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domingo, 17 de junio de 2012

LUZ DEL DOMINGO LXVI


DIOS GUSTA DE LA ESCLAVITUD... Y LA REGULÓ MINUCIOSAMENTE


Podría comprenderse, incluso, que el pueblo de vándalos reflejado en las historias bíblicas cultivase como un derecho la esclavitud y la regulase como una más de sus propiedades, pero ¿no sabía Dios que la esclavitud estaba mal?

Del mismo modo que el dios bíblico prohibió a su pueblo mil cosas, a menudo absurdas, ¿no podía haberles prohibido la esclavitud? Es probable que le hubiesen hecho algo de caso y habría puesto las bases para evitar que millones de seres humanos la sufriesen hasta el día de hoy.

Pero no fue así. Dios demostró compartir con su pueblo el gusto por la esclavitud y, atento a los usos de la época, la reguló minuciosamente y para siempre... ya que, según dogmatizan quienes gestionan su herencia ideológica, su palabra es eterna e inmutable. Amén.

Veamos ahora qué imagen tenía Dios de la esclavitud y cómo reguló el lícito derecho (según él) a imponerla y disfrutarla. Reproduciremos seguidamente algunos versículos procedentes de diversos libros de la Biblia que contienen la palabra directa de Dios al respecto:

Les dictarás estas leyes [le ordenó Dios a Moisés]: Si compras un esclavo hebreo, te servirá seis años: el séptimo saldrá libre sin pagar rescate. Si entró solo, saldrá solo. Si tenía esposa, ella también quedará libre lo mismo que él. Si su patrón le dio la mujer de la que tiene hijos, éstos y la madre serán del patrón y él saldrá solo. Si el esclavo dice: «Estoy feliz con mi patrón, con mi esposa y mis hijos, no quiero salir libre solo», el dueño lo llevará ante Dios y acercándolo a los postes de la puerta de su casa le horadará la oreja con su punzón y este hombre quedará a su servicio para siempre.

Si un hombre vende a su hija como esclava, ésta no recuperará su libertad como hace cualquier esclavo. Si la joven no agrada a su dueño que debía tomarla por esposa, el dueño aceptará que otro la rescate; pero no la puede vender a un extranjero, en vista de que la ha traicionado. Si la casa con su hijo, le dará el trato de una joven libre. Si se casa con ella y, después, con otra, no le disminuirá a la primera ni el vestido ni los derechos conyugales. Fuera de estos tres casos, la joven saldrá libre, sin pagar nada (Ex 21,1-11).
Si un hombre golpea a su esclavo o esclava con un palo, y mueren en sus manos, será reo de crimen. Mas si sobreviven uno o dos días no se le culpará, porque le pertenecían (Ex 21,20-21) [para Dios, crimen era matar al contado, pero salía gratis si se asesinaba a plazos].

Si un hombre ha herido el ojo de su esclavo o esclava, dejándolo tuerto, le dará la libertad a cambio del ojo que le sacó (Ex 21,26).

Si lo hace [se refiere a que un buey cornee] a un esclavo o a una esclava, se pagarán treinta ciclos de plata al dueño de ellos, y el buey morirá apedreado (Ex 21,32).

Si un hombre tiene relaciones con una esclava ya entregada a otro, sin que haya sido rescatada ni liberada, serán castigados los dos, pero no con pena de muerte, pues ella no era mujer libre [no se especifica el castigo de la mujer, pero tampoco se tiene en cuenta que esa esclava no podía oponerse a ser violada]. Él ofrecerá su sacrificio de reparación para Yavé a la entrada de la Tienda de las Citas; será un carnero de reparación:Con este carnero el sacerdote hará reparación por él ante Yavé, por el pecado que cometió, y se le perdonará el pecado (Lv 19,20-22) [esto es, la ley divina permite violar a una esclava ajena a cambio de pagarle al clero del lugar con un carnero].

Si tu prójimo se hace tu deudor y se vende a ti, no le impondrás trabajo de esclavo; estará contigo como jornalero o como huésped y trabajará junto a ti hasta el año del jubileo. Entonces saldrá de tu casa con sus hijos y volverá a su familia recobrando la propiedad de sus padres. Porque todos son mis siervos, que yo saqué de la tierra de Egipto, y no deben ser vendidos como se vende un esclavo (...)

Si quieres adquirir esclavos y esclavas, los tomarás de las naciones vecinas: de allí comprarás esclavos y esclavas. También podrán comprarlos entre los extranjeros que viven con ustedes y de sus familias que están entre ustedes, es decir, de los que hayan nacido entre ustedes. Esos pueden ser propiedad de ustedes, y los dejarán en herencia a sus hijos después de ustedes como propiedad para siempre. Pero tratándose de tus hermanos israelitas, no actuarás en forma tiránica, sino que los tratarás como a tus hermanos (Lv 25,39-46) [Dios es bien claro: puede comprarse como esclavo al extranjero y tratarlo de forma tiránica, pero no se debe hacer lo propio con el israelita].

No entregarás a su amo al esclavo que huyó de su casa y se acogió a ti. Se quedará contigo entre los tuyos, en el lugar que él elija en una de tus ciudades, donde mejor le parezca; no lo molestarás (Dt 23,16-17) [ésta es ya una base divina que pronostica la libertad de empresa y de circulación de mercancías: si una mercancía ajena amanece en tu patio, tuya es].

