DIOS RECURRIÓ A COMPARACIONES PORNOGRÁFICAS, DEGRADANTES PARA LAS MUJERES, PARA RELATAR CUÁN PECADORAS FUERON LAS GENTES DE ISRAEL Y JUDÁ
Por lo visto hasta aquí, dentro del Antiguo Testamento no cabe esperar ningún respeto hacia las mujeres por parte de los varones bíblicos, y tampoco por parte de Dios, pero sin duda sobrepasa lo excesivo el uso degradante del género femenino que la inspirada palabra de Dios tuvo a bien emplear en uno de los capítulos de Ezequiel.
El muy insigne sacerdote y profeta Ezequiel, en un capítulo que en algunas biblias se titula «Las dos hermanas», transmitió la cólera que sentía Dios contra los habitantes de Samaria y Jerusalén, reos de haberse alejado de la sumisión divina, usando el recurso literario de dos mujeres, dos hermanas —Ohola y Oholiba, que representan a Samaria y Jerusalén, capitales respectivas de los reinos de Israel y Judá—, que se habían prostituido hasta la degradación con cuantos pueblos vecinos tenían ambos reinos hebreos.
El uso de la imagen femenina no es casual, ya que para Dios y sus varones bíblicos las mujeres no representaban más que objetos de uso y abuso, cuasi personas que podían dañar sin límites para servir de ejemplo y escarmiento general, y seres obtusos y malignos que engañaban, seducían y corrompían, con sus «prostituciones» —una palabra muy bíblica—, a los pobres varones, que, santas criaturitas ellos, podían ser ladrones, asesinos, genocidas o violadores sin perder por ello la bendición divina. Así pues, identificar a Samaria y Jerusalén con dos prostitutas desenfrenadas entraba dentro de la lógica de esos tipos, que no se cortaron un pelo a la hora de las descripciones, aportando, para la educación moral de la cristiandad futura, frases como la siguiente:
Ardía [Oholiba] en deseo por unos desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de los caballos (Ez 23,20).
La traducción de este versículo, tal como veremos más adelante, está muy edulcorada, ya que si analizamos las palabras usadas en la versión hebrea disponible nos encontraremos con un texto todavía más explícito: «[Oholiba] suspiraba por acostarse (y tener sexo) con sus amantes, cuyos genitales son (de color pardo rojizo) como los burros, y su eyaculación hace brincar de gozo (o brinca como los caballos)».
Con textos como éste, y como el resto de pasajes bíblicos con claro contenido sexual, se comprende que, en la época victoriana, la Biblia fuese usada como texto para evocar fantasías aptas para encaminar las pulsiones masturbatorias de varones píos de cualquier ralea.
El relato que seguirá, firmado por un sacerdote profeta más que peculiar y que a todas luces parece que estuvo aquejado de un trastorno mental bien conocido, podría comprenderse —y despreciarse—si se atribuyese a Ezequiel, pero resulta que no es así, ya que, tal como vimos, el Catecismo católico —y el resto de las Iglesias cristianas— obliga a creer que «los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor».
Veremos, pues, seguidamente, como la inspirada palabra de Dios se explaya en un relato obsceno, cuasi pornográfico —o pornográfico del todo para el gusto clerical oficial al uso—, que degrada la imagen de la mujer expresamente, por el mero gusto de hacer tal cosa.
Se me dirigió esta palabra de Yavé [dice Ezequiel]: «Hijo de hombre, había dos mujeres, hijas de una misma madre. Desde su juventud en Egipto empezaron a prostituirse, metían mano en sus senos y acariciaban su pecho de muchachas [¿era preciso dar este tipo de detalles, con tono de reprimido enfermizo, para hablar metafóricamente de dos reinos?]. La mayor se llamaba Ohola y su hermana Oholiba; eran mías [de Dios, se entiende] y me dieron hijos e hijas. Ohola es Samaria y Oholiba, Jerusalén.
Ohola me engañó: ardía de pasión por sus amantes. Eran sus vecinos asirios, gobernadores y funcionarios vestidos de púrpura, jóvenes y bien apuestos en sus caballos. Con ellos me engañó, con esos asirios de clase alta. Ardía de amor por ellos, y al mismo tiempo se ensuciaba con sus ídolos. Pero no se había olvidado de sus prostituciones con los egipcios, sino que seguían acostándose con ella, manoseaban sus senos y abusaban de ella. Por eso, la entregué en manos de sus amantes, en manos de los asirios por quienes ardía en amor. La desnudaron, tomaron a sus hijos e hijas y los mataron a espada; se hizo famosa entre las mujeres debido al castigo que se le infligió [en medio de ese lenguaje soez, Dios presume de haber causado la muerte de Ohola, esto es, de la gente de Israel, entregándolos a los asirios].
