Llorando en la noche cantando sin ti recuerdo momentos que añoro vivir me faltan tus manos tu paso al andar no encuentro el camino siento que no estás. No quiero que el mundo nos separe más jura que a mi lado siempre vas a estar, no quiero el destino ni verte marchar tan sólo te pido que mires atrás. Llorando en la noche cantando sin ti recuerdo momentos tan lejos de ti, si vienes conmigo el tiempo curará las viejas heridas que nos hizo andar, te encuentro perdido sin sentido estás, tan sólo te pido que mires atrás. Di que conmigo de nuevo reirás di que a tu pecho aun puedo llorar no es tan dificil volver a soñar. Rompes el muro que un día nos supo alejar, volvamos a sitios lejanos que en tiempos pasados vivimos los dos, vayamos en busca del lago porque aun no secó dejemos orgullos mundanos sabes que arrimado siempre estaré yo, luchemos juntos contra el tiempo que nos separó. Di que conmigo de nuevo reirás di que a tu pecho aun puedo llorar no es tan difícil volver a soñar. Rompes el muro que un día nos supo alejar, volvamos a sitios lejanos que en tiempos pasados vivimos los dos, vayamos en busca del lago porque aun no secó. Llorando en la noche cantando sin ti recuerdo momentos que añoro vivir. No quiero que el mundo nos separe más jura que a mi lado siempre vas a estar, no quiero el destino ni verte marchar tan sólo te pido que mires atrás. Río si tú eres feliz lloro si triste es tu fin sangro si sangro por ti vamos amigo hacia ti.
viernes, 24 de junio de 2011
VIERNES CUCHILLERO: SIENTO QUE NO ESTAS
SIENTO QUE NO ESTAS: SARATOGA
domingo, 19 de junio de 2011
LUZ DEL DOMINGO XXI
Jesús, en los Evangelios, preconizó la igualdad de derechos de la mujer, pero la Iglesia católica se convirtió en apóstol de su marginación social y religiosa
Afirma, con sobrada razón, el teólogo católico Schillebeeckx que «de hecho hay más mujeres comprometidas en la vida de la Iglesia que hombres. Y, no obstante, están desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una discriminación. (...) La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente cultural, que en el momento actual no tiene sentído. ¿Por qué las mujeres no pueden presidir la Eucaristía?, ¿por qué no pueden recibir la ordenación? No hay argumentos para oponerse a conferir el sacerdocio a las mujeres».
Con todo el derecho que le confiere su cargo, pero sin ninguna razón evangélica ni histórica, el papa Juan Pablo II, en su meditación Dignitatis mulieris, abundó en el manida argumento de que Jesús no llamó a ninguna mujer entre loa doce apóstoles y que por ello debe concluirse que las excluyó explícitamente de la dirección de la Iglesia y también del ministerio sacerdotal, pero tal pretensión no solamente carece de fundamento sino que es profundamente tramposa. Si leemos el Nuevo Testamento sin prejuicios machistas, observaremos que Jesús trató a la mujer de un modo bien distinto al que pretende la Iglesia católica y que en las primeras comunidades cristianas la mujer ocupaba cargos de responsabilidad.
En cualquier caso, tal como ya hemos documentado sobradamente en capítulos anteriores, si a alguien excluyó Jesús del «reino» que predicó, fue —de modo bien explícito— a los sacerdotes profesionales y a todos aquellos que no fueran judíos, una evidencia que conduce a la paradoja de que son los sacerdotes católicos, desde el papa hasta el último párroco, los primeros proscritos para ocupar cargos dentro de la ekklesía de Jesús (aunque estricto sensu sí puedan desempeñarlos en la Iglesia católica puesto que ésta no sigue el modelo apostólico ni el mensaje básico y nuclear de Jesús).
A propósito del texto de Juan Pablo II recién citado, la teóloga católica Margarita Pintos reflexiona: «con este argumento se apela a que Jesús eligió libremente doce varones para formar su grupo de apostóles. Esto es cierto, pero también es importante tener en cuenta que además de varones eran israelitas, estaban circuncidados, algunos estaban casados, etc., y, sin embargo, el único dato que se presenta como inamovible es el de que eran varones, mientras que los demás datos se consideran culturales. No se tiene en cuenta que Jesús, como buen judío, quería restaurar el nuevo Israel, y que la tradición de su pueblo le imponía de forma simbólica elegir a doce (uno de cada tribu de Israel), además varones (las mujeres no hubieran representado la tradición) y por supuesto israelitas (si hubiera incorporado a un gentil, ya se hubiera roto la continuidad). Esto demuestra que sólo se nos dice una parte de la verdad, y que los datos que no interesa desvelar se nos ocultan.
»Como muy bien ha puesto de manifiesto el escriturista Lohfink —prosigue Pintos—, la elección de los doce por Jesús es una acción simbólica y profética que nada prejuzga y en nada afecta al papel asignado a la mujer en el pueblo de Dios. Si se quiere apreciar en sus justos términos la presencia de la mujer en el movimiento de Jesús, hay que prestar más atención a la composición del grupo de discípulos. Es precisamente ahí donde se pone de manifiesto que Jesús, con una libertad sorprendente y sin tener en cuenta los estereotipos vigentes en la sociedad judía de entonces, integró mujeres en su círculo de discípulos».
Efectivamente, si nos fijamos, por ejemplo, en Mt 27,55-56, Mc 15,40-41, Lc 23,49-55 y otros, encontraremos a un grupo de mujeres que seguían a Jesús, eso es que estaban aceptadas en su círculo de discípulos, todo un signo del nuevo «reino de Dios» que jamás hubiese sido posible en el entorno judío del que procedían tanto Jesús como sus apóstoles varones; un signo claro, por tanto, de que la mujer debía ju-gar un papel distinto en los nuevos tiempos.
Si nos fijamos en la utilización del género en el Nuevo, Testamento, tal como propone en un interesante trabajo el teólogo y sacerdote católico Antonio Couto, nos llevaremos una buena sorpresa: la palabra «hombre» como sinónimo de «ser humano» (anthôpos/homo) aparece 464 veces y la designación de «varón» (anêr/vir) y «mujer» (gynê/mulier) lo hace exactamente con la misma frecuencia, eso es 215 veces cada una de ellos, ni más ni menos.
Focalizando la revisión en los cuatro Evangelios, vemos que la palabra «mujer» aparece 109 veces mientras que «hombre» (varón) lo hace sólo 47; y de los 109 registros de «mujer», 63 se refieren a una mujer en cuanto a tal y apenas 46 lo hacen para identificar a la mujer de algún hombre, es decir, su esposa (en este cómputo hay que tener en cuenta que Juan, que cita 22 veces la palabra «mujer», no lo hace ni una sola vez para situarla en el rol de esposa).
Resulta también sintomático que los nombres propios femeninos sean muchísimo más abundantes en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. De los 3.000 nombres propios que aparecen en toda la Biblia, 2.830 (94,3%) son masculinos y sólo 170 (5,5%) son femeninos, pero si nos concentramos en los 150 nombres propios que, en total, se mencionan en el Nuevo Testamento, vemos que 120 (80%) son masculinos y 30 (20%) lo son femeninos; el peso de las mujeres, por tanto, cuadruplicó su porcentaje. Todas estas cifras implican algo sustancial: aún dentro del entorno judío en que se desarrollan los pasajes neotestamentarios —que era esencial y profundamente patriarcal y androcéntrico—, Jesús quiso mostrar no sólo que la mujer era importante, sino que podía y debía gozar de los mismos derechos sociales y religiosos que el varón.
Cuando leemos con detenimiento el Nuevo Testamento y nos fijamos en los pasajes que tienen a mujeres por eje central, salta a la vista rápidamente que en estos textos se les adjudicó un protagonismo muy importante, tanto por el hecho de haberlas hecho testigos únicos de algunos de los momentos más claves de la historia del nazareno, como por haberlas elevado al rango de co-protagonistas, junto a Jesús, para asentar enseñanzas que serían fundamentales para el cristianismo posterior.
Así, por ejemplo, es una mujer, no un varón, el primer ser humano que proclamó la divinidad de Jesús; un honor que le cupo a Isabel, según Lc 1,42-55. Fue también a mujeres, según ya vimos en el capítulo 5, a quienes les fue revelada en primer lugar la resurrección del nazareno, el suceso más fundamental del cristianismo, y María de Magdala fue la primera en recibir la aparición de Jesús resucitado y la encargada de comunicárselo a los discípulos varones.
Al contrario que los apóstoles, las discípulas galileas de Jesús no huyeron ni corrieron a esconderse y permanecieron en Jerusalén durante todo el proceso de ejecución y entierro de su maestro. En relación a esto último, es de un simbolismo evidente el hecho de que en el Calvario, a los pies del Jesús crucificado (inicio del proceso de la salvación, para los creyentes), sólo había cuatro mujeres, llamadas María todas ellas —según Jn 19,25—, pero ningún apóstol varón.
Las siete mujeres que siguen y sirven a Jesús de forma continua —María de Magdala, María de Betania y su hermana Marta, Juana, Susana, Salomé y la suegra de Simón/Pedro— son personas nada convencionales, libres de amarras sociales, religiosas y de sexo, capaces de poder decidir su presente y su futuro; mujeres, tal como afirma el teólogo Couto, «nada marginales, más bien situadas dentro de la historia y del alma de su pueblo, cómplices de la esperanza mesiánica, cuya realización intuyen, esperan, favorecen y aportan. Son mujeres al servicio de Dios y del Evangelio; no están al servicio de un varon o de los hombres en general; están al servicio del Evangelio, a causa de lo cual dejan evangélicamente todo, dándolo evangélicamente todo (...) son mujeres evangelizadas y evangelizadoras». Entre los seguidores de Jesús se dio un discipulado de iguales entre varones y mujeres, y el rol de éstas, aunque más restringido a causa de los condicionantes sociales imperantes, no fue menos importante que el de aquellos.
María de Magdala no sólo aparece en los textos como discípula y servidora de Jesús y su mensaje sino que se la inmortalizó con una misión clara de mensajera, de informadora de los discípulos varones, un papel que reconocerá la tradición latina a partir del siglo XII al distinguirla con el título de apostóla apostolorum (apóstola de los apóstoles).
El diálogo más extenso de cuantos mantuvo Jesús, según aparece en los Evangelios, en Jn 4,7-26, se produjo entre éste y la «mujer de Samaría», desarrollándose a lo largo de siete intervenciones del nazareno y seis de la samaritana —causando tan gran asombro a los discípulos cuando los vieron conversando juntos «que se maravillaban de que hablase con una mujer» —; como resultado de esta charla, mantenida junto a una fuente de la ciudad de Sicar, muchos samaritanos reconocieron a Jesús como «Salvador del mundo» (Jn 4,39-42), siendo éste un pasaje clave para justificar la extensión del cristianismo entre los gentiles.
Cuando Juan hizo que Jesús, para ir de Judea a Galilea, tuviera «que pasar por Samaría» (Jn 4,3-4) —un camino que podía hacerse perfectamente sin tener que pasar por el «pozo de Jacob» de Sicar o Siquem en Samaria—, quiso que ese desvío hacia tierra gentil y el debate con la mujer del pozo adquiriese un notable y específico significado simbólico. La samaritana —que había tenido cinco maridos y vivía amancebada con un sexto— abandonó su cántaro y corrió a testimoniar (martyréô) entre sus convecinos la presencia de Jesús, representando así al «antiguo Israel adúltero e infiel que se convierte en el nuevo Israel purificado, fiel y misionero». Si se hubiese querido excluir a la mujer como elemento activo del «reino» predicado por Jesús, tal como hace la Iglesia, se habría elegido un varón para protagonizar este pasaje o su equivalente, pero no fue así.
La Iglesia católica habla a menudo de la famosa profesión de fe que Jesús le pidió a Pedro en Mt 16,15-20, pero calla que esa misma profesión de fe se la solicitó también a una mujer, a Marta de Betania: «Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn 11,25-27). Marta, por tanto, fue puesta por Jesús ante el mismo privilegio que Pedro.
El respeto que Jesús manifestó por la mujer se trasluce perfectamente en un relato como el de Mt 15,21-28 y Mc 7,24-30, donde una mujer cananea (libanesa) le replica a Jesús y le gana la disputa dialéctica logrando su propósito —«¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» acaba por concederle el nazareno (Mt 15,28)—; ésta es la única ocasión, en todos los Evangelios, en la que Jesús habló de «fe prohibición de predicar a los gentiles dada por Jesús —en Mt 10,5-7; 15,24-26—, pero, sin embargo, a los efectos de resaltar la importancia de la mujer, estos versículos denotan perfectamente que entre las primeras comunidades cristianas se valoraba mucho la figura, la influencia y el trabajo evangelizador de las mujeres.
Otra mujer, su propia madre, fue la responsable de que Jesús obrase su primer milagro público, según el relato de Jn 2, 3-5: «No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora. Dijo la madre a los servidores: Haced lo que Él os diga», finalizando el pasaje con la frase: «Éste fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloría y creyeron en Él sus discípulos» (]n 2,11).
Jesús también hizo descansar sobre el protagonismo de una mujer (Lc 7, 36-50), esta vez una «pecadora arrepentida», su fundamental enseñanza sobre la gracia y el perdón de los pecados, un mensaje básico para el cristianismo futuro. Del mismo modo mostró su respeto por la mujer y proclamó su derecho a la igualdad cuando rehabilitó a la «hemorroísa», la mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años y que, por ello, había sido excluida de la vida social y religiosa de su comunidad (según lo prescrito por Lev 15,19-29).
No menos clarificador es el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio de Jn 8,1-11, en el que Jesús se dirige a ella di-rectamente, la pone al mismo nivel de trato y respeto que merecían los varones presentes y la perdona. De hecho, en Mt 5,27-32; 19,3-10 y Mc 10, 2-12, se ve perfectamente que Jesús colocó a hombre y mujer en el mismo plano de igualdad en cuanto al criterio de conducta moral respecto al divorcio y el adulterio.
La ekklesía que puso en marcha Jesús era un pueblo de hombres y mujeres reunidos ante Dios, no sólo de varones, como había sido la tradición judía hasta entonces. Pablo recogió esta idea y la amplió a los gentiles cuando escribió» «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gál 3,26-29).
