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domingo, 21 de agosto de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXIX


El celibato obligatorio del clero es un mero decreto administrativo,
no un mandato evangélico

En la Epístola a Tito, en el apartado titulado «condiciones de los obispos», san Pablo fijó por escrito la siguiente instrucción: «Te dejé en Creta para que acabases de ordenar lo que faltaba y constituyeses por las ciudades presbíteros en la forma que te ordené. Que sean irreprochables, maridos de una sola mujer, cuyos hijos sean fieles, que no estén tachados de liviandad o desobediencia. Porque es preciso que el obispo sea inculpable, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes ganancias...» (Tit 1,5-7).
Imponer a los miembros del primer clero la condición —inspirada por Dios, claro está— de ser «maridos de una sola mujer» no podía significar, tal corno hoy manda la Iglesia católica, que fuesen célibes, sino, más bien, que le fuesen sexualmente fieles a una sola mujer, esto es a aquella con la que se hubieren desposado; una norma moral que, según documenta la historia eclesiástica del primer milenio, no fue demasiado respetada por el clero católico —papas, obispos y sacerdotes— que estuvo casado (y aún menos por el que fue formalmente célibe).
A más abundamiento, el supuesto e inapelable magisterio divino del Antiguo Testamento, expresado en el capítulo titulado «leyes acerca de la pureza habitual de los sacerdotes» de la Ley proclamada en el Levítico —cuyo cumplimiento íntegro fue ratificado por Jesús en Mt 5,17-18—, ordenó: «Tomará [el sacerdote] virgen por mujer, no viuda, ni repudiada, ni desflorada, ni prostituida. Tomará una virgen de las de j su pueblo, y no deshonrará su descendencia en medio de su  pueblo, porque soy yo, Yavé, quien le santificó» (Lev 21,13-15). Parece, pues, que Dios tuvo especial cuidado hasta para legislar las características que debían cumplir las esposas de sus sacerdotes, ¿acaso no sabía el Padre que los supuestos seguidores de su Hijo, eso es la Iglesia católica, los querrían célibes?
Tal como ya mostré al ocuparme del tema del celibato sacerdotal en un libro anterior, esta norma carente de fundamento evangélico —que no fue impuesta hasta el siglo XVI— ocupó un lugar destacado entre las preocupaciones del último concilio celebrado hasta hoy. En el Vaticano II, Paulo VI —que no se atrevió a replantear la cuestión del celibato tal como solicitaron muchos miembros del sínodo que defendían su opcionalidad— sentenció —en PO (16)— que «exhorta también este sagrado concilio a todos los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, aceptaron el sagrado celibato por libre voluntad a ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo magnánimamente y de todo corazón y perseverando fielmente en este estado, reconozcan este preclaro don, que les ha sido hecho por el Padre y tan claramente es exaltado por el Señor (Mt 19,11), y tengan también ante los ojos los grandes misterios que en él se significan y cumplen».
A primera vista, en la propia redacción de este texto reside su refutación. Si el celibato es un estado, tal como se afirma, eso es una situación o condición legal en la que se encuentra un sujeto, lo será igualmente el matrimonio y, ambos, en cuanto a estados, pueden y deben ser optados libremente por cada individuo, sin imposiciones ni injerencias externas.
En segundo lugar, el celibato no puede ser un don o caris-ma, tal como se dice, ya que, desde el punto de vista teológico, un carisma es dado siempre no para el provecho de quien lo recibe sino para el de la comunidad a la que éste pertenece. Así, los dones bíblicos de curación o de profecía, por ejemplo, eran para curar o para guiar a los otros, pero no eran aplicables por el beneficiario a sí mismo. Si el celibato fuese un don o carisma, lo sería para ser dado en beneficio de toda la comunidad de creyentes y no sólo de unos cuantos privilegiados —eso es que todos los fieles, no sólo el clero, deberían ser célibes—; y es ya bien sabido que resulta una falacia argumentar que el célibe tiene mayor disponibilidad para ayudar a los demás. El matrimonio, en cambio, sí que fue dado para contribuir al mutuo beneficio de la comunidad.
En todo caso, finalmente, en ninguna de las listas de carismas que transmite el Nuevo Testamento —Rom 12,6-7; I Cor 12,8-10 o Ef 4,7-11— se cita al celibato; luego es evidente que no puede ser ningún don o carisma por mucho que la Iglesia así lo pretenda. A cualquier analista objetivo de las Escrituras le resulta patente que, tal como afirma con rotundidad el teólogo católico Julio Lois, «en el Nuevo Testamento no existe ningún vínculo directo y esencial entre el ministerio [sacer- dotal] y el don (carisma) del celibato».
