; una de las tesis históricamente más interesantes al respecto fue la del llamado "secreto mesiánico" (W. Wrede), según la cual Jesús impuso el silencio a quienes lo designaban con títulos mesiánicos al principio de su ministerio, pero no así en el último período, rechazando sin embargo cualquier matiz político-temporal. Al contrario, la identificación neo-testamentaria de Jesús con el mesías realizaba una síntesis, nueva para el judaismo, entre el mesías y la figura doliente del "siervo de Yavé" que Jesús había asumido en su vida y en su pasión. Desde entonces, "mesías", en la forma griega de "cristo" fue perdiendo precisamente su valor de título, para convertirse en el nombre del propio Jesús.»
Si queremos averiguar el proceso que llevó al judío Jesús, una vez ya muerto y mitificado por los Evangelios, a convertirse en consustancial con Dios, formando parte de la famosa trinidad cristiana, deberemos abandonar los textos neotesta-mentarios y dirigirnos hacia los documentos históricos que conservaron memoria de las enconadas luchas doctrínales que, tras casi siete siglos de enfrentamientos, acabaron conformando la ortodoxia católica y, dentro de ella, la figura dé un Jesús tan distorsionado que ni la mismísima María podría reconocerle.                                                                  
En este proceso de configuración del cristianismo, ajeno por completo al pensamiento, mensaje e intenciones del Jesús histórico, fue capital la tensión que aportaron algunas importantes herejías al extraño maridaje e hibridación entre las corrientes de pensamiento judío y platónico que, finalmente, moldearon como nueva religión aquello que no había sido más que una secta judaica.                                               
El docetismo, una tendencia teológica surgida ya cuando se redactó el Nuevo Testamento, propugnó que en Cristo no hubo naturaleza carnal y que su humanidad fue sólo aparente (dokêin significa parecer), por lo que nunca dejó de ser completamente divino y, por ello, el sufrimiento y la muerte de Jesús lo fueron sólo en apariencia.
Esta tesis fue tomada por los gnósticos —empeñados en borrar el «escándalo» de la crucifixión— y por Marción (c. 85-160), hijo del obispo de Sínope y primer teólogo bíblico de la historia, que negó, además, el nacimiento humano de Cristo. Marción, en su Antítesis, evidenció las contradicciones existentes entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y concluyó que el Dios de uno y otro no podía ser el mismo, contraponiendo el «Dios justo» del texto hebreo con el «Dios bueno» neotestamentario que tiene un rango superior. Pero, dado que este razonamiento dejaba sin base profética a la todavía frágil figura del Jesús mítico, la Iglesia primitiva combatió al marcionismo con todas sus fuerzas.
El adopcianismo, afirmado por primera vez en Roma, en el siglo II, por Teodoto de Bizancio, intentó evitar la contradicción surgida cuando se proclamó la divinidad de Cristo dentro de un contexto monoteísta. Dado que no podía haber dos dioses, esta teología postuló que Cristo fue hijo adoptivo de Dios, circunstancia que se produjo tras el bautismo del Jordán, según unos, o tras la resurrección, según otros, pero que, en cualquier caso, dotó a Jesús de divinidad, con poder para hacer milagros, pero sin ser propiamente Dios. Esta visión, que se fundamentó remontándose hasta las claras palabras pronunciadas por el mismísimo apóstol Pedro en Act 2,22-36 y 10,38, fue al fin condenada en un proceso que duró entre los años 264 y 268.
Basándose en los debates cristológicos de Alejandría, un experto como Grant denominó a esta teología —que ensalza la humanidad de Jesús— «cristología pobre», en contraposición a la «cristología rica», de raíces platónicas, que fue puesta en marcha por Orígenes de Alejandría y contó con defensores tan sólidos como Ignacio de Antioquía. La «cristología rica», por el contrario, exaltó la divinidad de Cristo vinculándose a la filosofía alejandrina del Logos (de la que el texto de Juan es un buen ejemplo) y acabó derrotando al adopcianismo.