En esta declaración bautismal del movimiento misionero prepaulino se proclamó específicamente que la iniciación, el ingreso en «el pueblo de Dios», no se producía ya a través de la circuncisión (patrimonio exclusivo del varón) sino mediante el bautismo, que incluye a todos sin excepción bajo un mismo Salvador y dentro del nuevo —y ampliado— pueblo de Dios. Era una nueva visión religiosa que negaba las prerrogativas basadas en la masculinidad y abría las puertas a mujeres y esclavos, lanzando una novedosa concepción igualitaria en todos los campos, que incluso integraba a los gentiles, excluidos hasta entonces del «pueblo de Dios».
Tras un somero repaso de las epístolas paulinas puede verse que las mujeres de las comunidades cristianas de esos días eran aceptadas y valoradas como miembros que gozaban de los mismos derechos y obligaciones que los varones. Pablo dejó escrito que las mujeres trabajaban con él en igualdad de condiciones y mencionó específicamente a Evodia y Sínti-que (que «lucharon por el evangelio»), Prisca («colaboradora»), Febe (diákonos, hermana y prostatis o protectora de la iglesia de Céncreas), Junia (apóstol, considerada apóstola por los padres de la Iglesia, pero transformada en varón en la Edad Media por no poder admitir que una mujer hubiese sido apóstol junto a Pablo y tomada como «ilustre entre los apóstoles»).
Se relacionan también parejas de misioneros que trabajaron en plano de igualdad uno con otra, como son los casos de Aquila y Prisca, que fundaron una iglesia en su casa, el de Andrómico y Junia, etc. Esas mujeres fueron misioneras, líderes, apóstoles, ministros del culto, catequistas que predicaban y enseñaban el evangelio junto a Pablo, que fundaron iglesias y ocuparon cargos en ellas... pero muy pronto el varón retomó el poder e hizo caer en el olvido una de las facetas más novedosas del mensaje cristiano; en el siglo II, la declaración de Gál 3,26-29 ya había sido traicionada en todo lo que hace a la igualdad entre los dos sexos.
En alguna parte del camino se había dado un golpe de estado tomando por bandera una exégesis incorrecta de algunas frases paulinas polémicas. Cuando Pablo escribió «quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3) y, pocos versículos más adelante, entró en la discusión acerca del deber de las mujeres de llevar velo en la cabeza para orar, el autor del texto había empleado la palabra griega exousía (autoridad), pero fue traducida por «dependencia de» o «sujeción a», que conlleva una interpretación absolutamente diferente y lesiva para la mujer.
De lo anterior derivan sentencias tan conocidas como la de Haimo d'Auxerre (siglo VIII): «En la Iglesia se entiende por mujer a quien obra de manera mujeril y boba»; la de Graciano (siglo xii): «La mujer no puede recibir órdenes sagradas porque por su naturaleza se encuentra en condiciones de servidumbre»; o la de santo Tomás (siglo XIII): «Como el sexo femenino no puede significar ninguna eminencia de grado, porque la mujer tiene un estado de sujeción, por eso no puede recibir el sacramento del Orden.» La mujer, según la ha entendido la patrística cristiana, es un ser inferior, boba y condenada a la servidumbre «por su naturaleza». Hoy, no pocos sacerdotes y prelados siguen pensando lo mismo de ellas (aunque haciéndolas, también, como siempre fue, objeto de su lascivia).
A pesar de que, según lo visto, no fuese así en los Evangelios, sino todo lo contrario, la mujer comenzó a ser discriminada de la ekklesía cristiana bastante tempranamente; entre los siglos II y IV fue aboliéndose progresivamente la presencia de las diaconisas en las congregaciones cristianas y, bajo el control del emperador Constantino, la Iglesia católica fue configurándose según el modelo del sacerdocio pagano que había sido oficial, hasta entonces, en el imperio romano. Por igual razón, los escritos bíblicos se han interpretado siempre desde una óptica profundamente androcéntrica y con un lenguaje no sólo escasamente neutral sino abiertamente antifemenino.
La declaración ínter insigniores, emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santa Inquisición) el 15 de octubre de 1976, es un claro ejemplo de este machismo clerical falto de fundamento y discriminatorio para la mujer. A propósito de este texto, la teóloga católica Margarita Pintos comenta muy certeramente que «la antropología que subyace en esta declaración está claramente ligada al androcentrismo. Se asume la teología escolástica medieval que adoptó la antropología aristotélica en la que se define a las mujeres como "hombres defectuosos". Esta antropología defendida por san Agustín y más tarde reforzada por santo Tomás, que declara que las mujeres en sí mismas no poseen la imagen de Dios, sino sólo cuando la reciben del hombre que es "su cabeza", no es, como parece obvio, una antropología revelada.
»El hecho de que el sacerdote actúa in persona Christi ca-pitis sobre todo en la eucaristía —añade Margarita Pintos—, sirve a la declaración para afirmar que si esta función fuera ejercida por una mujer "no se daría esta semejanza natural que debe existir entre Cristo y el ministro". Queda así reforzado el principio de masculinidad para el acceso al ministerio ordenado. Sólo el ser humano de sexo masculino puede actuar in persona Christi, es decir, representar a Cristo, ser su imagen. Así se acentúa el carácter androcéntrico de la cristo-logía y de la eclesiología».
Sólo desde esta plataforma ideológica que considera a las mujeres como a «hombres defectuosos», especialmente enquistada en la jerarquía católica, puede comprenderse la marginación que la mujer católica aún sufre en cuanto a sus derechos de participación en el ejercicio y organización de su propia religión. La mujer católica tiene limitadas sus posibilidades de contribución eclesial a los papeles de dienta y de sirvienta de la Iglesia (o, más a menudo, del clero masculino).
A pesar de que las corrientes evangélicas actuales están intentando devolver a la mujer el protagonismo religioso que nunca debió perder y que, desde 1958, va incrementándose de modo progresivo e imparable el número de Iglesias cristianas que han aceptado con normalidad la ordenación sacerdotal de mujeres, la Iglesia católica prefiere seguir ignorando las enseñanzas del Nuevo Testamento y mantenerse atrincherada en su tradición: ¡las mujeres no pasarán! Qué lejos y olvidado ha quedado aquel Jesús que predicó la igualdad de derechos de la mujer y las aceptó junto a él como discípu-las, con gran escándalo de los sacerdotes, claro está. Igual que hoy.
En lo personal, el modelo de mujer que la Iglesia católica actual quiere imponer es el de un ser volcado en la maternidad por encima de todo y que sea dócil y servil al varón aun a riesgo de su propia vida. El mensaje nos lo ha dado con claridad el papa Wojtyla no sólo a través de sus documentos y discursos sino mediante sus actos más solemnes: canonizando a dos italianas cuyos mayores méritos fueron, el de una, dejarse morir de cáncer de útero por no querer abortar para someterse al tratamiento médico que la hubiese salvado —con lo que dejó sin madre a sus cuatro hijos y al recién nacido que no quiso perder— y, el de la otra, aguantar hasta la muerte los malos tratos constantes de su marido en lugar de divorciarse de él.
Podemos suscribir sin reparo alguno la frase con la que la teóloga feminista católica Rosemary Radford Ruether comenzó uno de sus últimos trabajos: «Escribo este ensayo tristemente consciente de que parece cada vez menos probable que el catolicismo institucional avance en dirección a los evangelios.»
Afirma, con sobrada razón, el teólogo católico Schillebeeckx que «de hecho hay más mujeres comprometidas en la vida de la Iglesia que hombres. Y, no obstante, están desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una discriminación. (...) La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente cultural, que en el momento actual no tiene sentído. ¿Por qué las mujeres no pueden presidir la Eucaristía?, ¿por qué no pueden recibir la ordenación? No hay argumentos para oponerse a conferir el sacerdocio a las mujeres».
Con todo el derecho que le confiere su cargo, pero sin ninguna razón evangélica ni histórica, el papa Juan Pablo II, en su meditación Dignitatis mulieris, abundó en el manida argumento de que Jesús no llamó a ninguna mujer entre loa doce apóstoles y que por ello debe concluirse que las excluyó explícitamente de la dirección de la Iglesia y también del ministerio sacerdotal, pero tal pretensión no solamente carece de fundamento sino que es profundamente tramposa. Si leemos el Nuevo Testamento sin prejuicios machistas, observaremos que Jesús trató a la mujer de un modo bien distinto al que pretende la Iglesia católica y que en las primeras comunidades cristianas la mujer ocupaba cargos de responsabilidad.
En cualquier caso, tal como ya hemos documentado sobradamente en capítulos anteriores, si a alguien excluyó Jesús del «reino» que predicó, fue —de modo bien explícito— a los sacerdotes profesionales y a todos aquellos que no fueran judíos, una evidencia que conduce a la paradoja de que son los sacerdotes católicos, desde el papa hasta el último párroco, los primeros proscritos para ocupar cargos dentro de la ekklesía de Jesús (aunque estricto sensu sí puedan desempeñarlos en la Iglesia católica puesto que ésta no sigue el modelo apostólico ni el mensaje básico y nuclear de Jesús).
A propósito del texto de Juan Pablo II recién citado, la teóloga católica Margarita Pintos reflexiona: «con este argumento se apela a que Jesús eligió libremente doce varones para formar su grupo de apostóles. Esto es cierto, pero también es importante tener en cuenta que además de varones eran israelitas, estaban circuncidados, algunos estaban casados, etc., y, sin embargo, el único dato que se presenta como inamovible es el de que eran varones, mientras que los demás datos se consideran culturales. No se tiene en cuenta que Jesús, como buen judío, quería restaurar el nuevo Israel, y que la tradición de su pueblo le imponía de forma simbólica elegir a doce (uno de cada tribu de Israel), además varones (las mujeres no hubieran representado la tradición) y por supuesto israelitas (si hubiera incorporado a un gentil, ya se hubiera roto la continuidad). Esto demuestra que sólo se nos dice una parte de la verdad, y que los datos que no interesa desvelar se nos ocultan.
»Como muy bien ha puesto de manifiesto el escriturista Lohfink —prosigue Pintos—, la elección de los doce por Jesús es una acción simbólica y profética que nada prejuzga y en nada afecta al papel asignado a la mujer en el pueblo de Dios. Si se quiere apreciar en sus justos términos la presencia de la mujer en el movimiento de Jesús, hay que prestar más atención a la composición del grupo de discípulos. Es precisamente ahí donde se pone de manifiesto que Jesús, con una libertad sorprendente y sin tener en cuenta los estereotipos vigentes en la sociedad judía de entonces, integró mujeres en su círculo de discípulos».
Efectivamente, si nos fijamos, por ejemplo, en Mt 27,55-56, Mc 15,40-41, Lc 23,49-55 y otros, encontraremos a un grupo de mujeres que seguían a Jesús, eso es que estaban aceptadas en su círculo de discípulos, todo un signo del nuevo «reino de Dios» que jamás hubiese sido posible en el entorno judío del que procedían tanto Jesús como sus apóstoles varones; un signo claro, por tanto, de que la mujer debía ju-gar un papel distinto en los nuevos tiempos.
Si nos fijamos en la utilización del género en el Nuevo, Testamento, tal como propone en un interesante trabajo el teólogo y sacerdote católico Antonio Couto, nos llevaremos una buena sorpresa: la palabra «hombre» como sinónimo de «ser humano» (anthôpos/homo) aparece 464 veces y la designación de «varón» (anêr/vir) y «mujer» (gynê/mulier) lo hace exactamente con la misma frecuencia, eso es 215 veces cada una de ellos, ni más ni menos.
Focalizando la revisión en los cuatro Evangelios, vemos que la palabra «mujer» aparece 109 veces mientras que «hombre» (varón) lo hace sólo 47; y de los 109 registros de «mujer», 63 se refieren a una mujer en cuanto a tal y apenas 46 lo hacen para identificar a la mujer de algún hombre, es decir, su esposa (en este cómputo hay que tener en cuenta que Juan, que cita 22 veces la palabra «mujer», no lo hace ni una sola vez para situarla en el rol de esposa).
Resulta también sintomático que los nombres propios femeninos sean muchísimo más abundantes en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. De los 3.000 nombres propios que aparecen en toda la Biblia, 2.830 (94,3%) son masculinos y sólo 170 (5,5%) son femeninos, pero si nos concentramos en los 150 nombres propios que, en total, se mencionan en el Nuevo Testamento, vemos que 120 (80%) son masculinos y 30 (20%) lo son femeninos; el peso de las mujeres, por tanto, cuadruplicó su porcentaje. Todas estas cifras implican algo sustancial: aún dentro del entorno judío en que se desarrollan los pasajes neotestamentarios —que era esencial y profundamente patriarcal y androcéntrico—, Jesús quiso mostrar no sólo que la mujer era importante, sino que podía y debía gozar de los mismos derechos sociales y religiosos que el varón.
Cuando leemos con detenimiento el Nuevo Testamento y nos fijamos en los pasajes que tienen a mujeres por eje central, salta a la vista rápidamente que en estos textos se les adjudicó un protagonismo muy importante, tanto por el hecho de haberlas hecho testigos únicos de algunos de los momentos más claves de la historia del nazareno, como por haberlas elevado al rango de co-protagonistas, junto a Jesús, para asentar enseñanzas que serían fundamentales para el cristianismo posterior.
Así, por ejemplo, es una mujer, no un varón, el primer ser humano que proclamó la divinidad de Jesús; un honor que le cupo a Isabel, según Lc 1,42-55. Fue también a mujeres, según ya vimos en el capítulo 5, a quienes les fue revelada en primer lugar la resurrección del nazareno, el suceso más fundamental del cristianismo, y María de Magdala fue la primera en recibir la aparición de Jesús resucitado y la encargada de comunicárselo a los discípulos varones.
Al contrario que los apóstoles, las discípulas galileas de Jesús no huyeron ni corrieron a esconderse y permanecieron en Jerusalén durante todo el proceso de ejecución y entierro de su maestro. En relación a esto último, es de un simbolismo evidente el hecho de que en el Calvario, a los pies del Jesús crucificado (inicio del proceso de la salvación, para los creyentes), sólo había cuatro mujeres, llamadas María todas ellas —según Jn 19,25—, pero ningún apóstol varón.
