DIOS BENDIJO Y POSIBILITÓ QUE DOS PROFETAS CON MUY MALAS PULGAS, ELÍAS Y ELISEO, MATASEN A PLACER A DECENAS DE INOCENTES
Elías, según la Biblia, fue el primer gran profeta de Israel y sus actuaciones se sitúan entre los años 865 y 850 a. C. Se le invistió del máximo prestigio y reputación debido a la predilección que Dios le mostró. Tan magnificada fue su figura que, un milenio después, en el relato de la transfiguración de Jesús se hizo aparecer a éste flanqueado por Moisés y Elías (Mt 17,1-13; Mc 9,2-13 y Lc 9,28-36).
El ciclo de Elías se compone de seis episodios y en ellos, tal como veremos en lo sustancial, su mano no tembló a la hora de degollar a más de cuatrocientos competidores, ni al quemar vivos a un centenar de inocentes, ya que el propio Dios le facilitó los prodigios que posibilitaron tan bíblicas hazañas.
Su discípulo y heredero, Eliseo, superó a su maestro en milagros —protagonizando el repertorio básico que acabaría por atribuirse a Jesús— y aunque mató a menos gente, demostró tener tan mal carácter como Elías y tanta o más crueldad que él a la hora de hacer morir a inocentes mediante el concurso de Dios.
Iniciaremos el relato de las andanzas de Elías en el segundo episodio bíblico de su vida, tal como lo cuenta el 1 Libro de Reyes. Nos encontramos con el profeta dirigiéndose a la ciudad de Samaria —al final de un tiempo de sequía y hambruna con el que Dios castigó al reino israelita por permitir el culto a Baal— para presentarse ante el rey Ajab:
Anda pues a reunir a Israel [le ordenó Elías al rey Ajab]; que vengan conmigo al monte Carmelo, y con ellos los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal que comen de la mesa de Jezabel. Ajab convocó a todo Israel al monte Carmelo, y también reunió a los profetas.
Entonces Elías se acercó al pueblo y dijo: «¿Hasta cuándo saltarán de un pie al otro? Si Yavé es Dios, síganlo; si lo es Baal, síganlo». El pueblo no respondió. Elías dijo al pueblo: «Soy el único que queda de los profetas de Yavé, y ustedes ven aquí a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. ¡Dennos dos toros! Ellos tomarán uno, lo descuartizarán y lo pondrán sobre la leña sin prenderle fuego. Yo prepararé el otro toro y lo pondré sobre la leña sin prenderle fuego. Luego invocarán el nombre de su dios; yo invocaré el nombre de Yavé. El Dios que responda enviando fuego, ese es Dios». Todo el pueblo respondió: «¡Muy bien!» (...) [tras el ya cantado fracaso de los profetas de Baal para superar tan magna prueba] Bajó entonces el fuego de Yavé, que consumió el holocausto y la leña y absorbió toda el agua que había en la zanja. Al ver esto, todo el pueblo se echó con el rostro en tierra, gritando: «¡Yavé es Dios! ¡Yavé es Dios!».
Entonces Elías les dijo: «¡Detengan a los profetas de Baal, que no escape ninguno!». Los apresaron; Elías mandó que los bajaran al torrente Cisón y allí los degolló (1 Re 18,19-40).
Así pues, el gran profeta de Dios degolló por propia mano a esos cuatrocientos cincuenta competidores y se quedó tan ancho... bueno, no tanto, porque la reina Jezabel se enojó y quiso aplicarle al profeta su propia medicina, pero éste, que tan valiente fue a la hora de segarle el cuello a profetas cautivos, optó por huir, contando, claro, con la protección de Dios (según se lee en 1 Re 19). Salvada la piel y llegado al trono Ocozías, hijo de Ajab, Elías prosiguió asesinando al personal con la mera finalidad de demostrar que Dios estaba con él:
Ocozías se cayó desde la ventana de su segundo piso en Samaría, y como no se sintiera bien, envió a algunos hombres diciéndoles: «Vayan a consultar a Baalcebub, dios de Ecrón, para saber si me sanaré de este mal». Pero el ángel de Yavé dijo a Elías de Tisbé: «Levántate y sal al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría. Les dirás: "¿Así que ya no hay más Dios en Israel, que van a consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón?. Ya que has procedido así, dice Yavé, no te levantarás de la cama en que te has acostado; has de saber que morirás"». Y Elías se alejó. Volvieron los mensajeros donde el rey (...) Ocozías exclamó: «¡Es Elías de Tisbé!».