Orígenes (c. 185-253), desde su escuela teológica superior de Alejandría, lanzó una concepción trinitaria, claramente influida por el platonismo medio, en la que la distinción entre las personas predominaba aún respecto a la de su sustancia divina y se establecía una clara relación de subordinación entre ellas. Sólo el Padre, cuya acción se extiende a toda la realidad, es Dios en sentido estricto, en cuanto es el único «no-generado»; el Hijo, el Verbo que actúa como intermediario entre Dios y la multiplicidad de los seres espirituales creados, ha sido generado y, por esta razón, es un Dios secundario cuya acción está limitada a los seres racionales; el Espíritu Santo deriva del Hijo y sus atributos distintivos y extiende su acción sólo a los santos. Esta tesis de Orígenes —sacerdote que fue reducido al estado laical por haber sido ordenado irregularmente— acabaría siendo la base fundamental sobre la que, con notables retoques, se construirá la doctrina trinitaria cristiana asentada en el siglo IV.
Otro acerdote, Arrio (256-336), aportó una nueva visión teológica —en la línea «pobre»— cuando subrayó la absoluta unicidad y trascendencia de Dios y consideró al Hijo como una criatura generada por el Padre, esto es hecha por él, y que aunque se la denomine Dios no lo es verdaderamente más que en la medida en que participa de la gracia divina; siendo evidente, por tanto, que el Hijo no es de la misma sustancia que el Padre. La discusión en torno a la doctrina arriana fue uno de los desencadenantes fundamentales de la convocatoria del concilio de Nicea (325), pero allí fue vencida por sus oponentes y declarada herética. En Nicea se adoptó, por votación mayoritaria, el término homoousios —ya usado por Orígenes, aunque para poner un acento diferente— para afirmar que el Hijo es consustancial con el Padre.
La versión más elaborada de la cristología «pobre» apareció con Nestorio (m. en 451), patriarca de Constantinopla, y se forjó en medio de su agria polémica con Cirilo, el patriarca de Alejandría. El conflicto entre ambos estalló en torno al término Theotókos (madre de Dios) atribuido a María. Los alejandrinos, que insistían en la unidad de Cristo partiendo de la persona del Verbo de Dios, afirmaban que María es la madre de Dios y que Dios sufrió. Nestorio, en cambio, no consideraba adecuado el término y usaba el de Theodóchos (que recibe a Dios) o Christotókos (madre de Cristo), con lo que afirmaba que el Verbo divino no podía ser la misma persona que había sufrido y muerto en la cruz y que Cristo había sido un hombre y como tal había sufrido y muerto.                                                                           
El nestorianismo sostuvo que las dos naturalezas de Cristo encarnado habían permanecido inalteradas y distintas en la unión, y renunció al concepto de «unión hipostática» entre las naturalezas humana y divina en Cristo, introduciendo el de «conjunción», que evitaba toda posibilidad de confusión entre las dos naturalezas. Cirilo denunció a Nestorio, acusándole de haber dividido al Dios hombre en dos personas distintas, y el concilio de Éfeso (431) condenó la doctrina nestoriana. Poco después, en el concilio de Calcedonia (451), fracasó de nuevo el intento de imponer la teología alejandrina a los nestorianos y éstos fundaron una Iglesia que ha llegado hasta la actualidad, manteniéndose firmes en su convicción de la existencia de dos naturalezas y dos personas en Cristo y, claro está, rechazando que María sea la Theotókos o madre de Dios.
La cristología «rica» alejandrina, tan celosamente defendida por el patriarca Cirilo, también tuvo sus vanantes de peso. Así, el obispo Apolinario de Laodicea (c. 310-390), intentando defender la divinidad de Cristo que negaba el arrianismo, sostuvo que el Verbo divino se unió en Jesucristo con una humanidad incompleta, eso es privada del alma racional puesto que, precisamente, había ocupado su lugar; la encarnación, por tanto, había sido una simple asunción del cuerpo del hombre Jesús pero no de toda la naturaleza humana. El apolinarismo gozó de una gran difusión hasta que desapareció, alrededor del año 420, bajo la represión del emperador Teodosio.