Las siete mujeres que siguen y sirven a Jesús de forma continua —María de Magdala, María de Betania y su hermana Marta, Juana, Susana, Salomé y la suegra de Simón/Pedro— son personas nada convencionales, libres de amarras sociales, religiosas y de sexo, capaces de poder decidir su presente y su futuro; mujeres, tal como afirma el teólogo Couto, «nada marginales, más bien situadas dentro de la historia y del alma de su pueblo, cómplices de la esperanza mesiánica, cuya realización intuyen, esperan, favorecen y aportan. Son mujeres al servicio de Dios y del Evangelio; no están al servicio de un varon o de los hombres en general; están al servicio del Evangelio, a causa de lo cual dejan evangélicamente todo, dándolo evangélicamente todo (...) son mujeres evangelizadas y evangelizadoras». Entre los seguidores de Jesús se dio un discipulado de iguales entre varones y mujeres, y el rol de éstas, aunque más restringido a causa de los condicionantes sociales imperantes, no fue menos importante que el de aquellos.
María de Magdala no sólo aparece en los textos como discípula y servidora de Jesús y su mensaje sino que se la inmortalizó con una misión clara de mensajera, de informadora de los discípulos varones, un papel que reconocerá la tradición latina a partir del siglo XII al distinguirla con el título de apostóla apostolorum (apóstola de los apóstoles).
El diálogo más extenso de cuantos mantuvo Jesús, según aparece en los Evangelios, en Jn 4,7-26, se produjo entre éste y la «mujer de Samaría», desarrollándose a lo largo de siete intervenciones del nazareno y seis de la samaritana —causando tan gran asombro a los discípulos cuando los vieron conversando juntos «que se maravillaban de que hablase con una mujer» —; como resultado de esta charla, mantenida junto a una fuente de la ciudad de Sicar, muchos samaritanos reconocieron a Jesús como «Salvador del mundo» (Jn 4,39-42), siendo éste un pasaje clave para justificar la extensión del cristianismo entre los gentiles.
Cuando Juan hizo que Jesús, para ir de Judea a Galilea, tuviera «que pasar por Samaría» (Jn 4,3-4) —un camino que podía hacerse perfectamente sin tener que pasar por el «pozo de Jacob» de Sicar o Siquem en Samaria—, quiso que ese desvío hacia tierra gentil y el debate con la mujer del pozo adquiriese un notable y específico significado simbólico. La samaritana —que había tenido cinco maridos y vivía amancebada con un sexto— abandonó su cántaro y corrió a testimoniar (martyréô) entre sus convecinos la presencia de Jesús, representando así al «antiguo Israel adúltero e infiel que se convierte en el nuevo Israel purificado, fiel y misionero». Si se hubiese querido excluir a la mujer como elemento activo del «reino» predicado por Jesús, tal como hace la Iglesia, se habría elegido un varón para protagonizar este pasaje o su equivalente, pero no fue así.
La Iglesia católica habla a menudo de la famosa profesión de fe que Jesús le pidió a Pedro en Mt 16,15-20, pero calla que esa misma profesión de fe se la solicitó también a una mujer, a Marta de Betania: «Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí, Señor; yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn 11,25-27). Marta, por tanto, fue puesta por Jesús ante el mismo privilegio que Pedro.
El respeto que Jesús manifestó por la mujer se trasluce perfectamente en un relato como el de Mt 15,21-28 y Mc 7,24-30, donde una mujer cananea (libanesa) le replica a Jesús y le gana la disputa dialéctica logrando su propósito —«¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» acaba por concederle el nazareno (Mt 15,28)—; ésta es la única ocasión, en todos los Evangelios, en la que Jesús habló de «fe prohibición de predicar a los gentiles dada por Jesús —en Mt 10,5-7; 15,24-26—, pero, sin embargo, a los efectos de resaltar la importancia de la mujer, estos versículos denotan perfectamente que entre las primeras comunidades cristianas se valoraba mucho la figura, la influencia y el trabajo evangelizador de las mujeres.
Otra mujer, su propia madre, fue la responsable de que Jesús obrase su primer milagro público, según el relato de Jn 2, 3-5: «No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora. Dijo la madre a los servidores: Haced lo que Él os diga», finalizando el pasaje con la frase: «Éste fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, y manifestó su gloría y creyeron en Él sus discípulos» (]n 2,11).
Jesús también hizo descansar sobre el protagonismo de una mujer (Lc 7, 36-50), esta vez una «pecadora arrepentida», su fundamental enseñanza sobre la gracia y el perdón de los pecados, un mensaje básico para el cristianismo futuro. Del mismo modo mostró su respeto por la mujer y proclamó su derecho a la igualdad cuando rehabilitó a la «hemorroísa», la mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años y que, por ello, había sido excluida de la vida social y religiosa de su comunidad (según lo prescrito por Lev 15,19-29).
No menos clarificador es el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio de Jn 8,1-11, en el que Jesús se dirige a ella di-rectamente, la pone al mismo nivel de trato y respeto que merecían los varones presentes y la perdona. De hecho, en Mt 5,27-32; 19,3-10 y Mc 10, 2-12, se ve perfectamente que Jesús colocó a hombre y mujer en el mismo plano de igualdad en cuanto al criterio de conducta moral respecto al divorcio y el adulterio.
La ekklesía que puso en marcha Jesús era un pueblo de hombres y mujeres reunidos ante Dios, no sólo de varones, como había sido la tradición judía hasta entonces. Pablo recogió esta idea y la amplió a los gentiles cuando escribió» «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gál 3,26-29).
En esta declaración bautismal del movimiento misionero prepaulino se proclamó específicamente que la iniciación, el ingreso en «el pueblo de Dios», no se producía ya a través de la circuncisión (patrimonio exclusivo del varón) sino mediante el bautismo, que incluye a todos sin excepción bajo un mismo Salvador y dentro del nuevo —y ampliado— pueblo de Dios. Era una nueva visión religiosa que negaba las prerrogativas basadas en la masculinidad y abría las puertas a mujeres y esclavos, lanzando una novedosa concepción igualitaria en todos los campos, que incluso integraba a los gentiles, excluidos hasta entonces del «pueblo de Dios».
Tras un somero repaso de las epístolas paulinas puede verse que las mujeres de las comunidades cristianas de esos días eran aceptadas y valoradas como miembros que gozaban de los mismos derechos y obligaciones que los varones. Pablo dejó escrito que las mujeres trabajaban con él en igualdad de condiciones y mencionó específicamente a Evodia y Sínti-que (que «lucharon por el evangelio»), Prisca («colaboradora»), Febe (diákonos, hermana y prostatis o protectora de la iglesia de Céncreas), Junia (apóstol, considerada apóstola por los padres de la Iglesia, pero transformada en varón en la Edad Media por no poder admitir que una mujer hubiese sido apóstol junto a Pablo y tomada como «ilustre entre los apóstoles»).
Se relacionan también parejas de misioneros que trabajaron en plano de igualdad uno con otra, como son los casos de Aquila y Prisca, que fundaron una iglesia en su casa, el de Andrómico y Junia, etc. Esas mujeres fueron misioneras, líderes, apóstoles, ministros del culto, catequistas que predicaban y enseñaban el evangelio junto a Pablo, que fundaron iglesias y ocuparon cargos en ellas... pero muy pronto el varón retomó el poder e hizo caer en el olvido una de las facetas más novedosas del mensaje cristiano; en el siglo II, la declaración de Gál 3,26-29 ya había sido traicionada en todo lo que hace a la igualdad entre los dos sexos.
En alguna parte del camino se había dado un golpe de estado tomando por bandera una exégesis incorrecta de algunas frases paulinas polémicas. Cuando Pablo escribió «quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3) y, pocos versículos más adelante, entró en la discusión acerca del deber de las mujeres de llevar velo en la cabeza para orar, el autor del texto había empleado la palabra griega exousía (autoridad), pero fue traducida por «dependencia de» o «sujeción a», que conlleva una interpretación absolutamente diferente y lesiva para la mujer.
De lo anterior derivan sentencias tan conocidas como la de Haimo d'Auxerre (siglo VIII): «En la Iglesia se entiende por mujer a quien obra de manera mujeril y boba»; la de Graciano (siglo xii): «La mujer no puede recibir órdenes sagradas porque por su naturaleza se encuentra en condiciones de servidumbre»; o la de santo Tomás (siglo XIII): «Como el sexo femenino no puede significar ninguna eminencia de grado, porque la mujer tiene un estado de sujeción, por eso no puede recibir el sacramento del Orden.» La mujer, según la ha entendido la patrística cristiana, es un ser inferior, boba y condenada a la servidumbre «por su naturaleza». Hoy, no pocos sacerdotes y prelados siguen pensando lo mismo de ellas (aunque haciéndolas, también, como siempre fue, objeto de su lascivia).
A pesar de que, según lo visto, no fuese así en los Evangelios, sino todo lo contrario, la mujer comenzó a ser discriminada de la ekklesía cristiana bastante tempranamente; entre los siglos II y IV fue aboliéndose progresivamente la presencia de las diaconisas en las congregaciones cristianas y, bajo el control del emperador Constantino, la Iglesia católica fue configurándose según el modelo del sacerdocio pagano que había sido oficial, hasta entonces, en el imperio romano. Por igual razón, los escritos bíblicos se han interpretado siempre desde una óptica profundamente androcéntrica y con un lenguaje no sólo escasamente neutral sino abiertamente antifemenino.
La declaración ínter insigniores, emitida por la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santa Inquisición) el 15 de octubre de 1976, es un claro ejemplo de este machismo clerical falto de fundamento y discriminatorio para la mujer. A propósito de este texto, la teóloga católica Margarita Pintos comenta muy certeramente que «la antropología que subyace en esta declaración está claramente ligada al androcentrismo. Se asume la teología escolástica medieval que adoptó la antropología aristotélica en la que se define a las mujeres como "hombres defectuosos". Esta antropología defendida por san Agustín y más tarde reforzada por santo Tomás, que declara que las mujeres en sí mismas no poseen la imagen de Dios, sino sólo cuando la reciben del hombre que es "su cabeza", no es, como parece obvio, una antropología revelada.
»El hecho de que el sacerdote actúa in persona Christi ca-pitis sobre todo en la eucaristía —añade Margarita Pintos—, sirve a la declaración para afirmar que si esta función fuera ejercida por una mujer "no se daría esta semejanza natural que debe existir entre Cristo y el ministro". Queda así reforzado el principio de masculinidad para el acceso al ministerio ordenado. Sólo el ser humano de sexo masculino puede actuar in persona Christi, es decir, representar a Cristo, ser su imagen. Así se acentúa el carácter androcéntrico de la cristo-logía y de la eclesiología».
Sólo desde esta plataforma ideológica que considera a las mujeres como a «hombres defectuosos», especialmente enquistada en la jerarquía católica, puede comprenderse la marginación que la mujer católica aún sufre en cuanto a sus derechos de participación en el ejercicio y organización de su propia religión. La mujer católica tiene limitadas sus posibilidades de contribución eclesial a los papeles de dienta y de sirvienta de la Iglesia (o, más a menudo, del clero masculino).
A pesar de que las corrientes evangélicas actuales están intentando devolver a la mujer el protagonismo religioso que nunca debió perder y que, desde 1958, va incrementándose de modo progresivo e imparable el número de Iglesias cristianas que han aceptado con normalidad la ordenación sacerdotal de mujeres, la Iglesia católica prefiere seguir ignorando las enseñanzas del Nuevo Testamento y mantenerse atrincherada en su tradición: ¡las mujeres no pasarán! Qué lejos y olvidado ha quedado aquel Jesús que predicó la igualdad de derechos de la mujer y las aceptó junto a él como discípu-las, con gran escándalo de los sacerdotes, claro está. Igual que hoy.
En lo personal, el modelo de mujer que la Iglesia católica actual quiere imponer es el de un ser volcado en la maternidad por encima de todo y que sea dócil y servil al varón aun a riesgo de su propia vida. El mensaje nos lo ha dado con claridad el papa Wojtyla no sólo a través de sus documentos y discursos sino mediante sus actos más solemnes: canonizando a dos italianas cuyos mayores méritos fueron, el de una, dejarse morir de cáncer de útero por no querer abortar para someterse al tratamiento médico que la hubiese salvado —con lo que dejó sin madre a sus cuatro hijos y al recién nacido que no quiso perder— y, el de la otra, aguantar hasta la muerte los malos tratos constantes de su marido en lugar de divorciarse de él.
Podemos suscribir sin reparo alguno la frase con la que la teóloga feminista católica Rosemary Radford Ruether comenzó uno de sus últimos trabajos: «Escribo este ensayo tristemente consciente de que parece cada vez menos probable que el catolicismo institucional avance en dirección a los evangelios.»
viernes, 17 de junio de 2011
VIERNES CUCHILLERO: POR LAS NOCHES
POR LAS NOCHES: ROMASANTA
No se puede olvidar,
estoy latente en su dolor,
ya no puede aguantar
esta sufriendo el corazón
Yo no puedo evitar
esa pasión en ti
conviviendo en el amor
Y me duele pensar
con quien estarás
cuando estés lejos de mi
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Se que me extrañarás
eso no puedes ocultar
No me perdonarás,
tus sentimientos destroce
El dolor pasará,
el tiempo curará
el daño de su corazón.
Yo no puedo evitar
el pensar en ti
al destrizar toda ilusión
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Y por las noches
yo te siento así
buscándome en la oscuridad
Gotas de lluvia van cayendo en ti
al esconder tu triste mirar.
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Y por las noches
yo te siento así
buscándome en la oscuridad
Gotas de lluvia van cayendo en ti
al esconder tu triste mirar.
Y por las noches
yo te siento así
Gotas de lluvia van cayendo en ti
Y por las noches
yo te siento así
No se puede olvidar,
estoy latente en su dolor,
ya no puede aguantar
esta sufriendo el corazón
Yo no puedo evitar
esa pasión en ti
conviviendo en el amor
Y me duele pensar
con quien estarás
cuando estés lejos de mi
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Se que me extrañarás
eso no puedes ocultar
No me perdonarás,
tus sentimientos destroce
El dolor pasará,
el tiempo curará
el daño de su corazón.
Yo no puedo evitar
el pensar en ti
al destrizar toda ilusión
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Y por las noches
yo te siento así
buscándome en la oscuridad
Gotas de lluvia van cayendo en ti
al esconder tu triste mirar.
Me cuesta tanto terminar así
diciéndote que todo acabo,
recuerdo siempre al entregarte a mi
amándome en la soledad
Y por las noches
yo te siento así
buscándome en la oscuridad
Gotas de lluvia van cayendo en ti
al esconder tu triste mirar.