Despachó entonces a cincuenta hombres con su jefe, que subieron para buscar a Elías; este estaba sentado en la cumbre de un cerro. El jefe le gritó: «¡Hombre de Dios, por orden del rey, baja!». Elías respondió al jefe de los cincuenta: «¡Si soy un hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta hombres!». Y bajó fuego del cielo, y lo devoró a el y a sus cincuenta hombres [en la Biblia no se encuentra tipo más fachendoso que este profeta].
El rey despachó de nuevo a cincuenta hombres con su jefe; este también le gritó: «¡Hombre de Dios, esta es la orden del rey: Apresúrate en bajar!». Elías le respondió: «¡Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti y a tus cincuenta hombres!». Y el fuego de Dios bajó del cielo, y lo devoró a él y a sus cincuenta hombres.
Envió el rey por tercera vez a cincuenta hombres con su jefe [parece que a los reyes la soldadesca les sobraba y podían perderla sin inquietarse]; cuando llegó cerca de Elías, el tercer jefe [más listo que sus predecesores] se arrodilló y le suplicó diciéndole: «¡Hombre de Dios, soy tu servidor; ojalá mi vida y la de mis hombres tenga algún valor para ti! ¡El fuego de Dios ya ha bajado dos veces del cielo para devorar a los dos primeros jefes con sus cincuenta hombres, perdóname ahora mi vida!».
Entonces el ángel de Yavé dijo a Elías: «Baja con él, pues nada tienes que temer de su parte». Se levantó pues y bajó con ellos hasta donde estaba el rey. Le dijo a éste: «Esto dice Yavé: "¡Debido a que enviaste mensajeros para consultar a Baalcebub, el dios de Ecrón, no te levantarás más de la cama donde estás acostado, sino que morirás, ya está decidido!"» (2 Re 1,2-16).
Curiosa la cosa bíblica: para repetirle al rey Ocozías lo mismo que el profeta ya le había dicho poco antes a sus mensajeros, Elias, mediante los dos certeros disparos flamígeros lanzados por Dios, tuvo que lucirse ante la audiencia asesinando a cien soldados inocentes. ¿No podría haber logrado el mismo efecto teatral sacando fuego por las orejas o algo por el estilo? Pero no, el dios bíblico requiere muertos inocentes a cada paso que da.
Tras una vida repleta de santidad y prodigios milagrosos (además de decenas de asesinatos que agradaron a Dios), Elías fue arrebatado por un carro de fuego hasta la gloria divina:
Cuando lo atravesaron [el río Jordán], Elías dijo a Eliseo: «¿Qué quieres que haga por ti? Pídelo antes que sea llevado lejos de ti». Eliseo respondió: «Que venga sobre mí el doble de tu espíritu». Elías le replicó: «¡Pides algo difícil! Pero si me ves mientras soy llevado de tu lado, lo tendrás; si no, no» [fachenda hasta el fin, este profeta]. Iban conversando mientras caminaban, cuando un carro de fuego con sus caballos de fuego los separó al uno del otro: Elías subió al cielo en un torbellino. Eliseo lo vio y gritaba: «¡Padre mío! iPadre mío! ¡Carro de Israel y su caballería!». Luego no lo vio más. Tomó entonces su ropa y la partió en dos.
Eliseo recogió el manto de Elías, que había caído cerca de él y se volvió. Al llegar a orillas del Jordán se detuvo, tomó el manto de Elías y golpeó el agua con él, pero ésta no se dividió. Entonces dijo: «¿Dónde está el Dios de Elías, dónde?» [Sí, ¿dónde?; por dudas la mitad de atrevidas que ésta Dios fumigó a pueblos enteros, pero Eliseo estaba en vena...] Y como volviera a golpear el agua, ésta se dividió en dos, y Eliseo atravesó. Los hermanos profetas lo vieron de lejos y dijeron: «¡El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo!». Salieron a su encuentro y se postraron en tierra delante de él (2 Re 2,9-15).
Eliseo, junto a lo que fuese que heredó de Elías, también adquirió su proverbial mala uva, una virtud bíblica que tardó poquísimo en demostrar, haciéndolo a lo grande y sin complejos, mandando asesinar a cuarenta y dos niños ¡porque algunos de ellos se burlaron de su calva! Sí, tal cual:
De allí [de hacer potable el agua de Jericó, milagrosamente, claro] se fue a Betel; cuando iba por el camino que sube, salieron de la ciudad unos muchachos que se burlaban de él: «¡Vamos, calvo, sube! ¡Vamos, calvo, sube!», decían. Se volvió y mirándolos los maldijo en nombre de Yavé; salieron del bosque dos osas y desgarraron a cuarenta y dos de esos muchachos (2 Re 2,23-24).