Su hermana Oholiba fue testigo de todo eso, pero sus desvaríos y prostituciones superaron a los de su hermana. También ella ardía de pasión por sus vecinos asirios, esos gobernadores y jefes que andaban ricamente vestidos, jóvenes y bien apuestos en sus caballos. Vi cómo se ensuciaba, cómo ambas seguían el mismo camino. Lo hizo peor aún en su prostitución cuando vio esas imágenes de caldeos pintadas de color rojo, de esos hombres que se veían pintados en los muros, con sus fajas en la cintura y grandes turbantes en sus cabezas, esos hombres de aspecto marcial cuyo país natal es Caldea [Antonio Gala no los hubiese descrito con mayor sensibilidad masculina]. Apenas los vio, se encendió en ella el deseo por ellos: envió mensajeros a donde ellos en Caldea.
Los hijos de Babilonia vinieron para ensuciarla con sus prostituciones, y la dejaron tan mancillada que su corazón se apartó de ellos. Pero como ella se había prostituido y entregado, mi corazón también se apartó de ella como se había ya apartado de su hermana. Sí, ella multiplicaba sus prostituciones, revivía su juventud cuando se prostituía en Egipto. Ardía en deseo por unos desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de los caballos. [Teniendo en cuenta el significado de las palabras hebreas de este versículo, y tal como ya adelantamos, una traducción más fiel con el espíritu original sería: «Suspiraba [Oholiba] por acostarse (y tener sexo) con sus amantes, cuyos genitales son (de color pardo rojizo) como los burros, y su eyaculación hace brincar de gozo (o brinca como los caballos)».]
Sí, Jerusalén, volviste a la degradación de tu juventud, cuando los egipcios acariciaban tu pecho y pasaban sus manos por tus senos. Por eso, Oholiba, esto dice Yavé: «Voy a azuzar en contra tuya a tus amantes de los cuales se apartó tu corazón; los reuniré en tu contra de todas partes (...) Una coalición de pueblos vendrán del norte para asaltarte con sus carros y carretas. Se lanzarán contra ti de todas partes con sus escudos, armas y cascos, les encargaré que te juzguen y te juzgarán según sus leyes.
»Daré libre curso a mis celos contigo: te tratarán cruelmente, te cortarán la nariz y las orejas, y lo que quede de tus hijos caerá por la espada. Tomarán a tus hijos y a tus hijas, y los sobrevivientes serán devorados por las llamas. Te despojarán de tus vestidos y te quitarán tus joyas; así pondré fin a tu mala conducta y a tus prostituciones iniciadas en Egipto. Ya no los mirarás más ni pensarás más en Egipto». [Queda claro que es el propio Dios quien se reconoce corroído por los celos y se declara autor, como venganza, de la destrucción de Jerusalén (Judá).]
Esto dice Yavé: «Te entregaré en manos de los que tú odias (...) En tu odio te maltratarán, se apoderarán de todo el fruto de tu trabajo y te dejarán desnuda y sin nada; no te quedará más que la vergüenza por tus prostituciones, desvaríos y mala conducta. Todo eso te pasará porque te prostituiste con las naciones y con sus sucios ídolos (...)».
Yavé me dijo de nuevo: «Hijo de hombre, ¿no quieres juzgar a Ohola y a Oholiba y echarles en cara sus crímenes? Han sido adúlteras, sus manos están llenas de sangre, cometieron adulterio con sus innumerables ídolos, hicieron pasar por el fuego a los hijos que me habían dado a luz» (...)
«Mandaste venir hombres de tierras lejanas, les enviaste mensajeros y éstos vinieron. Para ellos te bañaste, te maquillaste los ojos y te pusiste tus joyas. Luego te reclinaste sobre una cama lujosa; delante de ella pusieron una mesa y allí depositaste mi incienso y mi aceite. Se oía el ruido como de una muchedumbre enfiestada (...) Entonces dije de esa ciudad carcomida por el vicio: "¡Qué prostituta!". Van a su casa como quien va a un prostíbulo. Y así en efecto iban a casa de Ohola y de Oholiba para hacer el mal. Actuaron con justicia los que les aplicaron la sentencia que conviene a las mujeres adúlteras, la condenación reservada a las que derraman sangre» (...)