Y por las noches
yo te siento así
Gotas de lluvia van cayendo en ti
Y por las noches
yo te siento así
miércoles, 15 de junio de 2011
FROM CHAOS TO ETERNITY: NUEVO DISCO DE RHAPSODY PARA DESCARGAR
Hoy es un día de gloria para el metal épico y sinfónico, ya salió el nuevo disco de Rhapsody od Fire: From Chaos to Eternity que es quien termina la grandiosa fantasia empezada en 1997 con Legendary Tales, y es la culminación de la Dark Black Saga, un disco con un estilo muy clásico de la banda pero que a la vez tiene una nueva tónica en especial en la voz de Fabio Lione quien hace algunas guturales como en Aeons of Raging Darkness, como ellos indican en su página web:
"Es el fin de una era. Esta entrega histórica será el fin definitivo de las sagas de Rhapsody después de quince años de letras orientadas a la fantasía y por última vez escucharemos a Sir Christopher Lee narrando en uno de nuestros álbumes los últimos eventos dramáticos de un cuento legendario iniciado en 1997. Estamos muy tristes, seguro, pero también sabemos que por esta misma razón este disco quedará en la historia de la banda por su importancia artística y su épica".
"Es el fin de una era. Esta entrega histórica será el fin definitivo de las sagas de Rhapsody después de quince años de letras orientadas a la fantasía y por última vez escucharemos a Sir Christopher Lee narrando en uno de nuestros álbumes los últimos eventos dramáticos de un cuento legendario iniciado en 1997. Estamos muy tristes, seguro, pero también sabemos que por esta misma razón este disco quedará en la historia de la banda por su importancia artística y su épica".
01. AD INFINITUM [01:30]
02. FROM CHAOS TO ETERNITY [05:45]
03. TEMPESTA DI FUOCO [04:48]
04. GHOSTS OF FORGOTTEN WORLDS [05:35]
05. ANIMA PERDUTA [04:46]
06. AEONS OF RAGING DARKNESS [05:46]
07. I BELONG TO THE STARS [04:55]
08. TORNADO [04:57]
09. HEROES OF THE WATERFALLS’ KINGDOM [19:32]
I. Lo Spirito Della Foresta
II. Realm Of Sacred Waterfalls
III. Thanor’s Awakening
IV. Northern Skies Enflamed
V. The Splendour Of Angels’ Glory (A Final Revelation)
Tiemblan las Tierras de Asgalord...Grande Rhapsody!!!!
domingo, 12 de junio de 2011
LUZ DEL DOMINGO XX
El papa, «sucesor de Pedro», no fue oficialmente infalible
hasta que lo decretó Pío IX en el año 1870
hasta que lo decretó Pío IX en el año 1870
El papa León I el Grande (440-461) no sólo no se consideró infalible a sí mismo, sino que proclamó por escrito que el emperador contemporáneo y homónimo León I —que al igual que otros monarcas de la época recibía los títulos de pontifex, «heraldo de Cristo», «custodio de la fe», etc.— sí que lo era. «Sé que estáis más que suficientemente iluminado por el espíritu divino que mora en Vos», le expresó el papa al rey. De hecho, el emperador León I, haciendo uso de la infalibilidad que le había otorgado el propio papa respecto a las cuestiones de doctrina católica, tenía plena autoridad para derogar incluso los dogmas salidos de concilios. En esos días, muchos prelados aplicaban también al emperador León I los versículos de Mt 16,18, base sobre la que la Iglesia católica sostiene su pontificado y la línea sucesoria desde Pedro.
En su bula Quia quorundam, el papa Juan XXII (1316-1334) condenó la doctrina de la infalibilidad papal —defendida por los franciscanos— tachándola de «obra del diablo». El papa Adriano VI (1522-1523) reconoció que el pontífice no era infalible ni cuando trataba de los asuntos de fe. De hecho, hasta el siglo xvi no se inventó el concepto de hablar ex cathedra, y se hizo para justificar los errores doctrinales que habían propagado con anterioridad una diversidad de papas herejes.
Pero pasados muchos siglos de historia ¡y de historias!, el papa Pío IX, que en 1854 había establecido el dogma de la inmaculada concepción de María, volvió a alcanzar la gloria, dieciséis años después, en el concilio Vaticano I, con la constitución Pastor aeternus, que definió la infalibilidad papal. Según este documento, todos los católicos están obligados a creer que el apóstol Pedro recibió directamente de Jesús el primado de jurisdicción; que, por voluntad de Cristo, debe tener sucesores; que el romano pontífice es el sucesor de Pedro; y que el poder primacial es «pleno», «supremo», «or-dinario» e «inmediato» —eso es que no es delegado, ni extraordinario y que se ejerce directamente, sin ningún intermediario— en materia de fe, moral y disciplina.
El magisterio papal, según la Pastor aeternus, es infalible siempre que concurran cuatro condiciones esenciales: que el papa enseñe no como persona particular, sino como pastor universal de la Iglesia; que su enseñanza trate sobre cuestiones de fe y de moral; que se dirija a toda la Iglesia y no a una parte de ella, y que tienda a pronunciar juicios definitivos y vinculantes para las conciencias. La sutileza es digna hija de la sibilina teología católica vaticana.
El decreto del Vaticano I sobre la infalibilidad papal dice «Enseñamos y definimos que es un dogma divinamente revelado: que el pontífice romano, cuando habla ex cátedra, es decir, cuando está ejerciendo el oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, por virtud de su autoridad apostólica suprema, define una doctrina —en relación con la fe y la moral— a ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina prometida a él en el bendito Pedro, posee aquella infalibilidad con la cual el Redentor divino quiere que su Iglesia sea conferida al definir la doctrina concerniente a la fe y la moral; y que por ello esas definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no del consentimiento de la Iglesia. Pero si alguien —que Dios lo impida— presume contradecir esta definición: que sea anatema.»
La votación de este decreto tuvo lugar el día 18 de julio de 1870, pero el día anterior habían abandonado Roma todos los obispos que estaban en contra de la infalibilidad papal. De los más de setecientos prelados acreditados para votar, sólo 533 lo hicieron a favor y 2 —los obispos de Riccio (Italia) y Fitzgerald (Estados Unidos)— tuvieron el valor de oponerse dando la cara; los dos centenares de obispos restantes, todos ellos contrarios a la infalibilidad, permanecieron alejados del cónclave «para no avergonzar al Papa con su voto negativo».
Tardar diecinueve siglos en dejar sentado lo que, según la Iglesia católica, ordenó Jesús en vida y ha causado más divisiones dentro del cristianismo que todas las herejías de la historia juntas, sólo puede indicar una cosa: los asuntos del Espíritu Santo están exentos de prisas mundanas.
Lo grave del caso es que esta divina dejadez ha podido precipitar al infierno a millones de católicos nacidos antes de la promulgación de la Pastor aeternus. Veamos un caso anecdótico: en 1860, diez años antes de quedar establecida la infalibilidad papal, el famoso catecismo católico del padre Stephen Keenan se preguntaba: «¿Deben los católicos creer que el Papa es infalible?», y, acto seguido, se respondía: «Éste es un invento de los protestantes; no es un artículo de fe; ninguna decisión suya tiene carácter obligatorio, so pena de herejía, a menos que sea recibida y puesta en práctica por el cuerpo de enseñanza; esto es, por los obispos de la iglesia.» ¿Tanto puede cambiar la inmutable Iglesia católica en una sola década?
Años después, el concilio Vaticano II (1962), mediante el documento Lumen gentium, reafirmó la doctrina del anterior sínodo, aunque situó el ejercicio del primado papal en el seno de la colegialidad episcopal y afirmó la infalibilidad del magisterio de los obispos cuando «convergen en una sentencia que debe considerarse como definitiva», ocasión que se da en los concilios. Con este añadido se oficializaba un doble instrumento de poder que puede llegar a constituirse en un problema grave: dado que el papa goza de infalibilidad cuando se pronuncia ex cathedra y los obispos son igualmente infalibles cuando actúan colegiadamente, ¿qué sucederá el día que sus respectivas infalibilidades tomen caminos opuestos?
Dentro del cristianismo, la figura y el papel del papa católico ha sido siempre muy discutida, así, el protestantismo no reconoce en la Iglesia católica ninguna instancia de autoridad (ni el papa, ni los concilios de obispos) —ya que para ellos la única autoridad reside en las Escrituras—, y las Iglesias ortodoxas rechazan el primado de jurisdicción y la infalibilidad del papa (al que sin embargo conceden un primado de honor en su calidad de obispo de Roma).
Pero el papado ha levantado también amplias y robustas reticencias, no ya sólo entre la masa de los creyentes católicos —que en su inmensa mayoría, y de modo público y notorio, no siguen su magisterio en cuestiones de las que la Iglesia hace bandera—, sino entre una parte importante del clero de base y entre muchos teólogos católicos prestigiosos; el caso de Hans Küng es un buen ejemplo de esas disensiones internas que afloraron con mucha fuerza durante la década de los setenta. Küng sostuvo, hasta que finalmente fue forzado a guardar silencio por el Vaticano en 1979, que la trascendencia de la verdad y de la gracia divina respecto a la Iglesia implica que puede hablarse, como máximo, de una indefectibihdad —que no puede faltar— de la Iglesia en su conjunto, pero no de infalibilidad en el sentido técnico sostenido por la teología del último siglo.
François Fénelon, escritor y moralista del siglo xv, mostró su agudo conocimiento del alma humana cuando escribió: «El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad»; si una frase como ésta figurase en la Biblia, se la podría considerar como una profecía, ya cumplida, acerca de la evolución de la Iglesia católica.
En su bula Quia quorundam, el papa Juan XXII (1316-1334) condenó la doctrina de la infalibilidad papal —defendida por los franciscanos— tachándola de «obra del diablo». El papa Adriano VI (1522-1523) reconoció que el pontífice no era infalible ni cuando trataba de los asuntos de fe. De hecho, hasta el siglo xvi no se inventó el concepto de hablar ex cathedra, y se hizo para justificar los errores doctrinales que habían propagado con anterioridad una diversidad de papas herejes.
Pero pasados muchos siglos de historia ¡y de historias!, el papa Pío IX, que en 1854 había establecido el dogma de la inmaculada concepción de María, volvió a alcanzar la gloria, dieciséis años después, en el concilio Vaticano I, con la constitución Pastor aeternus, que definió la infalibilidad papal. Según este documento, todos los católicos están obligados a creer que el apóstol Pedro recibió directamente de Jesús el primado de jurisdicción; que, por voluntad de Cristo, debe tener sucesores; que el romano pontífice es el sucesor de Pedro; y que el poder primacial es «pleno», «supremo», «or-dinario» e «inmediato» —eso es que no es delegado, ni extraordinario y que se ejerce directamente, sin ningún intermediario— en materia de fe, moral y disciplina.
El magisterio papal, según la Pastor aeternus, es infalible siempre que concurran cuatro condiciones esenciales: que el papa enseñe no como persona particular, sino como pastor universal de la Iglesia; que su enseñanza trate sobre cuestiones de fe y de moral; que se dirija a toda la Iglesia y no a una parte de ella, y que tienda a pronunciar juicios definitivos y vinculantes para las conciencias. La sutileza es digna hija de la sibilina teología católica vaticana.
El decreto del Vaticano I sobre la infalibilidad papal dice «Enseñamos y definimos que es un dogma divinamente revelado: que el pontífice romano, cuando habla ex cátedra, es decir, cuando está ejerciendo el oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, por virtud de su autoridad apostólica suprema, define una doctrina —en relación con la fe y la moral— a ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina prometida a él en el bendito Pedro, posee aquella infalibilidad con la cual el Redentor divino quiere que su Iglesia sea conferida al definir la doctrina concerniente a la fe y la moral; y que por ello esas definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no del consentimiento de la Iglesia. Pero si alguien —que Dios lo impida— presume contradecir esta definición: que sea anatema.»
La votación de este decreto tuvo lugar el día 18 de julio de 1870, pero el día anterior habían abandonado Roma todos los obispos que estaban en contra de la infalibilidad papal. De los más de setecientos prelados acreditados para votar, sólo 533 lo hicieron a favor y 2 —los obispos de Riccio (Italia) y Fitzgerald (Estados Unidos)— tuvieron el valor de oponerse dando la cara; los dos centenares de obispos restantes, todos ellos contrarios a la infalibilidad, permanecieron alejados del cónclave «para no avergonzar al Papa con su voto negativo».
Tardar diecinueve siglos en dejar sentado lo que, según la Iglesia católica, ordenó Jesús en vida y ha causado más divisiones dentro del cristianismo que todas las herejías de la historia juntas, sólo puede indicar una cosa: los asuntos del Espíritu Santo están exentos de prisas mundanas.
Lo grave del caso es que esta divina dejadez ha podido precipitar al infierno a millones de católicos nacidos antes de la promulgación de la Pastor aeternus. Veamos un caso anecdótico: en 1860, diez años antes de quedar establecida la infalibilidad papal, el famoso catecismo católico del padre Stephen Keenan se preguntaba: «¿Deben los católicos creer que el Papa es infalible?», y, acto seguido, se respondía: «Éste es un invento de los protestantes; no es un artículo de fe; ninguna decisión suya tiene carácter obligatorio, so pena de herejía, a menos que sea recibida y puesta en práctica por el cuerpo de enseñanza; esto es, por los obispos de la iglesia.» ¿Tanto puede cambiar la inmutable Iglesia católica en una sola década?
Años después, el concilio Vaticano II (1962), mediante el documento Lumen gentium, reafirmó la doctrina del anterior sínodo, aunque situó el ejercicio del primado papal en el seno de la colegialidad episcopal y afirmó la infalibilidad del magisterio de los obispos cuando «convergen en una sentencia que debe considerarse como definitiva», ocasión que se da en los concilios. Con este añadido se oficializaba un doble instrumento de poder que puede llegar a constituirse en un problema grave: dado que el papa goza de infalibilidad cuando se pronuncia ex cathedra y los obispos son igualmente infalibles cuando actúan colegiadamente, ¿qué sucederá el día que sus respectivas infalibilidades tomen caminos opuestos?
