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domingo, 23 de octubre de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXXVIII

DE CÓMO DIOS MATÓ A DOS HIJOS DE JUDÁ (SIN DAR RAZÓN NINGUNA) Y ÉSTE ACABÓ PREÑANDO A SU NUERA TAMAR CREYENDO QUE ERA UNA RAMERA

En la historia de Judá, el cuarto hijo de Jacob y Lía y fundador de la tribu israelita que llevó su nombre, se puede apreciar, una vez más, la gran afición de Dios al asesinato sin aducir otra causa que el peregrino argumento de que sus víctimas le parecieron «malas» a sus divinos ojos. También se muestra la calaña de un varón tan principal como Judá, bendecido por el dios bíblico a fin de liderar y conformar su pueblo elegido.
Leemos en el Libro del Génesis:
Por aquel tiempo Judá se separó de sus hermanos y bajó donde un tal Jirá, que era de Adulam. Allí conoció a la hija de un cananeo llamado Sué, a la que tomó por esposa. Ésta quedó embarazada y dio a luz un hijo al que llamó Er. Tuvo un segundo hijo, al que llamó Onán, y, estando en Quézib dio a luz un tercer hijo al que puso el nombre de Sela.
Judá tomó como esposa para su primogénito Er, a una mujer llamada Tamar. Er, primogénito de Judá, fue malo a los ojos de Yavé, y él le quitó la vida [así, sin más explicación; Dios lo ejecutó de forma sumaria].
Entonces Judá dijo a Onán: «Cumple con tu deber de cuñado, y toma a la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu hermano». Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano. Esto no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida [nueva ejecución sumaria; pero de ésta nos ocuparemos en el apartado siguiente].
Entonces Judá dijo a su nuera Tamar: «Vuelve como viuda a la casa de tu padre, hasta que mi hijo Sela se haga mayor». Porque Judá tenía miedo de que Sela muriera también, al igual que sus hermanos. Tamar se fue y se quedó en la casa de su padre.
Bastante tiempo después, murió la esposa de Judá. Terminado el luto, Judá subió con su amigo Jirá de Adulam a Timna, donde estaban esquilando sus ovejas.
Alguien informó a Tamar de que su suegro iba camino de Timna, para la esquila de su rebaño. Ella entonces se sacó sus ropas de viuda, se cubrió con un velo, y con el velo puesto fue a sentarse a la entrada de Enaín, que está en el camino a Timna, pues veía que Sela era ya mayor, y todavía no la había hecho su mujer.
Al pasar Judá por dicho lugar, pensó que era una prostituta, pues tenía la cara tapada. Se acercó a ella y le dijo: «Déjame que me acueste contigo»; pues no sabía que era su nuera. Ella le dijo: «¿Y qué me vas a dar para esto?».
Él le dijo: «Te enviaré un cabrito de mi rebaño». Mas ella respondió: «Bien, pero me vas a dejar algo en prenda hasta que lo envíes». Judá preguntó: «¿Qué prenda quieres que te dé?». Ella contestó: «El sello que llevas colgado de tu cuello, con su cordón, y el bastón que llevas en la mano». Él se los dio y se acostó con ella, y la dejó embarazada. Ella después se marchó a su casa y, quitándose el velo, se puso sus ropas de viuda.
Judá envió el cabrito por intermedio de su amigo de Adulam, con el fin de recobrar lo que había dejado a la mujer, pero no la encontró. Entonces preguntó a la gente del lugar: «¿Dónde está la prostituta que se sienta en Enaín, al borde del camino?». Le respondieron: «Nunca ha habido prostituta alguna por allí».
Volvió, pues, el hombre donde Judá y le dijo: «No la he encontrado, e incluso las personas del lugar dicen que jamás ha habido prostituta por esos lados». Judá respondió: «Que se quede no más con la prenda, con tal que la gente no se ría de nosotros. Después de todo, yo le mandé el cabrito y si tú no la has encontrado, yo no tengo la culpa».
Como tres meses después, le contaron a Judá: «Tu nuera Tamar se ha prostituido, y ahora está esperando un hijo». Entonces dijo Judá: «Llévenla afuera y que sea quemada viva». Pero cuando ya la llevaban, ella mandó a decir a su suegro: «Me ha dejado embarazada el hombre a quien pertenecen estas cosas. Averigua, pues, quién es el dueño de este anillo [antes era un sello colgado del cuello], este cordón y este bastón». Judá reconoció que eran suyos y dijo: «Soy yo el culpable, y no Tamar, porque no le he dado a mi hijo Sela». Y no tuvo más relaciones con ella.