Sí, esto dice Yavé: «Convoquen la asamblea, condénenlas al terror y al pillaje. La asamblea las lapidará y las herirán con la espada, matarán a sus hijos y a sus hijas y quemarán sus casas (...) Así, pondré término a la degradación en el país; eso servirá de lección a todas las mujeres, para que no cometan las mismas faltas (...) entonces sabrás que yo soy Yavé» (Ez 23,1-49).
Unos capítulos antes, quizá para hacer boca antes de bramar lo recién citado, Dios, refiriéndose a Jerusalén, ya había hablado a través de Ezequiel en igual sentido y recurriendo a la misma comparación con una prostituta, aunque usando un lenguaje algo más comedido:
«¡Cuál no será mi furor —dice Yavé— al ver tu mala conducta de prostituta insolente! Cuando levantabas tu estrado en todas las entradas de camino o en las plazas, no pedías tu paga como lo hace la prostituta, sino que eras la mujer adúltera que busca extraños en vez de su marido. A las prostitutas les dan un regalo, pero tú, en cambio, dabas regalos a tus amantes; les pagabas para que vinieran de todas partes a envilecerse contigo. Te prostituías, pero era al revés de las otras mujeres: nadie corría detrás de ti, sino que tú pagabas y nadie te pagaba. Realmente no eras como las demás». [Precisión divina: no era ramera, sino mujer infiel y viciosa...]
Por eso, prostituta, escucha esta palabra de Yavé: Ya que mostraste tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes, con todos tus ídolos abominables, ya que derramaste la sangre de tus hijos, yo, a mi vez, reuniré a todos tus amantes con los que te calentaste, a los que querías y a los que aborrecías; los reuniré en contra tuya de todas partes y ante ellos descubriré tu desnudez: te verán privada de todo. Te aplicaré la sentencia de las mujeres adúlteras y criminales; te entregaré a la cólera y a la indignación (...) Cuando haya descargado mi furor, se acabará mi indignación, me calmaré y no me enojaré más (Ez 16,30-42). [Dios pierde la calma, insulta, se encoleriza y masacra; vaya falta de control, un varón maltratador no lo haría peor.]
Este tipo de discurso no era original, ya que en torno a unas tres décadas antes de que Ezequiel se dedicase al oficio de profeta, Dios, hablando también por boca de otro colega, Jeremías, ya había tratado el mismo asunto y de una manera similar, aunque con un lenguaje más correcto... si no tenemos en cuenta lo fundamental, esto es, que el género femenino, también aquí, sirvió para personificar la perversión y corrupción de Israel y Judá:
Yavé me dijo, cuando era rey Josías: «¿Has visto lo que ha hecho la infiel de Israel? Se ha entregado en cualquier cerro alto y bajo cualquier árbol verde. Y yo me decía: "Después de todo lo hecho. volverá a mí"; pero no volvió. Todo esto lo vio Judá, su perversa hermana; vio cómo yo me separaba de la infiel Israel, dándole el certificado de divorcio por todas sus traiciones; pero ni siquiera se ha asustado [vaya, Dios también recurre al divorcio... para coaccionar a su mujer], y ha salido también a ejercer la prostitución. Su conducta descarada ha sido una deshonra para todo el país, pues ella también pecó con dioses de piedra y de madera (...) Sin embargo, así como una mujer traiciona a su amante, así me ha engañado la gente de Israel» (Jr 3,6-20).
Usar el género femenino para describir metafóricamente las conductas más deplorables del varón, y/o las desviaciones sociales y desgracias provocadas por su mano, fue un hábito común en los escritos inspirados por el dios bíblico, del mismo modo que lo fue atribuir a mujeres —extranjeras casi siempre— la presunta corrupción en la que cayeron sociedades y reyes.
Un conocido ejemplo lo encontramos en medio de la epopeya de Moisés:
Israel se instaló en Sitim y el pueblo se entregó a la prostitución con las hijas de Moab. Ellas invitaron al pueblo a sacrificar a sus dioses: el pueblo comió y se postró ante los dioses de ellas. Israel se apegó al Baal de Fogor y se encendió la cólera de Yavé contra Israel. Yavé dijo entonces a Moisés: «Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará de Israel la cólera de Yavé» (Nm 25,1-4).