Dentro del cristianismo, la figura y el papel del papa católico ha sido siempre muy discutida, así, el protestantismo no reconoce en la Iglesia católica ninguna instancia de autoridad (ni el papa, ni los concilios de obispos) —ya que para ellos la única autoridad reside en las Escrituras—, y las Iglesias ortodoxas rechazan el primado de jurisdicción y la infalibilidad del papa (al que sin embargo conceden un primado de honor en su calidad de obispo de Roma).
Pero el papado ha levantado también amplias y robustas reticencias, no ya sólo entre la masa de los creyentes católicos —que en su inmensa mayoría, y de modo público y notorio, no siguen su magisterio en cuestiones de las que la Iglesia hace bandera—, sino entre una parte importante del clero de base y entre muchos teólogos católicos prestigiosos; el caso de Hans Küng es un buen ejemplo de esas disensiones internas que afloraron con mucha fuerza durante la década de los setenta. Küng sostuvo, hasta que finalmente fue forzado a guardar silencio por el Vaticano en 1979, que la trascendencia de la verdad y de la gracia divina respecto a la Iglesia implica que puede hablarse, como máximo, de una indefectibihdad —que no puede faltar— de la Iglesia en su conjunto, pero no de infalibilidad en el sentido técnico sostenido por la teología del último siglo.
François Fénelon, escritor y moralista del siglo xv, mostró su agudo conocimiento del alma humana cuando escribió: «El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad»; si una frase como ésta figurase en la Biblia, se la podría considerar como una profecía, ya cumplida, acerca de la evolución de la Iglesia católica.
viernes, 10 de junio de 2011
VIERNES CUCHILLERO:LA CHISPA ADECUADA
LA CHISPA ADECUADA: HEROES DEL SILENCIO
Las palabras fueron avispas
y las calles como dunas
cuando aun te espero llegar
(de un momento a otro)
En un ataúd guardo tu tacto y una corona
con tu pelo enmarañado
queriendo encontrar un arcoiris infinito
Mis manos que aún son de hueso
y tu vientre sabe a pan
la catedral que es tu cuerpo
lo será del enemigo
Eras verano y mil tormentas
y yo el león que sonríe a las paredes
que he vuelto a pintar del mismo color
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
Escribe con carbón en mi pensamiento
que cruzamos océanos de tiempo
dibujando los garabatos de mis fantasías
poco es tanto cuando poco necesitas
El fuego que era a veces propio
la ceniza siempre ajena
blanca esperma resbalando por la espina dorsal
Ya somos más viejos y sinceros y que más da
si miramos la laguna como llaman ala eternidad
de la ausencia
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
Las palabras fueron avispas
y las calles como dunas
cuando aun te espero llegar
(de un momento a otro)
En un ataúd guardo tu tacto y una corona
con tu pelo enmarañado
queriendo encontrar un arcoiris infinito
Mis manos que aún son de hueso
y tu vientre sabe a pan
la catedral que es tu cuerpo
lo será del enemigo
Eras verano y mil tormentas
y yo el león que sonríe a las paredes
que he vuelto a pintar del mismo color
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
Escribe con carbón en mi pensamiento
que cruzamos océanos de tiempo
dibujando los garabatos de mis fantasías
poco es tanto cuando poco necesitas
El fuego que era a veces propio
la ceniza siempre ajena
blanca esperma resbalando por la espina dorsal
Ya somos más viejos y sinceros y que más da
si miramos la laguna como llaman ala eternidad
de la ausencia
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
No sé distinguir entre besos y raíces
no sé distinguir lo complicado de lo simple
Y ahora estás en mi lista
de promesas a olvidar
todo arde si le aplicas la chispa adecuada
domingo, 5 de junio de 2011
LUZ DEL DOMINGO XIX
El Nuevo Testamento niega los templos como «casa de Dios»
y la misa como «sacrificio continuo y real de Jesús», pero
la Iglesia católica dice y hace justo lo contrario
y la misa como «sacrificio continuo y real de Jesús», pero
la Iglesia católica dice y hace justo lo contrario
Jesús, según Mt 6,5-7, le dijo a sus discípulos: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar.» Jesús, por tanto, habló de encerrarse en la habitación privada para rezar, no de ir a un templo u otro lugar público.
San Pablo, estando en Atenas, en medio del Areópago, afirmó: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. (...) Él fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos. (...) Porque somos linaje suyo» (Act 17,24-28). Si Dios no habita en los templos, según la inspirada palabra del mismo Dios expresada a través de Pablo, carece de todo sentido que se le busque en las iglesias.
Pero a más abundamiento, san Pablo no sólo negó la presencia de Dios en los locales llamados templos sino que afirmó que el templo de Dios reside en cada uno de los cristianos: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (I Cor 3,16-17).
Cuando Jesús indicó de qué manera podía ganarse la vida eterna no habló para nada de ir a misa, ni de celebrar actos rituales de ninguna clase ya que, antes al contrario, puso todo su empeño en eliminar el ritualismo vacuo y burocratizado de la religión que él profesó, esto es del judaismo. El concepto de la misa es absolutamente contrario a la mentalidad del Jesús del Nuevo Testamento.
A este respecto recordaremos la opinión del teólogo católico Julio Lois, citada en el capítulo anterior, cuando afirma que «Cristo, único sacerdote y mediador, no ha llegado a serlo por ritos externos, ni por ofrecimientos de sacrificios rituales, sino por la fidelidad de su vida. En efecto, fue su vida entera el "sacrificio" agradable al Padre y él mismo el sacerdote que la ofreció. Sacerdote y víctima. Se inaugura así una nueva figura sacerdotal, vinculada al sacrificio situado en un nivel personal, existencial. Las nociones de templo, culto, sacrificio... han de ser seriamente reconsideradas para ser asumidas en la iglesia de Jesús.»
Desde el punto de vista histórico, el concepto de «iglesia» como lugar físico destinado al culto divino —equivalente, por tanto, a los templos paganos— es bastante tardío. Hacia finales del siglo III, como resultado de los intentos anteriores de alcanzar una organización eficaz para las iglesias cristianas en expansión y producto de la tolerancia con que el Imperio romano trataba a la nueva religión, en las grandes ciudades comenzaron a surgir lugares de reunión, repartidos por barrios, destinados a la formación religiosa de los fieles bajo la dirección de un presbítero; con el paso del tiempo, estos centros acabaron por convertirse en un lugar de culto donde se celebraba la eucaristía, bajo la presidencia de un presbítero —una función que hasta entonces sólo podía recaer en los obispos—, y fueron denominados tituli en Roma y paroikiai (parroquias) en otros lugares. De este modo el culto cristiano empezó a concebirse cada vez más como una ceremonia pública, con lo que comenzó también a aumentar el número de sacerdotes en las ciudades al tiempo que las parroquias iban extendiéndose por todos los barrios.
A partir de los días del emperador Constantino comenzó a producirse la metonimia de la palabra «iglesia», que pasó a designar tanto a la comunidad de los creyentes —ekklesía— como al local en que éstos se reunían (antes denominado como templum, aedes, etc.).
Constantino, el más grande impulsor del catolicismo y del alejamiento de la doctrina de Jesús, hizo erigir iglesias por todas partes de su Imperio y, tal como le escribió a Eusebio, «todas ellas deben ser dignas de nuestro amor al fasto»; el emperador desvió recursos públicos, aun haciendo pasar miseria al pueblo, para que las iglesias fuesen construidas con todo tipo de materiales nobles, cursando orden a los gobernadores para que las donaciones «fuesen abundantes, y aun sobreabundantes», mandando aumentar «la altura de las casas de oración, y también la planta (...) sin escatimar gastos, y acudiendo al erario imperial cuando fuese preciso para cubrir el coste de la obra»... La modestia que caracterizó la actuación de Jesús y sus apóstoles acabó siendo convertida, por el megalómano Constantino, en la fastuosidad católica que todos conocemos.
Pero regresando a lo esencial, al rito básico que justifica la existencia de esos espacios físicos que conocemos como iglesias, cabe preguntarse: ¿fue Jesús quién instituyó la misa? La Iglesia católica así lo mantiene, pero muchos millones de cristianos no católicos se oponen a tal pretensión y decenas de teólogos católicos lo ponen en duda o lo niegan abiertamente. En cualquier caso, la simple lectura de los textos neo-testamentarios mostrará cuan alejada está la doctrina católica de aquello que se dice realmente en ellos.
La Iglesia católica afirma en su Catecismo que «el Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740)». Y añade: «Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.»
A continuación veremos cómo estas afirmaciones no tienen base neotestamentaria, ya que se apoyan en supuestas palabras de Jesús que han sido aisladas del contexto histórico en que fueron pronunciadas —y que le dieron un sentido bien específico— y, por ello, condujeron a la interpretación espuria que defiende la Iglesia católica.
El pasaje conocido como la última cena de Jesús, donde éste se reunió con sus apóstoles, anunció la traición de Judas y, según la Iglesia católica, instituyó la eucaristía, figura en los cuatro evangelios. Así, en el de Mateo, por ejemplo, se relata: «El día primero de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: ¿Dónde quieres que preparemos para comer la Pascua? (...) Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,17-29).
El texto de Lucas, sin embargo, es sustancialmente diferente: «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20).
En Lucas no aparece la referencia pagana a la equivalencia del pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Jesús y, punto fundamental, pidió que se le recordara—no que se le invocara a comparecer físicamente— haciendo el mismo acto, levantando seguidamente el cáliz —eso es la copa que usó durante la cena—, lleno de «fruto de la vid» (Lc 22,18), en señal de una nueva alianza «en mi sangre» —no «con mi sangre»—; el hecho no puede interpretarse más que como un brindis —similar al que todos hemos hecho durante alguna ocasión solemne— con el que selló el acuerdo y la promesa que hizo ante sus discípulos, situando su aval «en mi sangre, que es [será] derramada» no «con mi sangre que estáis bebiendo en el cáliz».
Al afirmar que la equivalencia eucarística católica es pagana estamos obligados a abrir un brevísimo paréntesis aclaratorio para poner sobre el tapete varios datos históricos. El rito eucarístico, en sus diversas formas, es uno de los más viejos actos de culto de la antigüedad y podemos encontrar an-tecedentes claros del sacramento cristiano en diversos cultos egipcios, persas, hindúes y también griegos.
Entre los hierofantes helenos —reveladores de la ciencia sagrada y cabeza de los Iniciados en los Misterios—, la eucaristía tenía un significado parecido al que siglos después tendrá para los cristianos. Ceres (que representaba la fertilidad de la tierra, la regeneración de la vida que brota de la simiente) era simbolizada por el pan y Baco (el dios del vino y de la uva/vendimia, representante de la sabiduría y el conocimiento) lo era por el vino. De hecho Baco era un dios que estaba dentro de la categoría de los dioses solares que, en diferentes culturas, cargaban con la culpa de la humanidad y eran muertos por ello y resucitados posteriormente.
Los sacerdotes egipcios, en el culto a Isis, repartían entre los feligreses tortas de trigo sin levadura que tenían un significado parecido al de la hostia católica. El soma, la bebida sagrada que los brahmanes preparaban con el zumo fermentado de la rara planta Asclepias ácida, se correspondía con la ambrosía o néctar de los griegos y, en último término, con la eucaristía católica, puesto que, en virtud de ciertas fórmulas sagradas (manirás), el licor o soma se transustanciaba en el propio Brahmâ.
El viril o custodia (receptáculo de metal para guardar la hostia consagrada, que suele tener grabado una especie de sol radiante del que emanan rayos dorados en todas direcciones), que está en todas la iglesias cristianas, ya existía, con igual forma y función, en el culto mitraico originario de Persia. En sus ritos, el viril representaba al dios joven Mitra, como fuerza inmanente del Sol, concebido como regulador del tiempo, iluminador del mundo y agente de la vida. Tal como ya mostramos en otro capítulo, tan igual era el ritual pagano de Mitra y el supuestamente instituido por Jesús que Justino (100-165), en su I Apología, se vio forzado a defenderse, ante quienes acusaban a los cristianos de plagio, afirmando: «A imitación de lo cual [de la eucaristía], el diablo hizo lo propio con los Misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de agua en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncian ciertas palabras sobre ello.»
Hecho este inciso, volvamos al pasaje de la última cena según el relato de Mateo. En primer lugar cabe tener presente que Jesús y sus apóstoles, como judíos cumplidores de la Ley que eran, estaban celebrando la Pascua hebrea, una comida ritual anual que conmemoraba la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y la protección que les concedió Dios ante la décima y última plaga, que supuso la matanza de todos los primogénitos de Egipto.
La cena, que debía componerse de cordero «sin defecto, macho, primal», inmolado «entre dos luces», asado —«no comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego»— y acompañado de «panes ácimos y lechugas silvestres », tal como había quedado establecido en Ex 12,3 -11, era de cumplimiento obligatorio: «Guardaréis este rito, como rito perpetuo para vosotros y para vuestros hijos. (...) Cuando os pregunten vuestros hijos "¿Qué significa para vosotros este rito?", les responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó de largo, por las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a Egipto, salvando nuestras casas"» (Ex 12,24-27).
Cada elemento de esta cena pascual tenía un simbolismo concreto para el pueblo de Israel: el cordero sacrificado rememoraba el haberse salvado del terrible juicio de Dios gracias a la exposición de su sangre; el pan ácimo (sin levadura), llamado «el pan de la aflicción», recordaba la prisa con la que tuvieron que huir de Egipto; y el sabor amargo de las hierbas silvestres representaba el desagradable período de esclavitud pasado en Egipto. Ante esta mesa y dentro de este ritual judío estuvo Jesús con sus discípulos, y ello obliga a analizar el sentido de sus palabras dentro de este contexto histórico-religioso tan concreto.
Cuando Jesús, según el texto de Mateo —y el de Marcos, que le sirvió de base— ofreció el pan y el vino como si fuesen su cuerpo y su sangre derramada, ¿puede pensarse que los apóstoles tomaron esas palabras literalmente, tal como hacen los católicos en la eucaristía, y aceptaron que esos alimentos ritualizados eran de verdad su cuerpo y su sangre real? Obviamente no.
En primer lugar porque Jesús seguía ahí, vivo, junto a ellos, con todo su cuerpo de una pieza. Segundo, porque los judíos —y todos ellos lo eran— debían guardar reglas dietéticas estrictas que prohibían, entre otras cosas, ingerir cualquier alimento que contuviese sangre.
