DIOS DISPUSO LA LAPIDACIÓN DE ACÁN Y DE SU FAMILIA POR QUEDARSE CON ALGUNOS BIENES HALLADOS EN LOS RESTOS DE JERICÓ, ¡UNA CIUDAD MASACRADA POR ORDEN DIVINA!
El enunciado de este capítulo puede parecer una contradicción en sí mismo, pero no, no lo es. Sólo relata una salvajada. Una más.
Tras el asalto y destrucción de la ciudad de Jericó por las hordas de Josué, una masacre ordenada y posibilitada por Dios —tal como ya vimos anteriormente—, que, además, también condenó al anatema, al exterminio sin piedad, a todos los seres vivos y bienes de la ciudad, uno de los participantes, el pobre Acán, sucumbió al deseo de quedarse para sí un manto y varias piezas de oro y plata halladas entre las ruinas de la ciudad.
El desliz de Acán desató la cólera de Dios que no se había saciado todavía con el asesinato de todos los habitantes de Jericó—y el Altísimo, ni corto ni perezoso, abandonó la protección que le daba a su pueblo para que pudiese masacrar impunemente a cuanta población se le cruzase, hizo morir a unos tres mil de los suyos y, finalmente, instó la lapidación de Acán y de toda su familia, así como la destrucción de todos sus bienes. Así se las gastaba Dios, y así lo cuenta su palabra inspirada en el libro de Josué.
Los israelitas cometieron una grave infidelidad a propósito del anatema. Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdi, hijo de Zerá, de la tribu de Judá, tomó cosas prohibidas por el anatema, y estalló la cólera de Yavé contra los israelitas.
Desde Jericó, Josué envió hombres a Aí, que está al lado de Betaven, al este de Betel (...) Subieron más o menos tres mil hombres del pueblo, pero los habitantes de Aí los rechazaron. La gente de Aí les mataron como treinta y seis hombres y luego los persiguieron desde la puerta de la ciudad hasta Sebarim. En la bajada los masacraron. Presa del miedo, el pueblo se desanimó (...)
Josué dijo entonces: «¡Ay! ¡Señor Yavé! ¿Para qué hiciste que este pueblo atravesara el Jordán? ¿Fue acaso para entregarnos en manos de los amoreos y hacernos morir? ¿Por qué no nos quedamos mejor al otro lado del Jordán? Señor, Israel ha vuelto la espalda frente a sus enemigos: ¿qué puedo decir ahora? Los cananeos y todos los habitantes de este país lo van a saber, nos cercarán y borrarán nuestro nombre de este país. ¿Qué vas a hacer por el honor de tu gran nombre?» [un gran pueblo, ese de Dios; a la que éste no les hacía el trabajo sucio y les daba la victoria, lloriqueaban en el suelo como tortugas poniendo huevos. Debe recordarse que el llorica de Josué ya había asesinado, sin el menor remordimiento ni piedad, a miles de habitantes en las ciudades que invadió... y también asesinará a los doce mil que vivían en Aí, la ciudad que ahora había rechazado su ataque invasor].
Yavé respondió a Josué: «¡Levántate! ¿Por qué estás ahí tirado con el rostro en tierra? Israel pecó, fue infiel a la Alianza que le prescribí. Tomaron objetos prohibidos por el anatema, los robaron, mintieron y los escondieron en el equipaje (...) Ya no estaré más con ellos mientras no quiten el anatema de entre ustedes [obsérvese que Dios propició la masacre de los tres mil hombres de Josué sabiendo perfectamente que el anatema, quien incumplió su aplicación, fue un solo hombre].
Pues bien, vas a santificar a los israelitas. Les dirás: «Santifíquense para mañana, porque esto dice Yavé, el Dios de Israel (...) Por eso comparecerán mañana por tribus. La tribu que retenga Yavé comparecerá por familias, la familia que retenga Yavé comparecerá por casas, y la casa que retengas Yavé comparecerá por cabezas. El que haya sido designado será quemado en la hoguera con todo lo que le pertenezca, porque fue infiel a la Alianza de Yavé y cometió un crimen en Israel».
Al día siguiente, Josué se levantó muy de madrugada e hizo que compareciera Israel. Fue retenida la tribu de Judá (...) y fue retenida la familia de Zerá (...) y fue retenida la casa de Zabdi (...) y fue retenido Acán (...)
Acán respondió a Josué: «Es cierto, pequé contra Yavé, el Dios de Israel, y esto fue lo que hice: En medio de los despojos [de la ciudad de Jericó, arrasada por orden de Dios y de la mano de Josué] vi un hermoso manto de Chinear, doscientas piezas de plata y un lingote de oro que pesaba cincuenta siclos. Cedí a la tentación y los tomé. Están ocultos en el suelo en el centro de mi tienda y la plata está debajo» (...)