Resulta absurdo pensar que un pueblo que había gozado de tanta milagrería estrepitosa tras su salida de Egipto pasase a adorar a los dioses de las mujeres moabitas con las que comenzaron a ayuntarse, pero eso le convino decir a Dios, haciéndolas a ellas responsables de la transgresión y aprovechando la ocasión para castigar a su pueblo matando a veinticuatro mil israelitas (Nm 25,9).
También el rey sabio, según relata la palabra de Dios, fue víctima de las mujeres:
Así fue como pecó Salomón, rey de Israel. No había otro rey como él en ninguna parte, era amado de su Dios, que lo había puesto como rey de todo Israel, y sin embargo las mujeres extranjeras lo hicieron pecar (Neh 13,26). Sus mil mujeres «pervirtieron su corazón» (1 Re 11,2) y «cuando Salomón fue de edad, sus mujeres arrastraron su corazón tras otros dioses; ya no fue totalmente de Yavé Dios como lo había sido su padre David» (1 Re 11,4).
Pobre rey Salomón, comenzó su carrera real asesinando a su hermano para que no le disputase el cargo, la siguió sometiendo a sangre y fuego y esclavizando a decenas de pueblos, y resulta que esas mil mujeres que encerró de por vida en su harén para satisfacer su descomunal lascivia «pervirtieron su corazón». ¿Cómo puede pervertirse un corazón perverso? Y —se queja la palabra divina— no fue totalmente de Dios como lo fue su padre David ¡¿?!, ese tipo del que ya recordamos algunos de sus muchos crímenes execrables que, eso sí, agradaron a Dios. Sin embargo, en la Biblia se hizo aparecer a las mujeres como culpables de que el reino de Salomón se perdiese a causa de un enésimo y torticero castigo divino. ¡Venga ya!
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: aunque la inmensa mayoría de las desgracias de cualquier comunidad tienen por causa acciones de varones —la negra noche del patriarcado ahoga el planeta desde hace demasiados milenios—, no hay dios, ni varón piadoso, que pierda ocasión de presentar a las mujeres como la imagen y la causa del mal. Cobardía y maldad suelen ir de la mano, por eso este relato enseña, también, que no hay varón más peligroso que aquel que se siente celoso y despechado (según lo expuesto en Ez 23,25).
Por lo visto hasta aquí, dentro del Antiguo Testamento no cabe esperar ningún respeto hacia las mujeres por parte de los varones bíblicos, y tampoco por parte de Dios, pero sin duda sobrepasa lo excesivo el uso degradante del género femenino que la inspirada palabra de Dios tuvo a bien emplear en uno de los capítulos de Ezequiel.
El muy insigne sacerdote y profeta Ezequiel, en un capítulo que en algunas biblias se titula «Las dos hermanas», transmitió la cólera que sentía Dios contra los habitantes de Samaria y Jerusalén, reos de haberse alejado de la sumisión divina, usando el recurso literario de dos mujeres, dos hermanas —Ohola y Oholiba, que representan a Samaria y Jerusalén, capitales respectivas de los reinos de Israel y Judá—, que se habían prostituido hasta la degradación con cuantos pueblos vecinos tenían ambos reinos hebreos.
El uso de la imagen femenina no es casual, ya que para Dios y sus varones bíblicos las mujeres no representaban más que objetos de uso y abuso, cuasi personas que podían dañar sin límites para servir de ejemplo y escarmiento general, y seres obtusos y malignos que engañaban, seducían y corrompían, con sus «prostituciones» —una palabra muy bíblica—, a los pobres varones, que, santas criaturitas ellos, podían ser ladrones, asesinos, genocidas o violadores sin perder por ello la bendición divina. Así pues, identificar a Samaria y Jerusalén con dos prostitutas desenfrenadas entraba dentro de la lógica de esos tipos, que no se cortaron un pelo a la hora de las descripciones, aportando, para la educación moral de la cristiandad futura, frases como la siguiente:
Ardía [Oholiba] en deseo por unos desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de los caballos (Ez 23,20).
La traducción de este versículo, tal como veremos más adelante, está muy edulcorada, ya que si analizamos las palabras usadas en la versión hebrea disponible nos encontraremos con un texto todavía más explícito: «[Oholiba] suspiraba por acostarse (y tener sexo) con sus amantes, cuyos genitales son (de color pardo rojizo) como los burros, y su eyaculación hace brincar de gozo (o brinca como los caballos)».