Por otra parte, la supuesta exaltación del celibato que se le atribuye a Jesús, según los versículos de Mt 19,10-11, se debe a una exégesis errónea de los mismos ongínada en una traducción incorrecta del texto griego —Biblia de los Setenta— al hacer la versión latina (Vulgata).
El Jesús que aparece en Mt 19,10 está respondiendo a unos fariseos que le han preguntado sobre el divorcio, y lo hace afirmando la indisolubilidad del matrimonio (pero presentándola como una meta a conseguir, como la perfección a la que debe tenderse, no como una mera ley a imponer), a lo que los fariseos le oponen la Ley mosaica que permite el divorcio y él, a su vez, contesta: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo os digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera» (Mt 19,8-9).
Dado que los versículos que siguen a los anteriores están muy mal traducidos en la versión católica de Nácar-Colunga que venimos utilizando, los transcribiremos según el sentido correcto que le dan las revisiones más autorizadas de los Evangelios: «Por su parte los discípulos le dijeron: Si tal es la situación del hombre para con su [o «para con la»] mujer no trae cuenta casarse. No todos pueden llegar a ese extremo, les dijo él, sino sólo aquellos a quienes les ha sido concedido. Pues hay eunucos que lo son de nacimiento, otros que lo son por obra de los hombres y otros que se han hecho eunucos a sí mismos por el reino de los cielos. Quien pueda llegar tan lejos que lo haga» (Mt 19,10-12).
 En este texto, que aporta matices fundamentales que no aparecen en la clásica Vulgata —ni en las traducciones católicas de la Biblia—, cuando Jesús afirma que «no todos pueden llegar a ese extremo» —o «no todos pueden con eso», según otras versiones también correctas— y «quien pueda llegar tan lejos que lo haga», se está refiriendo claramente al matrimonio, no al celibato (que es la interpretación interesada que sostiene la Iglesia católica). Las palabras ton lógon toúton se refieren, en griego, a lo que antecede (la dureza del matrimonio indisoluble, que hace expresar a los discípulos que no trae cuenta casarse), no a lo que viene después. Lo que se afirma como un don, por tanto, es el matrimonio, no el celibato y, consecuentemente, en contra de la postura eclesial oficial, no exalta a éste por encima de aquél, sino al contrario.
La famosa frase «hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos» (Mt 19,12), tomada por la Iglesia católica como la prueba de la recomendación o consejo evangélico del celibato, nunca puede ser tal por dos motivos: el tiempo verbal de un consejo de esta naturaleza, y dado en ese contexto social, siempre debe ser el futuro, no el pasado o presente, y el texto griego está escrito en tiempo pasado; y, finalmente, dado que toda la frase referida a los eunucos está en el mismo contexto y tono verbal, también debería tomarse como consejo evangélico la castración forzada —«hay eunucos que fueron hechos por los hombres»—, cosa que, evidentemente, sería una estupidez.
Resulta obvio, por tanto, que no hay la menor base evangélica para imponer el celibato obligatorio al clero. Las primeras normativas que afectan a la sexualidad —y subsidiariamente al matrimonio/celibato de los clérigos— se producen cuando la Iglesia, de la mano del emperador Constantino, empieza a organizarse como un poder sociopolítico terrenal. Cuantos más siglos fueron pasando, y más se manipulaban los Evangelios originales, más fuerza fue cobrando la cuestión del celibato obligatorio, un instrumento clave para dominar fácilmente a la masa clerical.
Hasta el concilio de Nicea (325) no hubo decreto legal alguno en materia de celibato. En el canon 3 se estipuló que «el concilio prohibe, con toda la severidad, a los obispos, sacerdotes y diáconos, o sea a todos los miembros del clero, el tener consigo a una persona del otro sexo, a excepción de madre, hermana o tía, o bien de mujeres de las que no se pueda tener ninguna sospecha»; pero en este mismo concilio no se prohibió que los sacerdotes que ya estaban casados continuasen llevando una vida sexual normal.
