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domingo, 13 de noviembre de 2011

LUZ DEL DOMINGO XLI

NOÉ, BORRACHO Y DESNUDO, MALDIJO A UN NIETO YA SU DESCENDENCIA PORQUE SU HIJO MENOR LE VIO EN TAL SITUACIÓN

Cuando concluyó el famoso diluvio universal y aguas y tierras se normalizaron, Noé y sus tres hijos abandonaron el arca y se fueron a lo suyo como si tal cosa. En el Génesis se nos ofrece una escena de pura cotidianeidad de esos días:
Noé, que era labrador, comenzó a trabajar la tierra y plantó una viña. Bebió el vino, se embriagó y quedó tendido sin ropas en medio de su tienda. Cam, padre de Canaán, vio que su padre estaba desnudo y fue a decírselo a sus dos hermanos que estaban fuera. Pero Sem y Jafet tomaron un manto, se lo echaron al hombro, y caminando de espaldas, entraron a tapar a su padre. Como habían entrado de espaldas, mirando hacia afuera, no vieron a su padre desnudo.
Cuando despertó Noé de su embriaguez, supo lo que había hecho con él su hijo menor, y dijo: «¡Maldito sea Canaán! ¡Será esclavo de los esclavos de sus hermanos! ¡Bendito sea Yavé, Dios de Sem, y sea Canaán esclavo suyo! Que Dios agrande a Jafet y habite en las tiendas de Sem, y sea Canaán esclavo de ellos» (Gn 9,20-27).
¡Fantástica la cosa! Noé, haciendo gala de una pésima educación, se puso a beber vino solo, encerrado dentro de su tienda —en una conducta más propia de alcohólico que de usuario sensato de tan espléndido jugo de uva—, sin ni siquiera ofrecerles un traguito a sus sacrificados hijos; de resultas de su vicio privado, el hombre se emborrachó y acabó desnudándose y tirado como una colilla en el suelo de su tienda, sumido en un estado lamentable.
En ésas que entró en la tienda su hijo pequeño Cam, vio la escena, y se salió para contársela a' sus hermanos mayores. No consta que se tomara a chirigota la cogorza de su padre, sólo que le vio desnudo y, si acaso, que no le echó encima algún trapo, tal como hicieron sus dos hermanos, Sem y Jafet, que, eso sí, se acercaron al padre de espaldas y actuaron como unos perfectos irresponsables: ¿cómo sabían que su padre no se había roto la nariz o el cuello al derrumbarse, o que no se estaba ahogando en su propio vómito? Ningún auxilio, ninguna preocupación por el progenitor abatido por su vicio (¿es que quizá la borrachera era ya un hábito y no le hacían caso?).
En cualquier caso, Noé, el hombre que «se había ganado el cariño de Yavé» —y al que tal vez por ello Dios disculpaba sus excesos—, a pesar de ser el único responsable de su afrentosa situación, no sólo no se disculpó ante sus hijos por tener tan mal beber sino que maldijo ferozmente al único hijo que obró con sensatez. Mejor dicho, no maldijo a su hijo menor Cam, sino al hijo menor de éste, a Canaán, que no tenía nada que ver con nada de nada (y no parece siquiera que hubiese nacido, aunque eso no le quita fuste a una historia como ésta, surgida de la palabra divina).
En este ejemplo, dado por tan grato varón de Dios, se asienta yl fortalece una costumbre que el dios bíblico cultivará con fruición, a lo largo de las historias más notables de la Biblia, esto es, la norma de castigar terriblemente a gente —mayoritariamente niños y mujeres— absolutamente inocente y ajena a los hechos que provocaban la ira divina —o la de sus varones amados—, a fin de pagar las culpas y errores cometidos, precisamente, por esos santos varones que caminaban y actuaban siempre bajo la protección de Dios.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: pueden cometerse los excesos que pida el cuerpo sin tener que arrepentirse de nada ante los demás... siempre que pueda culparse del estropicio propio a algún subordinado o, mejor aún, a alguien que no pueda defenderse.

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