Dios le sacó un gran provecho narrativo a los esclavos y esclavas bíblicos, aunque muy en particular a ellas, ya que a menudo fueron quienes parieron a los protagonistas de muchos relatos notables, hijos de grandes varones que, por reiterada manía del Altísimo, tenían mujeres estériles... hasta que convenía a los planes divinos hacerlas fértiles (a edades más propias de abuelas y bisabuelas, pero es que la biología de entonces no era la de hoy, claro está).

También le pareció estupendo a Dios el someter a esclavitud a pueblos enteros a fin de que trabajasen en beneficio de sus planes y de sus varones elegidos. Salomón, por ejemplo, forzó la esclavitud de todos los que no eran israelitas —más exactamente de todos los habitantes de su reino que fueron sometidos mediante guerras y que «los israelitas no habían podido exterminar mediante anatema»— para construir, entre otros, el famoso templo de Jerusalén, «Casa de Yavé», para más señas.

Aquí viene lo referente al trabajo forzado, a esos hombres que Salomón había requisado para construir la Casa de Yavé, su propio palacio, el Millo, la muralla de Jerusalén, Jazor, Meguido y Gacer (...) Bethorón de abajo, Baalat, Tamar en el desierto, todas las ciudades de depósito que tenía Salomón, las ciudades para los carros y para los caballos y todo lo que Salomón quiso construir en Jerusalén, en el Líbano,' y en todos los territorios que le estaban sometidos. Fueron requisados todo lo que quedaba de los amorreos, de los hititas, de los pereseos, de los jeveos y de los jebuseos, en una palabra, todos los que no eran israelitas. A todos sus hijos que quedaban en el territorio, y que no habían sido exterminados por los israelitas, Salomón los sometió a trabajos forzados y lo están aún hoy.

Pero no requisó a los israelitas; estos servían como soldados, integraban la guardia, eran oficiales, escuderos, jefes de carros o soldados de caballería. Capataces nombrados por los prefectos eran los encargados de los trabajos del rey: eran ciento cincuenta que mandaban a los trabajadores en los talleres (1 Re 9,15-23).

Y Dios, por supuesto, aceptó encantado un templo, legendariamente lujoso, surgido de la explotación brutal de mano de obra esclava:

Yavé le dijo [en su segunda aparición a Salomón]: «He escuchado la oración y la súplica que tú has elevado hasta mí, y consagré esta Casa que tú construiste para que en ella habitara mi Nombre para siempre» (1 Re 9,3).

Por si alguien, a estas alturas, viene a justificar lo anterior argumentando que la esclavitud era normal en esos días —que lo era— y que Dios, al legislarla, se limitó a seguirle la corriente a las costumbres de su pueblo —que vaya dios sería si hizo tal cosa—y la aceptó como un estado humano adecuado en tiempo y lugar, será apropiado recordar que Dios tenía tan pésimamente conceptuada la esclavitud que la colocó como castigo terrible en la mayoría de sus condenas a pueblos enteros, y como amenaza en sus maldiciones más famosas.

Así, por ejemplo, leemos afirmaciones de Dios con el siguiente tenor:
Entonces Yavé le dijo [a Abraham]: «Debes saber desde ahora que tus descendientes serán forasteros en una tierra que no es suya. Los esclavizarán y los explotarán durante cuatrocientos años» (Gn 15,13).
No debía de ser buena cosa para Dios la esclavitud cuando, tras tan prolongado castigo, al fin, liberó a su pueblo e hizo propósito de que no pasasen de nuevo por lo mismo:
Porque todos son mis siervos, que yo saqué de la tierra de Egipto, y no deben ser vendidos como se vende un esclavo (Lv 25,42).

Esos «todos», naturalmente, eran sólo los israelitas, ya que el resto de los humanos eran, para Dios, carne de esclavitud. A más abundamiento:

Si se descubre a un hombre que haya raptado a un israelita, es decir, a uno de sus hermanos, y lo haya vendido como esclavo, el raptor debe morir. Así cortarás el mal entre tu gente (Dt 24,7).
Dios sabía que la esclavitud era terrible, por eso no quería que los suyos fuesen víctimas de esa lacra, pero justo por esa razón, cuando su pueblo se le desmandaba un tanto así, volvía a castigarles o amenazarles con lo peor que tenía a mano, la esclavitud:

Pero serán sus esclavos, para que puedan comparar lo que es servirme y ser esclavo de reyes extranjeros (2 Cr 12,8); Te haré esclavo de tus enemigos en un país que no conoces, porque mi cólera ha pasado a ser un fuego que los va a quemar (Jr 15,14).

No obstante conocer como nadie (se supone) el sufrimiento que implicaba la esclavitud, Dios la permitió, legisló, fomentó y posibilitó. ¿Es Dios clemente y justo?
 
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: someter a abuso, explotación, sufrimiento y pillaje a quienes se considera como diferentes es lícito y loable cuando quienes cometen tales atropellos se consideran poseedores y heraldos de la verdad (de cualquier verdad).

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