En tercer lugar porque el propio Jesús acabó su parlamento diciendo que «no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre», es decir, dejó de hablar de «mi sangre de la alianza» y mencionó expresamente el vino que era en realidad, aplazando el siguiente brindis para después del advenimiento del «reino» —que Jesús, como ya mostramos, creía que sería de inmediato—. Y, por último, porque Jesús, según el texto que aparece solamente en Lucas—«haced esto en memoria mía»—, presentó todo el ritual eucarístico como un acto de conmemoración o recuerdo de su muerte inminente. Del texto evangélico, por tanto, no cabe extraer más sentido que el de la invitación a una conmemoración equivalente a la de la Pascua judía que estaban rememorando juntos, aunque, obviamente, destinada a recordar el momento en que el pueblo de Israel fue «liberado de la esclavitud del pecado» por obra del nazareno.
Pero no es menos cierto que en Juan se hace aparecer a Jesús diciendo: «En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,53-57). Este texto, sin embargo, resulta terriblemente sospechoso si tenemos en cuenta que contradice gravemente —hasta el absurdo— lo que se muestra de Jesús en los otros documentos neotestamentarios.
El Evangelio de Juan, como ya sabemos, fue escrito muy tardíamente por un griego cristianizado pero obviamente influenciado por la cultura religiosa pagana oriental, en la que era muy normal el ceremonial eucarístico de comer simbólicamente el cuerpo y la sangre del dios regenerador. Ni Jesús, ni ninguno de sus apóstoles, como judíos, se hubiesen atrevido jamás a hacer profesión de fe caníbal ante la muchedumbre, también judía, a la que supuestamente se dirigieron esas palabras. Resulta obvio, por tanto, que este sorprendente pasaje no puede ser más que una creación literaria absolutamente ajena al espíritu de Jesús y sus apóstoles; aunque, eso sí, fue muy bien pensada y diseñada para incitar la adhesión al nuevo culto del Jesús divinizado a las masas gentiles, habituadas a este tipo de creencias paganas.
La doctrina actualmente vigente sobre el asunto que estas mos tratando se fijó en el famoso concilio de Trento (1545-1564), en cuyos tres primeros cánones se proclamó: «Si alguno dice que en la misa no se ofrece un sacrificio real y verdadero (...) sea anatema. Si alguno dice que por las palabras "Haced esto en memoria mía" Cristo no instituyó a los apóstoles como sacerdotes, ni ordenó que los apóstoles y otros sacerdotes ofreciesen su propio cuerpo y su propia sangre, sea anatema. Si alguno dice que el sacrificio de la misa es sólo de alabanza y acción de gracias, o que es meramente una conmemoración del sacrificio consumado en la cruz pero no es propiciatorio, sea anatema.»
El papa Pío XI, en su encíclica Ad Catholici Sacerdotii (1935), reforzó el dogma de que la misa era un «sacrificio real» que tiene una «eficacia real» y afirmó que el sacerdote «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», al que «hace presente en nuestros altares» y luego «ofrece como víctima infinitamente agradable a la Divina Majestad». Pocos años después, en 1947, el papa Pío XII, en su encíclica Mediator Dei, afirmó que el sacrificio eucarístico «representa», «establece de nuevo», «renueva» y «revela» el sacrificio de la crucifixión, que es «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» y que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención».
La primera cuestión a resaltar del dogma católico es que, según la Iglesia, en cada misa, cada día del año, durante toda la historia pasada y futura, el sacerdote, que «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», le «hace presente en nuestros altares» y «él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención»; siendo tal acto «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» propiciatorio, no un mero acto conmemorativo.
Para poder contextualizar mejor el origen y desarrollo de este dogma debe recordarse el proceso histórico que hizo dar un giro total a la interpretación del llamado «Misterio del Cuerpo de Cristo». Según el teólogo católico José Antonio Carmona, «durante el primer milenio a la iglesia (local) se le llamó "verdadero cuerpo de Cristo" y a la eucaristía "cuerpo místico de Cristo", la relación del ministro era primero con el verdadero cuerpo y por medio de él con el místico. Pero al desplazarse el sacerdocio de la comunidad, gracias a su potestad sagrada, su relación con el cuerpo de Cristo se invirtió, se relacionó directamente con la eucaristía, que pasó a llamarse "verdadero cuerpo de Cristo", quedando para la Iglesia la asignación de "cuerpo místico". En esta inversión de términos influyó también la obsesión medieval por el "milagro eucarístico", por la presencia real de Cristo en la eucaristía, que llevó a la teología a "cosificar" el sacramento eucarístico, al que despojó de su contenido simbólico y eclesial; y al cosificar la eucaristía, hizo lo propio con el "sacerdocio" dando muchas veces al sacerdote una potestad "casi mágica" con un olvido total del sentido comunitario».
Este «poder» o «potestad casi mágica» que se arrogan los sacerdotes para invocar a voluntad la supuesta presencia de Jesús-Cristo en el altar no deja de ser una presunción vana, prepotente y carente de cualquier fundamento evangélico. Para analizar la cuestión del proclamado sacrificio diario de Cristo bastará leer el Nuevo Testamento para darse cuenta de que falsea absolutamente el sentido de las Escrituras.
En la Epístola a los Hebreos se afirma con rotundidad: «Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice [se refiere a Cristo], santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos; que no necesita, como los pontífices, ofrecer cada día víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo, pues esto lo hizo una sola vez ofreciéndose a sí mismo.» Es evidente que bastó con ofrecerse a sí mismo «una sola vez», no a diario, tal como proclama necesario la Iglesia católica.
Unos pocos versículos más adelante podemos leer: «Todo sacerdote está cada día en pie oficiando y ofreciendo a menudo los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados. Mas éste, después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores, se sentó "a la derecha de Dios" (...) Así, con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados. De esto es también testigo el Espíritu Santo, porque después de decir, "He aquí la alianza que pactaré con ellos después de aquellos días", dice el Señor: "Pondré mis leyes en su corazón, y en su mente las grabaré; y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya." Ahora bien, donde hay absolución de estas cosas ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado» (Heb 10,11-18).
El sentido de los versículos de Heb 10,11-18 es único e inconfundible: Jesús-Cristo «después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores» se sentó junto a Dios y dio por acabado su sacrificio ya que «con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados» y «ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado». Si la palabra inspirada de Dios —que eso afirma la Iglesia que son todos los textos de la Biblia— es categórica al anunciar que hubo un único y definitivo acto sacrificial de Jesús y que ya no hace falta ninguno más para poder expiar el pecado, ¿qué fundamento puede tener la doctrina católica oficial de que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención» ? La respuesta es clara: carece de todo fundamento lícito ya que el dogma católico contradice y pervierte lo que se proclamó en el Nuevo Testamento.
Encadenar al Jesús-Cristo a una función que las propias Escrituras declararon proscrita e inútil, sólo puede tener sentido bajo dos consideraciones: una relacionada con la coherencia mítica y la otra con la rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control.
La coherencia mítica implica que, al igual que el modelo pagano del dios solar joven que, como ya mostramos, aportó los elementos legendarios que transformaron a Jesús en Jesús-Cristo, éste debe sacrificarse a sí mismo a diario para, con su sangre y su cuerpo, renovar la vida del mundo. Los rituales centrales de muchos cultos a dioses paganos anteriores a Cristo tenían la misma función y estructura, por lo que resulta coherente que los gentiles cristianizados, tras siglos de prácticas paganas, acabaran por añadir también esta dinámica ritual al dios que pasó a representar los mitos «de siempre»; de hecho debió de resultar muy natural el superponerla de modo progresivo a ritos cristianos primitivos, como la reunión de los correligionarios en la «cena del Señor» que tanto postuló y defendió san Pablo.
La búsqueda de la máxima rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control social, primordial en cualquier estructura religiosa, encontró sin duda un eficaz instrumento cuando la Iglesia católica medieval elaboró la doctrina de la transustantación. Presentarse, ante las masas de creyentes ignorantes congregados en los templos, como capaz de convocar a voluntad la presencia material de la sustancia del «hijo de Dios», puso en manos de los sacerdotes un poder tan fascinante como rentable económicamente.
A propósito de la doctrina católica que presenta la misa como un sacrificio propiciatorio, cosa absurda según lo ya visto, añadiremos un razonamiento de Tony Coffey, autor cristiano que, desde su fe y su sentido común, afirma: «La palabra "propiciación" significa "satisfacción", y se refiere al sacrificio de Jesús satisfaciendo la justicia divina de Dios. La prueba de que el Padre aceptó el sacrificio de Jesús es el hecho de que el Padre lo levantó de entre los muertos y lo sentó a su propia diestra. Ahora que nuestros pecados han sido perdonados por el sacrificio de Jesús, ¿cuál sería el propósito de realizar un sacrificio continuo? Una vez se paga el rescate y se liberan los rehenes, no hay que pagar el rescate continuamente. La consecuencia de creer que el sacrificio de Cristo es una ofrenda continua es devastadora, porque socava lo que logró la muerte de Jesús aquel Viernes Santo. No podemos creer que Jesús obtuvo nuestro perdón completo por medio ' del sacrificio de Sí mismo y al mismo tiempo creer que la misa es una ofrenda continua de ese sacrificio. Las dos perspectivas se contradicen.»
Pero ésta no es, ni mucho menos, la única o última contradicción. Dado que el Nuevo Testamento —como el resto de la Biblia— está repleto de interpolaciones —textos añadidos durante los cuatro primeros siglos, que asientan dichos y hechos de Jesús absolutamente inventados, con la intención de fundamentar las nuevas creencias cristianas que fueron elaborándose poco a poco—, no debe extrañar el leer a un Je-sús que hace, dice o promete cosas incompatibles entre sí.
Así, por ejemplo, podemos ver cuán diferente es la despedida que se atribuye al Jesús de Mateo y la del de Juan. El Jesús de Mt 28,20 aparece afirmando: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo», un suceso que el nazareno esperaba de inmediato, aunque evidentemente se equivocó, pero cuyo ambiguo anuncio es aprovechado por la Iglesia para justificar la presencia aquí y ahora de Jesús-Cristo en sus misas.
Pero el Jesús de Jn 14,15-26, por el contrario, afirmó, durante la cena pascual: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros. (...) Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho.» La frase es rotunda: Jesús afirma que ya no permanecerá más en este mundo, pero que rogará al Padre para que mande a otro en su lugar que sí estará aquí para siempre, y ese enviado será el «Espíritu de verdad», ¡no él!
Y para que no quede duda alguna a este respecto, el Jesús de Juan, en unos versículos posteriores, proclama con fuerza: «Pero os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré. Y en viniendo éste, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (Jn 16,7-15).
Cuando Jesús afirma «os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré», o «porque voy al Padre y no me veréis más» o «cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa (...) os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer», ¿qué está diciendo? ¿Que se presentará todos los días a la misa, tal como obliga a creer la Iglesia católica? Es evidente que no. Jesús insiste en que su marcha defini-tiva es un hecho y una necesidad y que sólo el «Espíritu de verdad» ocupará su lugar y su función de magisterio. ¿Podría alguien contarnos cómo demonios Amalrio de Metz y Pascasio Radberto, los autores de la doctrina católica de la transus-tantación, en el siglo IX, pudieron convencer a Jesús para que se desdijera totalmente, desautorizando a san Juan, y aceptara comparecer físicamente en todas y cada una de las eucaristías del mundo?
La única posibilidad neotestamentaria que se nos ocurre para que Jesús pueda estar físicamente en la misa sería que la Iglesia católica declarara el Evangelio de Juan como absolutamente falso... pero entonces se desmontarían todos los dogmas construidos sobre este muy peculiar evangelio del «apóstol Juan» que, como ya sabemos, no fue escrito por él. «Jesús no era sacerdote y no pertenecía a la tribu de Leví — sostiene Schreurs, desde un planteo teológico católico crítico —; al contrario, se opuso al culto en el templo y a la clase sacerdotal, que existía en su época, hasta el día de su muerte. Sus sufrimientos y su muerte ignominiosa parecen ser en principio un completo fracaso en lugar de la proclamación del futuro reino de Dios. Pero a la luz de la Pascua, sus seguidores, como probablemente Jesús mismo, llegaron a hablar de su muerte como una donación de sí mismo "ofrecido por la multitud". Este sacrificio es aceptado por Dios. Su resurrección proclamó el final de cualquier servicio sacrificial posterior. (...) Cuando en las asambleas de la Iglesia primitiva se celebraba la comida eucarística, se conmemoraba el sacrificio de Jesús como la mediación de la salvación escatológica. Jesús mismo es el mediador entre Dios y la comunidad.
»La carta a los Hebreos — prosigue Schreurs — contiene una descripción detallada sobre la mediación única de Jesús y declara que el sacerdocio del servicio al templo es superfluo y ha sido superado a causa de este acto supremo sacrificial de Jesucristo. Porque Jesús es el único sacerdote, el que se ofrece y es ofrecido al tiempo, la distancia entre Dios y el hombre, entre lo sagrado y lo profano, es acortada intrínsecamente a pesar del pecado (Heb 10,19; cf. Rom 3,25). Ya no es necesaria la mediación para llegar a Dios. A la Iglesia, por lo tanto, como cuerpo de Cristo, se le puede llamar desde entonces, pueblo sacerdotal (I Pe 2,1-10; Ap 1,6). La palabra griega para sacerdote es (archi)hiereus: y este término fue reservado de forma consecuente en el Nuevo Testamento, al mismo Jesús y a la comunidad cristiana entera.»
Demasiadas cosas fundamentales carecen de sentido en una religión como la católica en la que, tal como ya hemos mostrado, sus propias Sagradas Escrituras evidencian que Jesús no fundó la Iglesia y prohibió expresamente el clero profesional, que las iglesias no son la casa de Dios y que Jesús-Cristo ni puede hacerse presente en la eucaristía ni tiene nada que ver con la misa.
De hecho, si tomamos al pie de la letra — tal como los creyentes hacen con todo lo que se dice en las Escrituras — lo que afirmó Jesús, hasta nos resultará imposible encontrar a un solo creyente verdadero entre toda la cristiandad. El Jesús que se apareció a los once, según el relato de Mc 16,15-18, dio esta clave tan fundamental como olvidada: «Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará. A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nue-vas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien.»