Decretos similares se fueron sumando a lo largo de los siglos —sin lograr que una buena parte del clero dejase de tener concubinas— hasta llegar a la ola represora de los concilios lateranenses del siglo XII, destinados a estructurar y fortalecer definitivamente el poder temporal de la Iglesia. En el concilio I de Letrán (1123), el papa Calixto II condenó de nuevo la vida en pareja de los sacerdotes y avaló el primer decreto explícito obligando al celibato. Poco después, el papa Inocencio II, en los cánones 6 y 7 del concilio II de Letrán (1139), incidía en la misma línea — lo mismo que su sucesor Alejandro III en el concilio III de Letrán (1179) — y dejaba perfilada ya definitivamente la norma disciplinaria que daría lugar a la actual ley canónica del celibato obligatorio... que la mayoría de clérigos, en realidad, siguió sin cumplir.
Tan habitual era que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo cada vez que transgredían la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener relaciones sexuales de algún tipo.
A este estado de cosas intentó poner coto el tumultuoso concilio de Basilea (1431-1435), que decretó la pérdida de los ingresos eclesiásticos a quienes no abandonasen a sus concubinas después de haber recibido una advertencia previa y de haber sufrido una retirada momentánea de los beneficios.
Con la celebración del concilio de Trento (1545-1563), el papa Paulo III — protagonista de una vida disoluta, favorecedor del nepotismo dentro de su pontificado, y padre de varios hijos naturales — implantó definitivamente los edictos disciplinarios de Letrán y, además, prohibió explícitamente que la Iglesia pudiese ordenar a varones casados.

En fin, anécdotas al margen, de la época de los concilios de Letrán hasta hoy, nada sustancial ha cambiado acerca de una ley tan injusta y falta de fundamento evangélico —y por ello calificable de herética— como lo es la que decreta el celibato obligatorio para el clero.
El papa Paulo VI, en su encíclica Sacerdotalis Coelibatus (1967), no dejó lugar a dudas cuando sentó doctrina de este tenor: «El sacerdocio cristiano, que es nuevo, no se comprende sino a la luz de la novedad de Cristo, pontífice supremo y pastor eterno, que instituyó el sacerdocio ministerial como participación real de su único sacerdocio» (n. 19). «El celibato es también una manifestación de amor a la Iglesia» (n. 26). «Desarrolla la capacidad para escuchar la palabra de Dios y dispone a la oración. Prepara al hombre para celebrar el misterio de la eucaristía» (n. 29). «Da plenitud a la vida» (n. 30). «Es fuente de fecundidad apostólica» (n. 31-32). Con los datos que ya demostré en la investigación que publiqué en mi libro La vida sexual del clero, puede verse, sin lugar a dudas, que todas estas manifestaciones de Paulo VI no se ajustan para nada a la realidad en que vive la inmensa mayoría del clero católico.                                                    
«El motivo verdadero y profundo del celibato consagrado —dejó establecido el papa Paulo VI, en su encíclica Sacerdotalis Coelibatus (1967)— es la elección de una relación personal más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad; en esta elección, los valores humanos más elevados pueden ciertamente encontrar su más alta expresión.» Y el artículo 599 del Código de Derecho Canónico, con lenguaje sibilino, impone que «el consejo evangélico de castidad asumido por el Reino de los cielos, que es signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido, lleva consigo la obligación de observar perfecta continencia en el celibato».
Sin embargo, la Iglesia católica, al transformar un inexistente «consejo evangélico» en ley canónica obligatoria, se ha quedado a años luz de potenciar lo que Paulo VI resume como «una relación personal más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad». Antes al contrario, lo que sí ha logrado la Iglesia con la imposición de la ley del celibato obligatorio es un instrumento de control que le permite ejercer un poder abusivo y dictatorial sobre sus trabajadores, y una estrategia básicamente eco-nomicista para abaratar los costos de mantenimiento de su plantilla sacro-laboral y, también, para incrementar su patrimonio institucional; por lo que, evidentemente, la única «humanidad» que gana con este estado de cosas es la propia Iglesia católica.
El obligado carácter célibe del clero, le convierte en una gran masa de mano de obra barata y de alto rendimiento, y dotada de una movilidad geográfica y de una sumisión y dependencia jerárquica absolutas.
Un sacerdote célibe es mucho más barato de mantener que otro que pudiese formar una familia, ya que, en este último supuesto, la institución debería triplicar, al menos, el salario actual del cura célibe para que éste pudiese afrontar, junto a su mujer e hijos, una vida material digna y suficiente para cubrir todas las necesidades que son corrientes en un núcleo familiar. Así que cuando oímos a la jerarquía católica rechazar la posibilidad de matrimonio de los sacerdotes, lo que estamos oyendo, fundamentalmente, es la negativa a incrementar su presupuesto de gastos de personal.