Con textos como éste, y como el resto de pasajes bíblicos con claro contenido sexual, se comprende que, en la época victoriana, la Biblia fuese usada como texto para evocar fantasías aptas para encaminar las pulsiones masturbatorias de varones píos de cualquier ralea.
El relato que seguirá, firmado por un sacerdote profeta más que peculiar y que a todas luces parece que estuvo aquejado de un trastorno mental bien conocido, podría comprenderse —y despreciarse—si se atribuyese a Ezequiel, pero resulta que no es así, ya que, tal como vimos, el Catecismo católico —y el resto de las Iglesias cristianas— obliga a creer que «los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, en todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor».
Veremos, pues, seguidamente, como la inspirada palabra de Dios se explaya en un relato obsceno, cuasi pornográfico —o pornográfico del todo para el gusto clerical oficial al uso—, que degrada la imagen de la mujer expresamente, por el mero gusto de hacer tal cosa.
Se me dirigió esta palabra de Yavé [dice Ezequiel]: «Hijo de hombre, había dos mujeres, hijas de una misma madre. Desde su juventud en Egipto empezaron a prostituirse, metían mano en sus senos y acariciaban su pecho de muchachas [¿era preciso dar este tipo de detalles, con tono de reprimido enfermizo, para hablar metafóricamente de dos reinos?]. La mayor se llamaba Ohola y su hermana Oholiba; eran mías [de Dios, se entiende] y me dieron hijos e hijas. Ohola es Samaria y Oholiba, Jerusalén.
Ohola me engañó: ardía de pasión por sus amantes. Eran sus vecinos asirios, gobernadores y funcionarios vestidos de púrpura, jóvenes y bien apuestos en sus caballos. Con ellos me engañó, con esos asirios de clase alta. Ardía de amor por ellos, y al mismo tiempo se ensuciaba con sus ídolos. Pero no se había olvidado de sus prostituciones con los egipcios, sino que seguían acostándose con ella, manoseaban sus senos y abusaban de ella. Por eso, la entregué en manos de sus amantes, en manos de los asirios por quienes ardía en amor. La desnudaron, tomaron a sus hijos e hijas y los mataron a espada; se hizo famosa entre las mujeres debido al castigo que se le infligió [en medio de ese lenguaje soez, Dios presume de haber causado la muerte de Ohola, esto es, de la gente de Israel, entregándolos a los asirios].
Su hermana Oholiba fue testigo de todo eso, pero sus desvaríos y prostituciones superaron a los de su hermana. También ella ardía de pasión por sus vecinos asirios, esos gobernadores y jefes que andaban ricamente vestidos, jóvenes y bien apuestos en sus caballos. Vi cómo se ensuciaba, cómo ambas seguían el mismo camino. Lo hizo peor aún en su prostitución cuando vio esas imágenes de caldeos pintadas de color rojo, de esos hombres que se veían pintados en los muros, con sus fajas en la cintura y grandes turbantes en sus cabezas, esos hombres de aspecto marcial cuyo país natal es Caldea [Antonio Gala no los hubiese descrito con mayor sensibilidad masculina]. Apenas los vio, se encendió en ella el deseo por ellos: envió mensajeros a donde ellos en Caldea.
Los hijos de Babilonia vinieron para ensuciarla con sus prostituciones, y la dejaron tan mancillada que su corazón se apartó de ellos. Pero como ella se había prostituido y entregado, mi corazón también se apartó de ella como se había ya apartado de su hermana. Sí, ella multiplicaba sus prostituciones, revivía su juventud cuando se prostituía en Egipto. Ardía en deseo por unos desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de los caballos. [Teniendo en cuenta el significado de las palabras hebreas de este versículo, y tal como ya adelantamos, una traducción más fiel con el espíritu original sería: «Suspiraba [Oholiba] por acostarse (y tener sexo) con sus amantes, cuyos genitales son (de color pardo rojizo) como los burros, y su eyaculación hace brincar de gozo (o brinca como los caballos)».]
Sí, Jerusalén, volviste a la degradación de tu juventud, cuando los egipcios acariciaban tu pecho y pasaban sus manos por tus senos. Por eso, Oholiba, esto dice Yavé: «Voy a azuzar en contra tuya a tus amantes de los cuales se apartó tu corazón; los reuniré en tu contra de todas partes (...) Una coalición de pueblos vendrán del norte para asaltarte con sus carros y carretas. Se lanzarán contra ti de todas partes con sus escudos, armas y cascos, les encargaré que te juzguen y te juzgarán según sus leyes.