Lo sacaron entonces de la tienda y lo llevaron a donde estaba Josué con todo Israel. Y lo depositaron todo delante de Yavé. Josué y todo Israel tomaron a Acán hijo de Zerá, con la plata, el manto, el lingote de oro, los hijos y las hijas de Acán junto con sus bueyes, sus burros, sus ovejas, su tienda y todo lo que le pertenecía, y los llevaron al valle de Acor. Entonces Josué le dijo: «¿Por qué atrajiste la desgracia sobre nosotros? Que Yavé, hoy día, te traspase a ti la desgracia». Y todo Israel lo apedreó. Los quemaron en la hoguera y los apedrearon (...) y Yavé se apaciguó del ardor de su cólera (Jos 7,1-26).
Hermoso ejemplo, sí señor. Josué y su horda de asesinos protegidos de Dios se pasearon por versículos y más versículos bíblicos matando a miles de inocentes y robando impunemente sus riquezas, pero cuando uno de sus hombres se quedó con un cachito del botín que pertenecía a Dios, es decir, al clero, el Altísimo se levantó en cólera, propició que los de Aí matasen a tres mil hebreos —en defensa propia, que esto ya es bien raro en la Biblia— y, al no considerarlo suficiente castigo, Dios organizó el juicio antes descrito y, en cumplimiento de su ley, fueron asesinados los «hijos y las hijas de Acán» y quemados junto a su ganado «y todo lo que le pertenecía», una partida de bienes en la que ni siquiera se tuvo la decencia de citar a su esposa o esposas, pero ya se conoce la afición que le tenía el pueblo de Dios a la lapidación de mujeres casadas, y seguro que no se libraron.
Consuela y tranquiliza saber que, tal como el propio Dios le había confesado a Moisés, «Yavé, Yavé es un Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y en fidelidad» (Ex 34,6). Una gran verdad esta, pues de haber sido un dios malvado, seguro que Acán hubiese tenido que pagar previamente las piedras con las que fueron lapidados y la leña con la que fueron quemados. Pero eso no ocurrió, ya que Dios sólo dispuso el asesinato de todos los miembros (absolutamente inocentes) de la familia de Acán. Clemencia divina en estado puro.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: a grandes delitos, grandes perdones (caso de Josué), pero cuando son los grandes delincuentes quienes mandan, hace falta imponer castigos ejemplares a los pequeños transgresores (caso de Acán)... no vaya a ser que éstos acaben comportándose como sus jefes.
El enunciado de este capítulo puede parecer una contradicción en sí mismo, pero no, no lo es. Sólo relata una salvajada. Una más.
Tras el asalto y destrucción de la ciudad de Jericó por las hordas de Josué, una masacre ordenada y posibilitada por Dios —tal como ya vimos anteriormente—, que, además, también condenó al anatema, al exterminio sin piedad, a todos los seres vivos y bienes de la ciudad, uno de los participantes, el pobre Acán, sucumbió al deseo de quedarse para sí un manto y varias piezas de oro y plata halladas entre las ruinas de la ciudad.
El desliz de Acán desató la cólera de Dios que no se había saciado todavía con el asesinato de todos los habitantes de Jericó—y el Altísimo, ni corto ni perezoso, abandonó la protección que le daba a su pueblo para que pudiese masacrar impunemente a cuanta población se le cruzase, hizo morir a unos tres mil de los suyos y, finalmente, instó la lapidación de Acán y de toda su familia, así como la destrucción de todos sus bienes. Así se las gastaba Dios, y así lo cuenta su palabra inspirada en el libro de Josué.
Los israelitas cometieron una grave infidelidad a propósito del anatema. Acán, hijo de Carmí, hijo de Zabdi, hijo de Zerá, de la tribu de Judá, tomó cosas prohibidas por el anatema, y estalló la cólera de Yavé contra los israelitas.
Desde Jericó, Josué envió hombres a Aí, que está al lado de Betaven, al este de Betel (...) Subieron más o menos tres mil hombres del pueblo, pero los habitantes de Aí los rechazaron. La gente de Aí les mataron como treinta y seis hombres y luego los persiguieron desde la puerta de la ciudad hasta Sebarim. En la bajada los masacraron. Presa del miedo, el pueblo se desanimó (...)