¿Existe algún papa, obispo, sacerdote o simple creyente que sea capaz de demostrar positivamente la señal que debe acompañar a los creyentes en Jesús, según la definió él mismo? ¿Puede alguno de ellos expulsar demonios (¿¡¡¡!!!?), hablar lenguas que no ha estudiado, coger con sus manos una cobra o una simple víbora, beberse un cubalibre de cianuro y curar un cáncer o una vulgar migraña por imposición de manos? ¿Será que no existe actualmente ni un solo creyente en el Jesús de los Evangelios ?
Quienes se amparan en las Sagradas Escrituras para justificar sus intereses de poder y control social, no tienen excusa alguna para tomar en sentido literal los versículos que favorecen sus intenciones y olvidar—o interpretar en «sentido figurado»— decenas de otros textos que, como éste, les dejan en evidencia.
Si Jesús entrase en una iglesia católica, quizá no tendría suficiente con el látigo que se vio forzado a emplear, según el pasaje de Jn 2,15, para expulsar a todos los mercaderes del templo.
San Pablo, estando en Atenas, en medio del Areópago, afirmó: «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. (...) Él fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos. (...) Porque somos linaje suyo» (Act 17,24-28). Si Dios no habita en los templos, según la inspirada palabra del mismo Dios expresada a través de Pablo, carece de todo sentido que se le busque en las iglesias.
Pero a más abundamiento, san Pablo no sólo negó la presencia de Dios en los locales llamados templos sino que afirmó que el templo de Dios reside en cada uno de los cristianos: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (I Cor 3,16-17).
Cuando Jesús indicó de qué manera podía ganarse la vida eterna no habló para nada de ir a misa, ni de celebrar actos rituales de ninguna clase ya que, antes al contrario, puso todo su empeño en eliminar el ritualismo vacuo y burocratizado de la religión que él profesó, esto es del judaismo. El concepto de la misa es absolutamente contrario a la mentalidad del Jesús del Nuevo Testamento.
A este respecto recordaremos la opinión del teólogo católico Julio Lois, citada en el capítulo anterior, cuando afirma que «Cristo, único sacerdote y mediador, no ha llegado a serlo por ritos externos, ni por ofrecimientos de sacrificios rituales, sino por la fidelidad de su vida. En efecto, fue su vida entera el "sacrificio" agradable al Padre y él mismo el sacerdote que la ofreció. Sacerdote y víctima. Se inaugura así una nueva figura sacerdotal, vinculada al sacrificio situado en un nivel personal, existencial. Las nociones de templo, culto, sacrificio... han de ser seriamente reconsideradas para ser asumidas en la iglesia de Jesús.»
Desde el punto de vista histórico, el concepto de «iglesia» como lugar físico destinado al culto divino —equivalente, por tanto, a los templos paganos— es bastante tardío. Hacia finales del siglo III, como resultado de los intentos anteriores de alcanzar una organización eficaz para las iglesias cristianas en expansión y producto de la tolerancia con que el Imperio romano trataba a la nueva religión, en las grandes ciudades comenzaron a surgir lugares de reunión, repartidos por barrios, destinados a la formación religiosa de los fieles bajo la dirección de un presbítero; con el paso del tiempo, estos centros acabaron por convertirse en un lugar de culto donde se celebraba la eucaristía, bajo la presidencia de un presbítero —una función que hasta entonces sólo podía recaer en los obispos—, y fueron denominados tituli en Roma y paroikiai (parroquias) en otros lugares. De este modo el culto cristiano empezó a concebirse cada vez más como una ceremonia pública, con lo que comenzó también a aumentar el número de sacerdotes en las ciudades al tiempo que las parroquias iban extendiéndose por todos los barrios.
A partir de los días del emperador Constantino comenzó a producirse la metonimia de la palabra «iglesia», que pasó a designar tanto a la comunidad de los creyentes —ekklesía— como al local en que éstos se reunían (antes denominado como templum, aedes, etc.).
Constantino, el más grande impulsor del catolicismo y del alejamiento de la doctrina de Jesús, hizo erigir iglesias por todas partes de su Imperio y, tal como le escribió a Eusebio, «todas ellas deben ser dignas de nuestro amor al fasto»; el emperador desvió recursos públicos, aun haciendo pasar miseria al pueblo, para que las iglesias fuesen construidas con todo tipo de materiales nobles, cursando orden a los gobernadores para que las donaciones «fuesen abundantes, y aun sobreabundantes», mandando aumentar «la altura de las casas de oración, y también la planta (...) sin escatimar gastos, y acudiendo al erario imperial cuando fuese preciso para cubrir el coste de la obra»... La modestia que caracterizó la actuación de Jesús y sus apóstoles acabó siendo convertida, por el megalómano Constantino, en la fastuosidad católica que todos conocemos.
Pero regresando a lo esencial, al rito básico que justifica la existencia de esos espacios físicos que conocemos como iglesias, cabe preguntarse: ¿fue Jesús quién instituyó la misa? La Iglesia católica así lo mantiene, pero muchos millones de cristianos no católicos se oponen a tal pretensión y decenas de teólogos católicos lo ponen en duda o lo niegan abiertamente. En cualquier caso, la simple lectura de los textos neo-testamentarios mostrará cuan alejada está la doctrina católica de aquello que se dice realmente en ellos.
La Iglesia católica afirma en su Catecismo que «el Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740)». Y añade: «Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.»
A continuación veremos cómo estas afirmaciones no tienen base neotestamentaria, ya que se apoyan en supuestas palabras de Jesús que han sido aisladas del contexto histórico en que fueron pronunciadas —y que le dieron un sentido bien específico— y, por ello, condujeron a la interpretación espuria que defiende la Iglesia católica.
El pasaje conocido como la última cena de Jesús, donde éste se reunió con sus apóstoles, anunció la traición de Judas y, según la Iglesia católica, instituyó la eucaristía, figura en los cuatro evangelios. Así, en el de Mateo, por ejemplo, se relata: «El día primero de los Ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: ¿Dónde quieres que preparemos para comer la Pascua? (...) Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,17-29).
El texto de Lucas, sin embargo, es sustancialmente diferente: «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20).
En Lucas no aparece la referencia pagana a la equivalencia del pan y el vino con el cuerpo y la sangre de Jesús y, punto fundamental, pidió que se le recordara—no que se le invocara a comparecer físicamente— haciendo el mismo acto, levantando seguidamente el cáliz —eso es la copa que usó durante la cena—, lleno de «fruto de la vid» (Lc 22,18), en señal de una nueva alianza «en mi sangre» —no «con mi sangre»—; el hecho no puede interpretarse más que como un brindis —similar al que todos hemos hecho durante alguna ocasión solemne— con el que selló el acuerdo y la promesa que hizo ante sus discípulos, situando su aval «en mi sangre, que es [será] derramada» no «con mi sangre que estáis bebiendo en el cáliz».
Al afirmar que la equivalencia eucarística católica es pagana estamos obligados a abrir un brevísimo paréntesis aclaratorio para poner sobre el tapete varios datos históricos. El rito eucarístico, en sus diversas formas, es uno de los más viejos actos de culto de la antigüedad y podemos encontrar an-tecedentes claros del sacramento cristiano en diversos cultos egipcios, persas, hindúes y también griegos.
Entre los hierofantes helenos —reveladores de la ciencia sagrada y cabeza de los Iniciados en los Misterios—, la eucaristía tenía un significado parecido al que siglos después tendrá para los cristianos. Ceres (que representaba la fertilidad de la tierra, la regeneración de la vida que brota de la simiente) era simbolizada por el pan y Baco (el dios del vino y de la uva/vendimia, representante de la sabiduría y el conocimiento) lo era por el vino. De hecho Baco era un dios que estaba dentro de la categoría de los dioses solares que, en diferentes culturas, cargaban con la culpa de la humanidad y eran muertos por ello y resucitados posteriormente.
Los sacerdotes egipcios, en el culto a Isis, repartían entre los feligreses tortas de trigo sin levadura que tenían un significado parecido al de la hostia católica. El soma, la bebida sagrada que los brahmanes preparaban con el zumo fermentado de la rara planta Asclepias ácida, se correspondía con la ambrosía o néctar de los griegos y, en último término, con la eucaristía católica, puesto que, en virtud de ciertas fórmulas sagradas (manirás), el licor o soma se transustanciaba en el propio Brahmâ.
El viril o custodia (receptáculo de metal para guardar la hostia consagrada, que suele tener grabado una especie de sol radiante del que emanan rayos dorados en todas direcciones), que está en todas la iglesias cristianas, ya existía, con igual forma y función, en el culto mitraico originario de Persia. En sus ritos, el viril representaba al dios joven Mitra, como fuerza inmanente del Sol, concebido como regulador del tiempo, iluminador del mundo y agente de la vida. Tal como ya mostramos en otro capítulo, tan igual era el ritual pagano de Mitra y el supuestamente instituido por Jesús que Justino (100-165), en su I Apología, se vio forzado a defenderse, ante quienes acusaban a los cristianos de plagio, afirmando: «A imitación de lo cual [de la eucaristía], el diablo hizo lo propio con los Misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de agua en los sacrificios de aquellos que están iniciados y pronuncian ciertas palabras sobre ello.»
Hecho este inciso, volvamos al pasaje de la última cena según el relato de Mateo. En primer lugar cabe tener presente que Jesús y sus apóstoles, como judíos cumplidores de la Ley que eran, estaban celebrando la Pascua hebrea, una comida ritual anual que conmemoraba la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud egipcia y la protección que les concedió Dios ante la décima y última plaga, que supuso la matanza de todos los primogénitos de Egipto.
La cena, que debía componerse de cordero «sin defecto, macho, primal», inmolado «entre dos luces», asado —«no comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego»— y acompañado de «panes ácimos y lechugas silvestres », tal como había quedado establecido en Ex 12,3 -11, era de cumplimiento obligatorio: «Guardaréis este rito, como rito perpetuo para vosotros y para vuestros hijos. (...) Cuando os pregunten vuestros hijos "¿Qué significa para vosotros este rito?", les responderéis: "Es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó de largo, por las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a Egipto, salvando nuestras casas"» (Ex 12,24-27).
Cada elemento de esta cena pascual tenía un simbolismo concreto para el pueblo de Israel: el cordero sacrificado rememoraba el haberse salvado del terrible juicio de Dios gracias a la exposición de su sangre; el pan ácimo (sin levadura), llamado «el pan de la aflicción», recordaba la prisa con la que tuvieron que huir de Egipto; y el sabor amargo de las hierbas silvestres representaba el desagradable período de esclavitud pasado en Egipto. Ante esta mesa y dentro de este ritual judío estuvo Jesús con sus discípulos, y ello obliga a analizar el sentido de sus palabras dentro de este contexto histórico-religioso tan concreto.
Cuando Jesús, según el texto de Mateo —y el de Marcos, que le sirvió de base— ofreció el pan y el vino como si fuesen su cuerpo y su sangre derramada, ¿puede pensarse que los apóstoles tomaron esas palabras literalmente, tal como hacen los católicos en la eucaristía, y aceptaron que esos alimentos ritualizados eran de verdad su cuerpo y su sangre real? Obviamente no.
En primer lugar porque Jesús seguía ahí, vivo, junto a ellos, con todo su cuerpo de una pieza. Segundo, porque los judíos —y todos ellos lo eran— debían guardar reglas dietéticas estrictas que prohibían, entre otras cosas, ingerir cualquier alimento que contuviese sangre.
En tercer lugar porque el propio Jesús acabó su parlamento diciendo que «no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi Padre», es decir, dejó de hablar de «mi sangre de la alianza» y mencionó expresamente el vino que era en realidad, aplazando el siguiente brindis para después del advenimiento del «reino» —que Jesús, como ya mostramos, creía que sería de inmediato—. Y, por último, porque Jesús, según el texto que aparece solamente en Lucas—«haced esto en memoria mía»—, presentó todo el ritual eucarístico como un acto de conmemoración o recuerdo de su muerte inminente. Del texto evangélico, por tanto, no cabe extraer más sentido que el de la invitación a una conmemoración equivalente a la de la Pascua judía que estaban rememorando juntos, aunque, obviamente, destinada a recordar el momento en que el pueblo de Israel fue «liberado de la esclavitud del pecado» por obra del nazareno.
Pero no es menos cierto que en Juan se hace aparecer a Jesús diciendo: «En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,53-57). Este texto, sin embargo, resulta terriblemente sospechoso si tenemos en cuenta que contradice gravemente —hasta el absurdo— lo que se muestra de Jesús en los otros documentos neotestamentarios.
El Evangelio de Juan, como ya sabemos, fue escrito muy tardíamente por un griego cristianizado pero obviamente influenciado por la cultura religiosa pagana oriental, en la que era muy normal el ceremonial eucarístico de comer simbólicamente el cuerpo y la sangre del dios regenerador. Ni Jesús, ni ninguno de sus apóstoles, como judíos, se hubiesen atrevido jamás a hacer profesión de fe caníbal ante la muchedumbre, también judía, a la que supuestamente se dirigieron esas palabras. Resulta obvio, por tanto, que este sorprendente pasaje no puede ser más que una creación literaria absolutamente ajena al espíritu de Jesús y sus apóstoles; aunque, eso sí, fue muy bien pensada y diseñada para incitar la adhesión al nuevo culto del Jesús divinizado a las masas gentiles, habituadas a este tipo de creencias paganas.
La doctrina actualmente vigente sobre el asunto que estas mos tratando se fijó en el famoso concilio de Trento (1545-1564), en cuyos tres primeros cánones se proclamó: «Si alguno dice que en la misa no se ofrece un sacrificio real y verdadero (...) sea anatema. Si alguno dice que por las palabras "Haced esto en memoria mía" Cristo no instituyó a los apóstoles como sacerdotes, ni ordenó que los apóstoles y otros sacerdotes ofreciesen su propio cuerpo y su propia sangre, sea anatema. Si alguno dice que el sacrificio de la misa es sólo de alabanza y acción de gracias, o que es meramente una conmemoración del sacrificio consumado en la cruz pero no es propiciatorio, sea anatema.»
El papa Pío XI, en su encíclica Ad Catholici Sacerdotii (1935), reforzó el dogma de que la misa era un «sacrificio real» que tiene una «eficacia real» y afirmó que el sacerdote «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», al que «hace presente en nuestros altares» y luego «ofrece como víctima infinitamente agradable a la Divina Majestad». Pocos años después, en 1947, el papa Pío XII, en su encíclica Mediator Dei, afirmó que el sacrificio eucarístico «representa», «establece de nuevo», «renueva» y «revela» el sacrificio de la crucifixión, que es «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» y que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención».