»Daré libre curso a mis celos contigo: te tratarán cruelmente, te cortarán la nariz y las orejas, y lo que quede de tus hijos caerá por la espada. Tomarán a tus hijos y a tus hijas, y los sobrevivientes serán devorados por las llamas. Te despojarán de tus vestidos y te quitarán tus joyas; así pondré fin a tu mala conducta y a tus prostituciones iniciadas en Egipto. Ya no los mirarás más ni pensarás más en Egipto». [Queda claro que es el propio Dios quien se reconoce corroído por los celos y se declara autor, como venganza, de la destrucción de Jerusalén (Judá).]
Esto dice Yavé: «Te entregaré en manos de los que tú odias (...) En tu odio te maltratarán, se apoderarán de todo el fruto de tu trabajo y te dejarán desnuda y sin nada; no te quedará más que la vergüenza por tus prostituciones, desvaríos y mala conducta. Todo eso te pasará porque te prostituiste con las naciones y con sus sucios ídolos (...)».
Yavé me dijo de nuevo: «Hijo de hombre, ¿no quieres juzgar a Ohola y a Oholiba y echarles en cara sus crímenes? Han sido adúlteras, sus manos están llenas de sangre, cometieron adulterio con sus innumerables ídolos, hicieron pasar por el fuego a los hijos que me habían dado a luz» (...)
«Mandaste venir hombres de tierras lejanas, les enviaste mensajeros y éstos vinieron. Para ellos te bañaste, te maquillaste los ojos y te pusiste tus joyas. Luego te reclinaste sobre una cama lujosa; delante de ella pusieron una mesa y allí depositaste mi incienso y mi aceite. Se oía el ruido como de una muchedumbre enfiestada (...) Entonces dije de esa ciudad carcomida por el vicio: "¡Qué prostituta!". Van a su casa como quien va a un prostíbulo. Y así en efecto iban a casa de Ohola y de Oholiba para hacer el mal. Actuaron con justicia los que les aplicaron la sentencia que conviene a las mujeres adúlteras, la condenación reservada a las que derraman sangre» (...)
Sí, esto dice Yavé: «Convoquen la asamblea, condénenlas al terror y al pillaje. La asamblea las lapidará y las herirán con la espada, matarán a sus hijos y a sus hijas y quemarán sus casas (...) Así, pondré término a la degradación en el país; eso servirá de lección a todas las mujeres, para que no cometan las mismas faltas (...) entonces sabrás que yo soy Yavé» (Ez 23,1-49).
Unos capítulos antes, quizá para hacer boca antes de bramar lo recién citado, Dios, refiriéndose a Jerusalén, ya había hablado a través de Ezequiel en igual sentido y recurriendo a la misma comparación con una prostituta, aunque usando un lenguaje algo más comedido:
«¡Cuál no será mi furor —dice Yavé— al ver tu mala conducta de prostituta insolente! Cuando levantabas tu estrado en todas las entradas de camino o en las plazas, no pedías tu paga como lo hace la prostituta, sino que eras la mujer adúltera que busca extraños en vez de su marido. A las prostitutas les dan un regalo, pero tú, en cambio, dabas regalos a tus amantes; les pagabas para que vinieran de todas partes a envilecerse contigo. Te prostituías, pero era al revés de las otras mujeres: nadie corría detrás de ti, sino que tú pagabas y nadie te pagaba. Realmente no eras como las demás». [Precisión divina: no era ramera, sino mujer infiel y viciosa...]
Por eso, prostituta, escucha esta palabra de Yavé: Ya que mostraste tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes, con todos tus ídolos abominables, ya que derramaste la sangre de tus hijos, yo, a mi vez, reuniré a todos tus amantes con los que te calentaste, a los que querías y a los que aborrecías; los reuniré en contra tuya de todas partes y ante ellos descubriré tu desnudez: te verán privada de todo. Te aplicaré la sentencia de las mujeres adúlteras y criminales; te entregaré a la cólera y a la indignación (...) Cuando haya descargado mi furor, se acabará mi indignación, me calmaré y no me enojaré más (Ez 16,30-42). [Dios pierde la calma, insulta, se encoleriza y masacra; vaya falta de control, un varón maltratador no lo haría peor.]
