Como amante de la montaña, he tenido la
oportunidad de disfrutar de la naturaleza de una manera diferente a la común; desde
otra perspectiva.
Recuerdo una vez, mientras hacíamos prácticas
en el nevado Cayambe, estábamos en la cima de una pendiente pronunciada cubierta
de un manto blanco de nieve, más o menos a las ocho de la noche, a unos diez
grados bajo cero, o más y con un cielo completamente despejado y el guía nos
dijo: “sáquense los crampones, siéntense y levanten la vista”. Yo un poco
inseguro lo hice… levante los ojos y contemple una imagen que nunca olvidaré,
que sin duda quedó grabada en mi mente, y espero viva allí por siempre. En ese
momento no me se me cruzó por la mente sacar una cámara y tomar una fotografía;
solo recuerdo haberme sentado, respirado profundamente ese aire gélido, aunque
mi aliento era aún tibio, y haberme dejado embriagar por el viento y su
silencio, mientras que mis ojos se llenaban por un cielo infinito lleno de
estrellas y de sueños… fue una visión maravillosa…
El síndrome del ojo electrónico, es más o
menos todo lo opuesto a lo acabo de narrar, es esa necesidad de capturar una
imagen con cualquier medio electrónico, para mantenerlo como un recuerdo, aunque
a la final y como dice Umberto Eco “probablemente salieron de allí con algunas
imágenes, pero sin tener idea de lo que habían visto”.
“EL SÍNDROME DEL OJO ELECTRÓNICO”
Me distraí por una luz intensa que brillaba
en mis ojos y me hcía difícil leer mis notas: era la luz de la cámara de video
del teléfono celular de una mujer en el público. Reaccioné en una forma muy
resentida, comentando (como usualmente lo hago ante fotógrafos impertinentes)
que de acuerdo con la adecuada división del trabajo, cuando yo estoy trabajando
ellos debían dejar de trabajar. La mujer apagó su cámara, pero con un aire
oprimido, como si yo la hubiera sometido a una verdadera afrenta.
Apenas este verano en San Leo,
cuando la ciudad italiana estaba lanzando una iniciativa en honor del paisaje
de la zona de Montefeltro que aparece en las primeras pinturas renacentistas de
Piero della Francesca, tres personas me estaban cegando con los destellos de
sus cámaras y me detuve para recordarles las reglas del comportamiento
adecuado. Debe tomarse en cuenta que, en estas dos ocasiones, la gente que
estaba grabando no pertenecía a equipos profesionales de fotógrafos y no habían
sido enviados a cubrir el evento; eran sólo personas supuestamente educadas que
habían acudido por voluntad propia como público a lecturas que requerían cierto
grado de conocimiento. No obstante, mostraban todos los síntomas del “síndrome
del ojo electrónico”. Al parecer, prácticamente no tenían el mínimo interés en
lo que se estaba diciendo; todo lo que deseaban, aparentemente, era grabar la
ocasión y, quizá, subirla a Youtube. Habían renunciado a prestar atención al
momento y optado por grabar con sus teléfonos celulares en lugar de observar
con sus propios ojos.
Este deseo de estar presente
con un ojo mecánico en lugar de con un cerebro parece haber alterado
mentalmente a un número significativo de gente que normalmente es educada. Los
miembros del público que estaban tomando fotografías y filmando videos en Roma
y San Leo probablemente salieron de allí con algunas imágenes, pero sin tener
idea de lo que habían visto. (Tal comportamiento está quizá justificado cuando
se ve a una nudista, pero no en una conferencia académica). Y si, como imagino,
estos individuos van por la vida fotografiando todo lo que ven, están
condenados a olvidar hoy lo que grabaron ayer.
En varias ocasiones he hablado
acerca de cómo dejé de tomar fotografías en 1960, después de una gira para
conocer catedrales francesas que yo había fotografiado como un demente. Al
regresar a casa del viaje me encontré en posesión de una serie de fotografías
muy mediocres, y ninguna memoria real de lo que había visto. Arroje la cámara y
durante mis viajes posteriores sólo he grabado en mi mente lo visto. He
comprado excelentes tarjetas postales, más que para mí, para otros, para
recuerdos futuros.
Una vez, cuando tenía 11 años,
me topé con una conmoción inusual en una avenida importante. Desde la distancia
vi las secuelas de un accidente. Un camión había golpeado a un carromato que un
granjero manejaba, acompañado por su esposa. La mujer había sido arrojada al
suelo. Su cabeza se había roto y ella yacía en un charco de sangre y materia
cerebral. (Todavía recuerdo con horror que, en ese momento, a mí me parecía
como si un pastel de crema y fresas se hubiera estrellado en el asfalto). El
esposo de la mujer le sostenía la cabeza, llorando desesperadamente. No me
acerqué mucho, porque estaba aterrado. No sólo era la primera vez que veía un
cerebro desparramado en el suelo (y afortunadamente fue la última), sino que
era también la primera vez que estaba en presencia de la muerte. Y la angustia
y la desesperación.
¿Qué
habría pasado si yo hubiera tenido un teléfono celular equipado con una cámara
de video, como las que tienen todos los chicos hoy en día? Quizá hubiera
grabado la escena para mostrarle a mis amigos que había estado allí. Y quizá
hubiera subido mi tesoro visual a Youtube, para deleitar a otros devotos del
Schadenfreude. Después de eso, ¿quién sabe? Si hubiera continuado grabando
tales desgracias, me habría hecho totalmente indiferente al sufrimiento de
otros.
En lugar de eso, conservé todo en mi memoria. Setenta años después, la imagen mental de esa mujer me sigue rondando y, de hecho, me ha enseñado a identificarme con el sufrimiento de otros en lugar de ser indiferente a él. No sé si los jóvenes actuales tendrán las mismas oportunidades que yo de madurar al llegar a la edad adulta. Para no hablar de todos los adultos que, con los ojos pegados a sus teléfonos celulares, ya se han perdido para siempre.
Umberto Eco
* Novelista y semiólogo
italiano.
:Panch0:
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