Las osas/osos despedazaniños, al igual que los leones justicieros que citamos en el apartado 11.3, que también iba de profetas peculiares, sólo pudieron ser enviadas por Dios, que, en este acto, demostró cuánto aprecio le merecía la calvorota de Eliseo y cuán poco estimaba la vida de los niños.
Eliseo, sin inmutarse por la carnicería, en el versículo siguiente «se dirigió al monte Carmelo y luego regresó a Samaria», acumulando un historial de milagros digno de envidia. Eliseo solucionó la pobreza de una viuda convirtiendo en muchos cántaros comerciables el cantarito de aceite que le quedaba (2 Re 4,1-7), hizo concebir a la esposa de un anciano en cuya casa él se alojaba (2 Re 4,12-17) —el texto no detalla cómo procuró el embarazo de la señora—, cuando el niño del relato anterior murió —al menos la primera vez— le resucitó sin problemas (2 Re 4,21-36), saneó aguas contaminadas y sopas envenenadas (2 Re 4,38-41), alimentó a cien personas haciendo que cundiesen de lo lindo veinte panecillos de cebada y de trigo (2 Re 4,41-44), curó a un leproso (2 Re 5,1-13)... en fin, que Eliseo, el calvo despedazaniños, un millar de años antes, ya hizo milagros equivalentes a los mejores que haría Jesús, y eso que no era hijo de Dios ni nada parecido (quizá los creyentes deberían pensar en ello, si no es molestia, claro).
En medio de tan prodigiosa vida, Eliseo no perdió jamás su toque iracundo y vengativo, así, estando la capital israelita con hambruna y con las pocas viandas disponibles a precios astronómicos, a causa del asedio de los arameos,
Eliseo dijo: «¡Escuchen la palabra de Yavé! Esto dice Yavé: "Mañana a esta misma hora, en la puerta de Samaria, una medida de flor de harina se venderá por una moneda, y dos medidas de cebada, por una moneda"». El oficial en cuyo brazo se apoyaba el rey dijo al hombre de Dios: «¡Aunque Yavé abriera las ventanas del cielo, eso no ocurriría!». Eliseo le dijo: «Muy bien, tú lo verás con tus ojos, pero no comerás» (2 Re 7,1-2).
El oficial real dudó de la parrafada de Eliseo y éste, en lugar de apiadarse de un varón que poseía más sentido común que fe, le maldijo con la muerte. Y tal que así fue: El rey había asignado a la puerta de la ciudad al oficial en cuyo brazo se apoyaba, para que la vigilara, pero fue pisoteado ahí mismo por la muchedumbre [que salía a buscar provisiones... en plan estampida de una manada de bisontes], y murió tal como lo había anunciado el hombre de Dios cuando había bajado el rey a su casa (2 Re 7,17).
A juzgar por el relato bíblico, la personalidad puñetera de Eliseo le duró hasta el final de sus días:
Eliseo estaba mal de salud por la enfermedad que lo llevó a la muerte. Yoás, rey de Israel, bajó donde él y lloró: «¡Padre mío, padre mío! ¡Carro de Israel y su caballería!». Eliseo le respondió: «Toma un arco y flechas»; Yoás fue pues a tomar un arco y flechas (...) «Toma tu arco con las manos». Lo hizo. Eliseo puso sus manos sobre las del rey, luego dijo: «¡Abre la ventana del lado este!». La abrió. Eliseo añadió: «¡Dispara!». Disparó. Eliseo dijo entonces: «¡Flecha de la victoria de Yavé! ¡Flecha de la victoria de Aram! Derrotarás a Aram en Afec, hasta que no quede nadie» [más teatral, imposible]. En seguida le dijo: «Junta las flechas». Las juntó. Eliseo dijo al rey de Israel: «Golpea el suelo». Y el rey lo golpeó tres veces y se detuvo. Entonces el hombre de Dios se enojó con el rey y dijo: «¡Tenías que haber golpeado cinco o seis veces! Así habrías derrotado a Aram hasta que no quedara nadie. Pero ahora sólo derrotarás a Aram tres veces» (2 Re 13,14-19).
Muy sandunguero el profeta. Podría haber dicho las cosas claras, para que pudiese comprenderlas hasta un rey israelita, y de haberlo hecho así, se hubiese evitado montañas de muertos entre los de Aram y los de Israel... aunque la Biblia hubiese perdido una excelente oportunidad para incrementar su lustre belicoso, algo que Dios, naturalmente, no podía permitir.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: en asuntos de religión, no importa quién muere, ni tampoco cuántos, ni si había o no razones para eliminarles; lo sustancial es que quien mate lo haga a mayor gloria de la creencia que sustenta y alimenta sus excesos.