La primera cuestión a resaltar del dogma católico es que, según la Iglesia, en cada misa, cada día del año, durante toda la historia pasada y futura, el sacerdote, que «tiene poder sobre el cuerpo mismo de Jesucristo», le «hace presente en nuestros altares» y «él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención»; siendo tal acto «real y debidamente el ofrecimiento de un sacrificio» propiciatorio, no un mero acto conmemorativo.
Para poder contextualizar mejor el origen y desarrollo de este dogma debe recordarse el proceso histórico que hizo dar un giro total a la interpretación del llamado «Misterio del Cuerpo de Cristo». Según el teólogo católico José Antonio Carmona, «durante el primer milenio a la iglesia (local) se le llamó "verdadero cuerpo de Cristo" y a la eucaristía "cuerpo místico de Cristo", la relación del ministro era primero con el verdadero cuerpo y por medio de él con el místico. Pero al desplazarse el sacerdocio de la comunidad, gracias a su potestad sagrada, su relación con el cuerpo de Cristo se invirtió, se relacionó directamente con la eucaristía, que pasó a llamarse "verdadero cuerpo de Cristo", quedando para la Iglesia la asignación de "cuerpo místico". En esta inversión de términos influyó también la obsesión medieval por el "milagro eucarístico", por la presencia real de Cristo en la eucaristía, que llevó a la teología a "cosificar" el sacramento eucarístico, al que despojó de su contenido simbólico y eclesial; y al cosificar la eucaristía, hizo lo propio con el "sacerdocio" dando muchas veces al sacerdote una potestad "casi mágica" con un olvido total del sentido comunitario».
Este «poder» o «potestad casi mágica» que se arrogan los sacerdotes para invocar a voluntad la supuesta presencia de Jesús-Cristo en el altar no deja de ser una presunción vana, prepotente y carente de cualquier fundamento evangélico. Para analizar la cuestión del proclamado sacrificio diario de Cristo bastará leer el Nuevo Testamento para darse cuenta de que falsea absolutamente el sentido de las Escrituras.
En la Epístola a los Hebreos se afirma con rotundidad: «Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice [se refiere a Cristo], santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos; que no necesita, como los pontífices, ofrecer cada día víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo, pues esto lo hizo una sola vez ofreciéndose a sí mismo.» Es evidente que bastó con ofrecerse a sí mismo «una sola vez», no a diario, tal como proclama necesario la Iglesia católica.
Unos pocos versículos más adelante podemos leer: «Todo sacerdote está cada día en pie oficiando y ofreciendo a menudo los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados. Mas éste, después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores, se sentó "a la derecha de Dios" (...) Así, con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados. De esto es también testigo el Espíritu Santo, porque después de decir, "He aquí la alianza que pactaré con ellos después de aquellos días", dice el Señor: "Pondré mis leyes en su corazón, y en su mente las grabaré; y de sus pecados e iniquidades no me acordaré ya." Ahora bien, donde hay absolución de estas cosas ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado» (Heb 10,11-18).
El sentido de los versículos de Heb 10,11-18 es único e inconfundible: Jesús-Cristo «después de ofrecer su único y definitivo sacrificio por los pecadores» se sentó junto a Dios y dio por acabado su sacrificio ya que «con una sola ofrenda, ha perfeccionado para siempre a los consagrados» y «ya no se requiere ninguna ofrenda para expiar el pecado». Si la palabra inspirada de Dios —que eso afirma la Iglesia que son todos los textos de la Biblia— es categórica al anunciar que hubo un único y definitivo acto sacrificial de Jesús y que ya no hace falta ninguno más para poder expiar el pecado, ¿qué fundamento puede tener la doctrina católica oficial de que «en nuestros altares, él [Cristo] se ofrece a Sí mismo diariamente por nuestra redención» ? La respuesta es clara: carece de todo fundamento lícito ya que el dogma católico contradice y pervierte lo que se proclamó en el Nuevo Testamento.
Encadenar al Jesús-Cristo a una función que las propias Escrituras declararon proscrita e inútil, sólo puede tener sentido bajo dos consideraciones: una relacionada con la coherencia mítica y la otra con la rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control.
La coherencia mítica implica que, al igual que el modelo pagano del dios solar joven que, como ya mostramos, aportó los elementos legendarios que transformaron a Jesús en Jesús-Cristo, éste debe sacrificarse a sí mismo a diario para, con su sangre y su cuerpo, renovar la vida del mundo. Los rituales centrales de muchos cultos a dioses paganos anteriores a Cristo tenían la misma función y estructura, por lo que resulta coherente que los gentiles cristianizados, tras siglos de prácticas paganas, acabaran por añadir también esta dinámica ritual al dios que pasó a representar los mitos «de siempre»; de hecho debió de resultar muy natural el superponerla de modo progresivo a ritos cristianos primitivos, como la reunión de los correligionarios en la «cena del Señor» que tanto postuló y defendió san Pablo.
La búsqueda de la máxima rentabilidad de los mecanismos rituales de poder y control social, primordial en cualquier estructura religiosa, encontró sin duda un eficaz instrumento cuando la Iglesia católica medieval elaboró la doctrina de la transustantación. Presentarse, ante las masas de creyentes ignorantes congregados en los templos, como capaz de convocar a voluntad la presencia material de la sustancia del «hijo de Dios», puso en manos de los sacerdotes un poder tan fascinante como rentable económicamente.
A propósito de la doctrina católica que presenta la misa como un sacrificio propiciatorio, cosa absurda según lo ya visto, añadiremos un razonamiento de Tony Coffey, autor cristiano que, desde su fe y su sentido común, afirma: «La palabra "propiciación" significa "satisfacción", y se refiere al sacrificio de Jesús satisfaciendo la justicia divina de Dios. La prueba de que el Padre aceptó el sacrificio de Jesús es el hecho de que el Padre lo levantó de entre los muertos y lo sentó a su propia diestra. Ahora que nuestros pecados han sido perdonados por el sacrificio de Jesús, ¿cuál sería el propósito de realizar un sacrificio continuo? Una vez se paga el rescate y se liberan los rehenes, no hay que pagar el rescate continuamente. La consecuencia de creer que el sacrificio de Cristo es una ofrenda continua es devastadora, porque socava lo que logró la muerte de Jesús aquel Viernes Santo. No podemos creer que Jesús obtuvo nuestro perdón completo por medio ' del sacrificio de Sí mismo y al mismo tiempo creer que la misa es una ofrenda continua de ese sacrificio. Las dos perspectivas se contradicen.»
Pero ésta no es, ni mucho menos, la única o última contradicción. Dado que el Nuevo Testamento —como el resto de la Biblia— está repleto de interpolaciones —textos añadidos durante los cuatro primeros siglos, que asientan dichos y hechos de Jesús absolutamente inventados, con la intención de fundamentar las nuevas creencias cristianas que fueron elaborándose poco a poco—, no debe extrañar el leer a un Je-sús que hace, dice o promete cosas incompatibles entre sí.
Así, por ejemplo, podemos ver cuán diferente es la despedida que se atribuye al Jesús de Mateo y la del de Juan. El Jesús de Mt 28,20 aparece afirmando: «Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo», un suceso que el nazareno esperaba de inmediato, aunque evidentemente se equivocó, pero cuyo ambiguo anuncio es aprovechado por la Iglesia para justificar la presencia aquí y ahora de Jesús-Cristo en sus misas.
Pero el Jesús de Jn 14,15-26, por el contrario, afirmó, durante la cena pascual: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo rogaré al Padre, y os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros. (...) Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho.» La frase es rotunda: Jesús afirma que ya no permanecerá más en este mundo, pero que rogará al Padre para que mande a otro en su lugar que sí estará aquí para siempre, y ese enviado será el «Espíritu de verdad», ¡no él!
Y para que no quede duda alguna a este respecto, el Jesús de Juan, en unos versículos posteriores, proclama con fuerza: «Pero os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré. Y en viniendo éste, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado. Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará de lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (Jn 16,7-15).
Cuando Jesús afirma «os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré», o «porque voy al Padre y no me veréis más» o «cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa (...) os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer», ¿qué está diciendo? ¿Que se presentará todos los días a la misa, tal como obliga a creer la Iglesia católica? Es evidente que no. Jesús insiste en que su marcha defini-tiva es un hecho y una necesidad y que sólo el «Espíritu de verdad» ocupará su lugar y su función de magisterio. ¿Podría alguien contarnos cómo demonios Amalrio de Metz y Pascasio Radberto, los autores de la doctrina católica de la transus-tantación, en el siglo IX, pudieron convencer a Jesús para que se desdijera totalmente, desautorizando a san Juan, y aceptara comparecer físicamente en todas y cada una de las eucaristías del mundo?
La única posibilidad neotestamentaria que se nos ocurre para que Jesús pueda estar físicamente en la misa sería que la Iglesia católica declarara el Evangelio de Juan como absolutamente falso... pero entonces se desmontarían todos los dogmas construidos sobre este muy peculiar evangelio del «apóstol Juan» que, como ya sabemos, no fue escrito por él. «Jesús no era sacerdote y no pertenecía a la tribu de Leví — sostiene Schreurs, desde un planteo teológico católico crítico —; al contrario, se opuso al culto en el templo y a la clase sacerdotal, que existía en su época, hasta el día de su muerte. Sus sufrimientos y su muerte ignominiosa parecen ser en principio un completo fracaso en lugar de la proclamación del futuro reino de Dios. Pero a la luz de la Pascua, sus seguidores, como probablemente Jesús mismo, llegaron a hablar de su muerte como una donación de sí mismo "ofrecido por la multitud". Este sacrificio es aceptado por Dios. Su resurrección proclamó el final de cualquier servicio sacrificial posterior. (...) Cuando en las asambleas de la Iglesia primitiva se celebraba la comida eucarística, se conmemoraba el sacrificio de Jesús como la mediación de la salvación escatológica. Jesús mismo es el mediador entre Dios y la comunidad.
»La carta a los Hebreos — prosigue Schreurs — contiene una descripción detallada sobre la mediación única de Jesús y declara que el sacerdocio del servicio al templo es superfluo y ha sido superado a causa de este acto supremo sacrificial de Jesucristo. Porque Jesús es el único sacerdote, el que se ofrece y es ofrecido al tiempo, la distancia entre Dios y el hombre, entre lo sagrado y lo profano, es acortada intrínsecamente a pesar del pecado (Heb 10,19; cf. Rom 3,25). Ya no es necesaria la mediación para llegar a Dios. A la Iglesia, por lo tanto, como cuerpo de Cristo, se le puede llamar desde entonces, pueblo sacerdotal (I Pe 2,1-10; Ap 1,6). La palabra griega para sacerdote es (archi)hiereus: y este término fue reservado de forma consecuente en el Nuevo Testamento, al mismo Jesús y a la comunidad cristiana entera.»
Demasiadas cosas fundamentales carecen de sentido en una religión como la católica en la que, tal como ya hemos mostrado, sus propias Sagradas Escrituras evidencian que Jesús no fundó la Iglesia y prohibió expresamente el clero profesional, que las iglesias no son la casa de Dios y que Jesús-Cristo ni puede hacerse presente en la eucaristía ni tiene nada que ver con la misa.
De hecho, si tomamos al pie de la letra — tal como los creyentes hacen con todo lo que se dice en las Escrituras — lo que afirmó Jesús, hasta nos resultará imposible encontrar a un solo creyente verdadero entre toda la cristiandad. El Jesús que se apareció a los once, según el relato de Mc 16,15-18, dio esta clave tan fundamental como olvidada: «Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, mas el que no creyere se condenará. A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nue-vas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no les dañará; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos se encontrarán bien.»
¿Existe algún papa, obispo, sacerdote o simple creyente que sea capaz de demostrar positivamente la señal que debe acompañar a los creyentes en Jesús, según la definió él mismo? ¿Puede alguno de ellos expulsar demonios (¿¡¡¡!!!?), hablar lenguas que no ha estudiado, coger con sus manos una cobra o una simple víbora, beberse un cubalibre de cianuro y curar un cáncer o una vulgar migraña por imposición de manos? ¿Será que no existe actualmente ni un solo creyente en el Jesús de los Evangelios ?
Quienes se amparan en las Sagradas Escrituras para justificar sus intereses de poder y control social, no tienen excusa alguna para tomar en sentido literal los versículos que favorecen sus intenciones y olvidar—o interpretar en «sentido figurado»— decenas de otros textos que, como éste, les dejan en evidencia.
Si Jesús entrase en una iglesia católica, quizá no tendría suficiente con el látigo que se vio forzado a emplear, según el pasaje de Jn 2,15, para expulsar a todos los mercaderes del templo.
viernes, 3 de junio de 2011
VIERNES CUCHILLERO: ME ATA EL SILENCIO
ME ATA EL SILENCIO: CROSSFIRE
Recorrer cada centímetro que hay en tu piel
Veremos la lluvia caer, desnudos talvez
Retando a la noche te mire
Bañada de besos hasta amanecer
Y luego tu te iras de mi
muy lejos de aquí dejándome solo
puedo aguantar mi dolor su amargo sabor
y el crudo destino
puedo mantenerme vivo llorando de amor por ti
Te quiero y no se que decir me aruña el dolor
Me ata el silencio
Tu eres de mi corazón y el sangra de amor por ti
Pero en nombre del amor te juro que no
No se acaba esto me quedo esperando por ti
Aunque no te vuelva a ver yo te amare donde estés
Puedo aguantar mi dolor su amargo sabor
Y el crudo destino puedo mantenerme
Vivo llorando de amor por ti
Recorrer cada centímetro que hay en tu piel
Veremos la lluvia caer, desnudos talvez
Retando a la noche te mire
Bañada de besos hasta amanecer
Y luego tu te iras de mi
muy lejos de aquí dejándome solo
puedo aguantar mi dolor su amargo sabor
y el crudo destino
puedo mantenerme vivo llorando de amor por ti
Te quiero y no se que decir me aruña el dolor
Me ata el silencio
Tu eres de mi corazón y el sangra de amor por ti
Pero en nombre del amor te juro que no
No se acaba esto me quedo esperando por ti
Aunque no te vuelva a ver yo te amare donde estés
Puedo aguantar mi dolor su amargo sabor
Y el crudo destino puedo mantenerme
Vivo llorando de amor por ti
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