Josué dijo entonces: «¡Ay! ¡Señor Yavé! ¿Para qué hiciste que este pueblo atravesara el Jordán? ¿Fue acaso para entregarnos en manos de los amoreos y hacernos morir? ¿Por qué no nos quedamos mejor al otro lado del Jordán? Señor, Israel ha vuelto la espalda frente a sus enemigos: ¿qué puedo decir ahora? Los cananeos y todos los habitantes de este país lo van a saber, nos cercarán y borrarán nuestro nombre de este país. ¿Qué vas a hacer por el honor de tu gran nombre?» [un gran pueblo, ese de Dios; a la que éste no les hacía el trabajo sucio y les daba la victoria, lloriqueaban en el suelo como tortugas poniendo huevos. Debe recordarse que el llorica de Josué ya había asesinado, sin el menor remordimiento ni piedad, a miles de habitantes en las ciudades que invadió... y también asesinará a los doce mil que vivían en Aí, la ciudad que ahora había rechazado su ataque invasor].
Yavé respondió a Josué: «¡Levántate! ¿Por qué estás ahí tirado con el rostro en tierra? Israel pecó, fue infiel a la Alianza que le prescribí. Tomaron objetos prohibidos por el anatema, los robaron, mintieron y los escondieron en el equipaje (...) Ya no estaré más con ellos mientras no quiten el anatema de entre ustedes [obsérvese que Dios propició la masacre de los tres mil hombres de Josué sabiendo perfectamente que el anatema, quien incumplió su aplicación, fue un solo hombre].
Pues bien, vas a santificar a los israelitas. Les dirás: «Santifíquense para mañana, porque esto dice Yavé, el Dios de Israel (...) Por eso comparecerán mañana por tribus. La tribu que retenga Yavé comparecerá por familias, la familia que retenga Yavé comparecerá por casas, y la casa que retengas Yavé comparecerá por cabezas. El que haya sido designado será quemado en la hoguera con todo lo que le pertenezca, porque fue infiel a la Alianza de Yavé y cometió un crimen en Israel».
Al día siguiente, Josué se levantó muy de madrugada e hizo que compareciera Israel. Fue retenida la tribu de Judá (...) y fue retenida la familia de Zerá (...) y fue retenida la casa de Zabdi (...) y fue retenido Acán (...)
Acán respondió a Josué: «Es cierto, pequé contra Yavé, el Dios de Israel, y esto fue lo que hice: En medio de los despojos [de la ciudad de Jericó, arrasada por orden de Dios y de la mano de Josué] vi un hermoso manto de Chinear, doscientas piezas de plata y un lingote de oro que pesaba cincuenta siclos. Cedí a la tentación y los tomé. Están ocultos en el suelo en el centro de mi tienda y la plata está debajo» (...)
Lo sacaron entonces de la tienda y lo llevaron a donde estaba Josué con todo Israel. Y lo depositaron todo delante de Yavé. Josué y todo Israel tomaron a Acán hijo de Zerá, con la plata, el manto, el lingote de oro, los hijos y las hijas de Acán junto con sus bueyes, sus burros, sus ovejas, su tienda y todo lo que le pertenecía, y los llevaron al valle de Acor. Entonces Josué le dijo: «¿Por qué atrajiste la desgracia sobre nosotros? Que Yavé, hoy día, te traspase a ti la desgracia». Y todo Israel lo apedreó. Los quemaron en la hoguera y los apedrearon (...) y Yavé se apaciguó del ardor de su cólera (Jos 7,1-26).
Hermoso ejemplo, sí señor. Josué y su horda de asesinos protegidos de Dios se pasearon por versículos y más versículos bíblicos matando a miles de inocentes y robando impunemente sus riquezas, pero cuando uno de sus hombres se quedó con un cachito del botín que pertenecía a Dios, es decir, al clero, el Altísimo se levantó en cólera, propició que los de Aí matasen a tres mil hebreos —en defensa propia, que esto ya es bien raro en la Biblia— y, al no considerarlo suficiente castigo, Dios organizó el juicio antes descrito y, en cumplimiento de su ley, fueron asesinados los «hijos y las hijas de Acán» y quemados junto a su ganado «y todo lo que le pertenecía», una partida de bienes en la que ni siquiera se tuvo la decencia de citar a su esposa o esposas, pero ya se conoce la afición que le tenía el pueblo de Dios a la lapidación de mujeres casadas, y seguro que no se libraron.
Consuela y tranquiliza saber que, tal como el propio Dios le había confesado a Moisés, «Yavé, Yavé es un Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y en fidelidad» (Ex 34,6). Una gran verdad esta, pues de haber sido un dios malvado, seguro que Acán hubiese tenido que pagar previamente las piedras con las que fueron lapidados y la leña con la que fueron quemados. Pero eso no ocurrió, ya que Dios sólo dispuso el asesinato de todos los miembros (absolutamente inocentes) de la familia de Acán. Clemencia divina en estado puro.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: a grandes delitos, grandes perdones (caso de Josué), pero cuando son los grandes delincuentes quienes mandan, hace falta imponer castigos ejemplares a los pequeños transgresores (caso de Acán)... no vaya a ser que éstos acaben comportándose como sus jefes.
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