MESA, EL REY MOABITA QUE SALVÓ SU PAÍS DE LA DESTRUCCIÓN ISRAELITA Y DE LA FURIA DE DIOS INMOLANDO A SU HIJO MAYOR
El sacrificio en holocausto en el que el rey Mesa asesinó a su propio hijo primogénito es uno de esos relatos bíblicos terribles que los exegetas han intentado confundir, más que aclarar, mediante las anotaciones maquinadoras que figuran en muchas biblias.
El país de Moab, según se relata en el segundo Libro de Reyes, estuvo sometido por Israel hasta que, tras la muerte de Ajab —que reinó entre los años 869 y 850 a. C.—, el rey moabita Mesa se rebeló contra sus opresores. El nuevo monarca hebreo, Joram, aliado con Josafat, rey de Judá, y el monarca de Edom, se encaminaron a atacar a Moab, pero como no las tenían todas consigo, se fueron a consultar al profeta Eliseo para saber la voluntad de Dios.
«Tráeme ahora a alguien que toque el arpa» [exigió Eliseo al rey Joram]. Mientras el arpista tocaba, la mano de Yavé se puso sobre Eliseo. Entonces dijo: «Así habla Yavé: ¡Caven zanjas y zanjas en este valle! Porque esto dice Yavé: No verán viento ni lluvia y sin embargo el valle se llenará de agua. Entonces beberán ustedes, sus rebaños y sus bestias de carga. Pero todo eso es poco a los ojos de Yavé, quien quiere además entregar a Moab en las manos de ustedes. Demolerán todas las ciudades fortificadas, cortarán todos los árboles frutales, taparán todos los manantiales y estropearán todos los mejores campos echando en ellos piedras» (...)
Se abalanzaron [los moabitas] sobre el campamento de Israel, pero los israelitas se levantaron y contraatacaron a Moab, que salió huyendo ante ellos; penetraron en el territorio de Moab y lo devastaron. Devastaron las ciudades y cada uno echó su piedra en los mejores campos, hasta taparlos con ellas. Taparon todos los manantiales y cortaron todos los árboles frutales, de tal modo que en Quir-Herés quedaron sólo piedras. Los honderos que la habían cercado la castigaron. Cuando el rey de Moab vio que le iba mal en la batalla, reunió a setecientos hombres armados de espada para romper el cerco frente al rey de Edom, pero no lo logró.
Entonces tomó a su hijo mayor, al que debía reinar en su lugar y lo ofreció en holocausto encima de la muralla. Luego de esto, los israelitas tuvieron graves dificultades, se retiraron de allí y regresaron a su país (2 Re 3,15-27).
El asesinato de ese primogénito a manos de su padre, el rey Mesa, tiene más miga de la que parece. Al último versículo (3,37), los exegetas le añaden interpretaciones tan peregrinas y absurdas como las siguientes, que en este caso proceden de la versión Reina-Valera de 1995:
«Con la inmolación de su hijo primogénito, el rey pretendía aplacar la ira de Quemos, el dios de Moab, "que estaba enojado con su tierra" (según Inscripción de Mesa, línea 5). Cf. Jer 48.7,13,46 [pero nada en este relato ni en las citas mencionadas permite deducir tal cosa ni nada que se le parezca].
»Aunque este rito pagano estaba severamente prohibido por la ley de Moisés (Lv 18.21; 20.2), era practicado ocasionalmente en Israel (2 Re 16.3) [estaría prohibido, pero ya hemos visto anteriormente la afición que los varones de Dios le tenían a sacrificar a sus hijos/as, sin rechistar, para agradar al Altísimo y el gusto con que éste forzaba y recibía tan píos asesinatos de inocentes].
»El sacrificio fue ofrecido sobre el muro, a la vista de las tropas enemigas que sitiaban la ciudad, con la manifiesta intención de sembrar el pánico en medio de ellas» [ésta sí que es buena: un rey enemigo cercado y casi derrotado asesina a su heredero a la vista de todos... y los que huyen presos del pánico son los israelitas, que ya tenían ganada la batalla y que, por su puesto, habrían degollado a Mesa y a su hijo sin rubor ninguno. ¡Anda ya!].
Del relato sólo pueden deducirse aspectos que dejan a Dios y los suyos en pésimo lugar. Veamos: Eliseo, el profeta sobre el que «la mano de Yavé se puso», aseguró que Dios le entregaba el país de Moab a los israelitas para que fuese totalmente destruido, y en ello estaban, con mucho ya arrasado, cuando el sacrificio del hijo de Mesa cambió las tornas. ¿Qué sucedió? ¿Eliseo no se enteró de cuál era la verdadera voluntad de Dios? (¡Pues vaya profeta!) ¿Dios cambió de bando a media batalla? (¡Pues vaya dios!) ¿Los israelitas se volvieron lelos y no fueron capaces de ganar ni con Dios de su parte? (¡Pues vaya pueblo elegido!) ¿El presunto dios pagano de Mesa, Quemos, era más poderoso que el dios de los israelitas agresores? (¡pues vaya con el dios único bíblico!)...
Dado que la Biblia, según nos cuentan, la dictó Dios y se escribió sólo aquello que su voluntad quiso, esto es, lo que hemos leído, no cabe considerar errónea o incompleta esta narración. Por tanto, conociendo por propia boca de Dios —según los relatos ya citados— lo agradables que le resultaban al Altísimo los sacrificios de hijos/as, lo más sensato sería concluir que Dios se olvidó de arengar y guiar a su pueblo en el ataque mientras, embelesado, observaba cómo el cuerpo del infeliz príncipe moabita se convertía en volutas de humo sobre la pira del holocausto.
Un hijo chamuscado no era moco de pavo para el dios bíblico y, teniéndolo por una legítima petición de protección divina por parte de Mesa, Dios se fijó en la piedad del moabita y obró en consecuencia contra su pueblo hasta que «los israelitas tuvieron graves dificultades, se retiraron de allí y regresaron a su país» (dice la Biblia que nada sucede si Dios no lo quiere, así es que hay que aplicarse el cuento también aquí y señalarle como responsable del fin del asedio).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: la protección divina es cambiante como una veleta y sólo se logra pagando un precio absurdo que satisfaga los gustos del Altísimo.
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