LA ENVIDIA COCHINA DE UNA MADRE CONTÓ CON EL BENEPLÁCITO DIVINO: ABRAHAM EXPULSÓ DE SU CASA AL NIÑO ISMAEL, SU PRIMER HIJO TENIDO CON LA CRIADA AGAR
Ya vimos anteriormente la talla humana de Abraham y Sara, mentirosos y manipuladores que hicieron pasar a ésta por hermana del patriarca, entrando bajo esa falsa identidad en camas reales a fin de proteger y enriquecer a su santo esposo.
Ahora Dios nos ofrece, para nuestro aprendizaje moral, el ejemplo de una madre empapada de envidia cochina, rencor y egoísmo, y de un padre injusto y cobardón. Aunque, eso sí, ambos muy gratos a los ojos del Señor.
Leemos en el Génesis:
Sara vio que el hijo que la egipcia Agar había dado a Abrahán, se burlaba de su hijo Isaac, y dijo a Abrahán: «Despide a esa esclava y a su hijo, pues el hijo de esa esclava no debe compartir la herencia con mi hijo, con Isaac».
Esto desagradó mucho a Abrahán, por ser Ismael su hijo. Pero Dios le dijo: «No te preocupes por el muchacho ni por tu sirvienta. Haz todo lo que te pide Sara, porque de Isaac saldrá la descendencia que lleve tu nombre. Pero también del hijo de la sierva yo haré una gran nación, por ser descendiente tuyo».
Abrahán se levantó por la mañana muy temprano, tomó pan y un recipiente de cuero lleno de agua y se los dio a Agar. Le puso su hijo sobre el hombro y la despidió. Agar se marchó y anduvo errante por el desierto de Bersebá. Cuando no quedó nada de agua en el recipiente de cuero, dejó tirado al niño bajo un matorral y fue a sentarse a la distancia de un tiro de arco, pues pensó: «Al menos no veré morir a mi hijo». Como se alejara para sentarse, el niño se puso a llorar a gritos.
Dios oyó los gritos del niño, y el Ángel de Dios llamó desde el cielo a Agar y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído al niño gritando de donde está. Anda a buscar al niño, y llévalo bien agarrado, porque de él haré yo un gran pueblo».
Entonces Dios le abrió los ojos y vio un pozo de agua. Llenó el recipiente de cuero y dio de beber al niño. Dios asistió al niño, que creció y vivió en el desierto, llegando a ser un experto tirador de arco. Vivió en el desierto de Parán, donde su madre lo casó con una mujer egipcia (Gn 21,9-21).
Obsérvese el elitismo que se gasta el dios bíblico, que no se rebajó a hablar directamente con una criada tal como lo hacía con Abraham, un mal padre que sin pestañear envió a su hijo a morir en el desierto junto a su criada y amante. Para tratar con el servicio, Dios se esconde tras ese álter ego que denomina «Ángel de Dios» y que le pregunta a Agar por su situación. ¿Es que Yavé no la veía bien desde el cielo?
En todo caso, parece que gracias a la milagrosa mano del mismo dios que forzó su destierro, ese niño, Ismael, prosperó en el desierto, que no es poco, haciendo carrera de arquero y de marido de egipcia. Pero tras alabar al Altísimo por un prodigio que no venía sino a remendar un castigo injusto infligido bajo su orden, no cabe sino repudiar el ejemplo de un pésimo padre, avaricioso hasta la médula y sometido a la voluntad de cualquiera con tal de seguir medrando.
Abraham se comportó con avaricia, crueldad e injusticia desmedidas, dado que un hombre tan rico como él —con una fortuna que, además, en buena parte le llegó regalada tras engañar a reyes con la argucia de hacer pasar a la bella Sara por su hermana casadera— envió al desierto a su primer hijo y a su amante sin darles recursos para sobrevivir, con tan sólo «pan y un recipiente
de cuero lleno de agua». Sara, instigadora de la expulsión por celos y avaricia, no merece mejor crítica que su marido Abraham.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: los hijos y las amantes son de usar y tirar sin el menor respeto ni consideración; y la responsabilidad parental no es ninguna obligación cuando las pasiones humanas fijan su proa hacia rutas miserables y egoístas.