Este tipo de discurso no era original, ya que en torno a unas tres décadas antes de que Ezequiel se dedicase al oficio de profeta, Dios, hablando también por boca de otro colega, Jeremías, ya había tratado el mismo asunto y de una manera similar, aunque con un lenguaje más correcto... si no tenemos en cuenta lo fundamental, esto es, que el género femenino, también aquí, sirvió para personificar la perversión y corrupción de Israel y Judá:
Yavé me dijo, cuando era rey Josías: «¿Has visto lo que ha hecho la infiel de Israel? Se ha entregado en cualquier cerro alto y bajo cualquier árbol verde. Y yo me decía: "Después de todo lo hecho. volverá a mí"; pero no volvió. Todo esto lo vio Judá, su perversa hermana; vio cómo yo me separaba de la infiel Israel, dándole el certificado de divorcio por todas sus traiciones; pero ni siquiera se ha asustado [vaya, Dios también recurre al divorcio... para coaccionar a su mujer], y ha salido también a ejercer la prostitución. Su conducta descarada ha sido una deshonra para todo el país, pues ella también pecó con dioses de piedra y de madera (...) Sin embargo, así como una mujer traiciona a su amante, así me ha engañado la gente de Israel» (Jr 3,6-20).
Usar el género femenino para describir metafóricamente las conductas más deplorables del varón, y/o las desviaciones sociales y desgracias provocadas por su mano, fue un hábito común en los escritos inspirados por el dios bíblico, del mismo modo que lo fue atribuir a mujeres —extranjeras casi siempre— la presunta corrupción en la que cayeron sociedades y reyes.
Un conocido ejemplo lo encontramos en medio de la epopeya de Moisés:
Israel se instaló en Sitim y el pueblo se entregó a la prostitución con las hijas de Moab. Ellas invitaron al pueblo a sacrificar a sus dioses: el pueblo comió y se postró ante los dioses de ellas. Israel se apegó al Baal de Fogor y se encendió la cólera de Yavé contra Israel. Yavé dijo entonces a Moisés: «Apresa a todos los cabecillas del pueblo y empálalos de cara al sol, ante Yavé; de ese modo se apartará de Israel la cólera de Yavé» (Nm 25,1-4).
Resulta absurdo pensar que un pueblo que había gozado de tanta milagrería estrepitosa tras su salida de Egipto pasase a adorar a los dioses de las mujeres moabitas con las que comenzaron a ayuntarse, pero eso le convino decir a Dios, haciéndolas a ellas responsables de la transgresión y aprovechando la ocasión para castigar a su pueblo matando a veinticuatro mil israelitas (Nm 25,9).
También el rey sabio, según relata la palabra de Dios, fue víctima de las mujeres:
Así fue como pecó Salomón, rey de Israel. No había otro rey como él en ninguna parte, era amado de su Dios, que lo había puesto como rey de todo Israel, y sin embargo las mujeres extranjeras lo hicieron pecar (Neh 13,26). Sus mil mujeres «pervirtieron su corazón» (1 Re 11,2) y «cuando Salomón fue de edad, sus mujeres arrastraron su corazón tras otros dioses; ya no fue totalmente de Yavé Dios como lo había sido su padre David» (1 Re 11,4).
Pobre rey Salomón, comenzó su carrera real asesinando a su hermano para que no le disputase el cargo, la siguió sometiendo a sangre y fuego y esclavizando a decenas de pueblos, y resulta que esas mil mujeres que encerró de por vida en su harén para satisfacer su descomunal lascivia «pervirtieron su corazón». ¿Cómo puede pervertirse un corazón perverso? Y —se queja la palabra divina— no fue totalmente de Dios como lo fue su padre David ¡¿?!, ese tipo del que ya recordamos algunos de sus muchos crímenes execrables que, eso sí, agradaron a Dios. Sin embargo, en la Biblia se hizo aparecer a las mujeres como culpables de que el reino de Salomón se perdiese a causa de un enésimo y torticero castigo divino. ¡Venga ya!
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: aunque la inmensa mayoría de las desgracias de cualquier comunidad tienen por causa acciones de varones —la negra noche del patriarcado ahoga el planeta desde hace demasiados milenios—, no hay dios, ni varón piadoso, que pierda ocasión de presentar a las mujeres como la imagen y la causa del mal. Cobardía y maldad suelen ir de la mano, por eso este relato enseña, también, que no hay varón más peligroso que aquel que se siente celoso y despechado (según lo expuesto en Ez 23,25).
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