Un monje, Eutiques de Constantinopla (c. 378-454), negó la existencia en Cristo de una doble naturaleza —humana y divina—, afirmando que, si bien procedió de las dos naturalezas, él subsistió en una «sola naturaleza» —de ahí el nombre de mónéphysis o monofisismo que recibió su doctrina— ya que la personalidad divina absorbió a la humana. El monofisismo fue condenado en el concilio de Calcedonia (451), pero sobrevivió en muchos patriarcados de Oriente, manteniéndose firme frente a la teología impuesta por Roma. El intento de reconciliación de ambas doctrinas, que protagonizaron, en el año 519, el emperador Justino y el papa Hormisdas —que propuso la fórmula Hormisdae, aceptada por el patriarca Juan, de «la Santa Sede Apostólica ha conservado siempre sin tacha la religión católica»— fracasó por la oposición violenta del monarca romano Teodorico y la nueva vía que abrió, un siglo después, el emperador bizantino Heraclio no acabó mucho mejor.
Heraclio (610-641) le propuso al papa Honorio I una fórmula de compromiso a partir de la doctrina del monotelis-mo —derivada del monofisismo—, que postulaba que Cristo tuvo dos naturalezas pero una sola voluntad, la del Verbo divino procedente del Padre; de esta forma se eludía presentar a Cristo aprisionado entre dos voluntades distintas —la divina y la humana— y se evitaba el cisma entre Bizancio y Roma. El monotelismo fue defendido por Sergio, patriarca de Constantinopla, y el papa Honorio I se adhirió a él recomendando evitar hablar de las dos voluntades de Cristo. Pero las tesis de Sofronio de Alejandría y, en especial, de Máximo el Confesor, inspirador del sínodo de Letrán (649), llevaron a condenar al monotelismo y fijar la doctrina de las dos voluntades —en Letrán, bajo el papa Martín I— que, finalmente, será definida en el III Concilio de Constantinopla (680-681) por el papa Agatón.
La evolución de la cristología, hasta llegar a las creencias católicas oficiales actuales, ha sido tan alucinante como se resume en el cuadro que presentamos a continuación:  
         
EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA DEFINICIÓN Y CARACTERÍSTICAS
DE LA SUPUESTA PERSONALIDAD DIVINA DE JESÚS






 
 Resulta completamente absurdo y escandaloso que un hombre como Jesús, al que nadie de su tiempo —ni sus discípulos, ni su familia, ni él mismo— consideró otra cosa que un simple ser humano, aunque excepcional e investido de una misión mesiánica, haya pasado a convertirse en un ser divino, consustancial con Dios, por obra del paso de los siglos y merced a las cavilaciones de personajes tan sesudos como ociosos.
Esta es una muestra más de que la teología, a menudo, en lugar de ser la «ciencia que trata de Dios, partiendo de las verdades reveladas» es el arte sutil de construir la estructura mítica de los dioses que luego se dirán revelados y serán aupados mediante una dogmática eclesial carente de base y de procedencia dudosísima.
Mirando con los ojos de la fe, no hay razón alguna que impida considerar a Jesús como al mismísimo Dios, ya que ésa es una cuestión de creencia personal íntima y respetable; pero bajo la luz de la razón, del sentido común y de los datos ciertos, resulta grotesco que, según se deduce de la historia de la Iglesia católica, Jesús haya tenido que esperar hasta el con-cilio de Nicea para darse cuenta de que siempre fue consustancial con Dios y que sólo desde finales del siglo VII haya podido estar en condiciones de afirmar, fuera de toda duda, que él siempre tuvo dos naturalezas y dos voluntades.

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