Cuando le llegó el tiempo de dar a luz, resultó que tenía dos gemelos en su seno. Al dar a luz, uno de ellos sacó una mano y la partera la agarró y ató a ella un hilo rojo, diciendo: «Este ha sido el primero en salir». Pero el niño retiró la mano y salió su hermano. «¡Cómo te has abierto brecha!», dijo la partera, y lo llamó Peres. Detrás salió el que tenía el hilo atado a la mano, y lo llamó Zeraj (Gn 38,1-30).
Magnífico ejemplo para una familia cristiana.
En primer lugar, el bueno de Judá ve a una mujer sentada al borde del camino, en la entrada de un pueblo, y piensa, sin más, que es una ramera y, claro, varón al fin y al cabo, no puede evitar pedirle un servicio de alivio a cambio de precio.
Esta imagen degradante de la mujer, que es tratada como un mero objeto sexual, es la que Dios afirmó y avaló a lo largo del Antiguo Testamento y, lamentablemente, la que fortalecieron con textos aberrantes insignes prohombres del cristianismo, como san Agustín de Hipona y sus sucesores ideológicos, hasta asentarla como norma en el núcleo de las conductas machistas —de violencia de género— que han imperado en nuestra sociedad hasta hace muy poco (si es que queremos pensar que han desaparecido; cuestión harto discutible).
En segundo lugar, ese bendito de Dios fue un auténtico majadero al que no se le ocurrió otra cosa que apañar con urgencia su desahogo dejando en prenda lo que le solicitó la supuesta ramera —«el sello que llevas colgado de tu cuello, con su cordón, y el bastón que llevas en la mano»—. ¿Tan necesitado de alivio estaba Judá? ¿No podía esperar un ratito a que algún criado se acercase a su rebaño para poder pagarle a la ramera con el cabrito acordado? ¿Es que no llevaban efectivo ni él ni su amigo?
Con este ejemplo en mente, ¿cómo un padre cristiano puede pretender educar a sus hijos en virtudes tan notables como la paciencia y la templanza?
Menos mal, y de ello ya se aprende algo, que ese hombre de Dios acabó siendo consciente del ridículo patético que había protagonizado, según se desprende del hecho de que prefiriese que la ramera desaparecida se quedase con los objetos entregados en prenda «con tal que la gente no se ría de nosotros». Bueno, de la historia, al menos, se aprende hipocresía, que es también una virtud muy cristiana.
Judá, hombre certero donde los haya, dejó embarazada a la primera a quien fue esposa de dos de sus hijos —y, al parecer, causa desencadenante de la ejecución divina de ambos— y prometida del tercero, pero no reconoció quién era ella ni siquiera en medio de un lance reproductivo diurno. Aflora, una vez más, el mayor misterio de la Biblia: ¿cómo yacían los varones bíblicos para que éste, como otros muchos, no fuese capaz de reconocer la identidad de la mujer con la que estaba apareándose?
Ella, más tramposa que las peores de su oficio (según se las presenta en la Biblia), salvó la piel mediante un hábil chantaje a su suegro, amante y juez —y mentiroso, ya que no le había dado a su tercer hijo como esposo—, mientras que Judá, actuando con total arbitrariedad e impunidad, se saltó a la torera la ley que prohibía este tipo de incesto y adulterio —la relación sexual de Tamar era delictiva para aquel pueblo de vándalos con independencia de que su amante fuese un vecino o su suegro— y se salvó de la lapidación a sí mismo y a su nuera... que no está mal que en la Biblia pase algo civilizado, pero si al pobre Onán Dios lo fulminó por no querer preñar a Tamar, ¿qué no debería haberles hecho Dios a ésta —por fingir ser una ramera, darse sexualmente siendo viuda, y engañar a su suegro para que la preñase— y a su amante, que transgredió una ley que penaba su conducta con la muerte?
Pero Dios no estaba por la labor de aplicar en este caso su divina justicia. Quizá ya había matado suficiente en la casa de Judá, o tal vez tenía mejores planes para uno de los hijos que nacería de esa unión incestuosa entre Tamar y su suegro Judá. Ese hijo, Peres (o Fares), será uno de los antepasados de Jesús según las genealogías neotestamentarias (véanse Mt 1,3; o Lc 3,33).
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: la incontinencia es virtud, la mentira, un bien, la hipocresía, un don, la mujer, un objeto (adornado de malicia, eso sí) y el incesto, un medio aceptable a los ojos de Dios si le sirve a sus siempre inescrutables planes.

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