De todos modos, el matrimonio de los sacerdotes podría ser posible sin incrementar ninguna dotación presupuestaria. Bastaría con que los curas, o una mayoría de ellos, al igual que hacen en otras confesiones cristianas, se ganasen la vida mediante una profesión civil y ejerciesen, además, su ministerio sacerdotal; algo que ya llevan practicando, desde hace años, y con plena satisfacción de sus comunidades de fieles, de sus familias y de ellos mismos, los miles de curas católicos casados que actúan como tales por todo el mundo. Pero la Iglesia católica descarta esta posibilidad porque piensa, de un modo tan egoísta como equivocado, que si un sacerdote trabaja en el mundo civil rendirá menos para su institución.
Dentro del contexto católico, la aceptación del celibato viene a suponer también el acatar que el sacerdote pasará toda su vida dependiendo de la institución y, por tanto, ésta se despreocupa de formarle en materias civiles, lo que repercute muy negativamente en sus posibilidades de independencia y le somete aún más a la voluntad de su único y excluyeme patrón; por esta causa se generan demasiados dramas humanos muy notables al tiempo que, en general, se incrementa a propósito la ignorancia y falta de preparación del clero.
Otra ventaja económica añadida que la ley del celibato le reporta a la Iglesia católica es que la frustración vital que llega a padecer el sacerdote, por sus carencias afectivo-sexuales y otras causas de índole emocional, se traduce en que una parte de ellos se ven espoleados a acumular riqueza como parte de un mecanismo psicológico compensatorio y, al ser obligatoriamente solteros, todos o la mayor parte de estos bienes pasan, por herencia, a engrosar el patrimonio de la Iglesia. Y otro tanto sucede con los bienes que heredan de sus familias.
Si los sacerdotes estuviesen casados, resulta obvio que la Iglesia católica no heredaría sus posesiones —incluyendo las apetitosas donaciones patrimoniales de beatas/os solitarios y ricos—, ya que sus bienes acabarían, lógicamente, en manos de su esposa e hijos. Por eso, y no por razones morales, desde el medioevo la Iglesia tomó la decisión de declarar como hijos ilegítimos a los hijos de los clérigos; de este modo se les impedía legalmente cualquier posibilidad de heredar el patrimonio del padre.
En concilios como el de Pavía (1020) se llegó a decretar, en su canon 3, la servidumbre [esclavitud] a la Iglesia, en vida y bienes, de todos los hijos de clérigos. «Los eclesiásticos no tendrán concubinas —ordenaba el canon 34 del concilio de Oxford (1222)—, bajo la pena de privación de sus oficios. No podrán testar en favor de ellas ni de sus hijos, y si lo hacen, el obispo aplicará estas donaciones en provecho de la Iglesia, según su voluntad.» La lista de decretos similares es tan extensa como cuidadosa ha sido la Iglesia en asegurarse los bienes de los hijos bastardos de sus sacerdotes.
Así pues, aunque decenas de miles de sacerdotes abandonen la Iglesia católica —unos cien mil en el último cuarto de siglo—, la ley del celibato obligatorio continúa siendo muy rentable para la institución, ya que sigue permitiendo una mejor explotación de todos cuantos aún permanecen bajo la autoridad eclesial.
El celibato obligatorio es un mecanismo de control básico dentro de la estructura clerical católica y, junto al culto a la personalidad papal y al deber de obediencia, conforma la dinámica funcional que hace posible que tan sólo 4.159 miembros del episcopado —eso es 149 cardenales, 10 patriarcas, 754 arzobispos y 3.246 obispos— controlen absolutamente las vidas personales y el trabajo de 1.366.669 personas.
De todas formas, en una Iglesia católica como la actual, donde el nivel de secularizaciones y de fallecimientos es muy superior al de ordenaciones, y en la que, por poner el caso de España, la edad media de su clero diocesano es de unos 61-62 años y sólo el 48% de las parroquias existentes cuenta con un sacerdote residente, parece razonable pensar que el papa que suceda a Wojtyla deberá plantearse con urgencia la anulación del decreto arbitrario y lesivo de Trento e implantar el celibato opcional, tal como reclaman, según las encuestas, las tres cuartas partes del propio clero católico.








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