Ya vimos anteriormente la talla humana de Abraham y Sara, mentirosos y manipuladores que hicieron pasar a ésta por hermana del patriarca, entrando bajo esa falsa identidad en camas reales a fin de proteger y enriquecer a su santo esposo.
Ahora Dios nos ofrece, para nuestro aprendizaje moral, el ejemplo de una madre empapada de envidia cochina, rencor y egoísmo, y de un padre injusto y cobardón. Aunque, eso sí, ambos muy gratos a los ojos del Señor.
Leemos en el Génesis:
Sara vio que el hijo que la egipcia Agar había dado a Abrahán, se burlaba de su hijo Isaac, y dijo a Abrahán: «Despide a esa esclava y a su hijo, pues el hijo de esa esclava no debe compartir la herencia con mi hijo, con Isaac».
Esto desagradó mucho a Abrahán, por ser Ismael su hijo. Pero Dios le dijo: «No te preocupes por el muchacho ni por tu sirvienta. Haz todo lo que te pide Sara, porque de Isaac saldrá la descendencia que lleve tu nombre. Pero también del hijo de la sierva yo haré una gran nación, por ser descendiente tuyo».
Abrahán se levantó por la mañana muy temprano, tomó pan y un recipiente de cuero lleno de agua y se los dio a Agar. Le puso su hijo sobre el hombro y la despidió. Agar se marchó y anduvo errante por el desierto de Bersebá. Cuando no quedó nada de agua en el recipiente de cuero, dejó tirado al niño bajo un matorral y fue a sentarse a la distancia de un tiro de arco, pues pensó: «Al menos no veré morir a mi hijo». Como se alejara para sentarse, el niño se puso a llorar a gritos.
Dios oyó los gritos del niño, y el Ángel de Dios llamó desde el cielo a Agar y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído al niño gritando de donde está. Anda a buscar al niño, y llévalo bien agarrado, porque de él haré yo un gran pueblo».
Entonces Dios le abrió los ojos y vio un pozo de agua. Llenó el recipiente de cuero y dio de beber al niño. Dios asistió al niño, que creció y vivió en el desierto, llegando a ser un experto tirador de arco. Vivió en el desierto de Parán, donde su madre lo casó con una mujer egipcia (Gn 21,9-21).
Obsérvese el elitismo que se gasta el dios bíblico, que no se rebajó a hablar directamente con una criada tal como lo hacía con Abraham, un mal padre que sin pestañear envió a su hijo a morir en el desierto junto a su criada y amante. Para tratar con el servicio, Dios se esconde tras ese álter ego que denomina «Ángel de Dios» y que le pregunta a Agar por su situación. ¿Es que Yavé no la veía bien desde el cielo?
En todo caso, parece que gracias a la milagrosa mano del mismo dios que forzó su destierro, ese niño, Ismael, prosperó en el desierto, que no es poco, haciendo carrera de arquero y de marido de egipcia. Pero tras alabar al Altísimo por un prodigio que no venía sino a remendar un castigo injusto infligido bajo su orden, no cabe sino repudiar el ejemplo de un pésimo padre, avaricioso hasta la médula y sometido a la voluntad de cualquiera con tal de seguir medrando.
Abraham se comportó con avaricia, crueldad e injusticia desmedidas, dado que un hombre tan rico como él —con una fortuna que, además, en buena parte le llegó regalada tras engañar a reyes con la argucia de hacer pasar a la bella Sara por su hermana casadera— envió al desierto a su primer hijo y a su amante sin darles recursos para sobrevivir, con tan sólo «pan y un recipiente
de cuero lleno de agua». Sara, instigadora de la expulsión por celos y avaricia, no merece mejor crítica que su marido Abraham.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: los hijos y las amantes son de usar y tirar sin el menor respeto ni consideración; y la responsabilidad parental no es ninguna obligación cuando las pasiones humanas fijan su proa hacia rutas miserables y egoístas.
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