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domingo, 16 de octubre de 2011

LUZ DEL DOMINGO XXXVII

LAS HIJAS DE LOT EMBORRACHARON A SU PADRE PARA TENER SEXO CON ÉL Y QUEDAR PREÑADAS

La historia de Lot y sus hijas había comenzado ya muy mal cuando éste, para evitar que los sodomitas conociesen las posibles delicias sexuales de los dos ángeles que se alojaron en su casa, les ofreció a sus hijas para que fuesen violadas (véase el apartado 4.1). La cosa no pasó a mayores, pero Dios, tal como es bien conocido, decidió destruir Sodoma y Gomorra y, claro, salvar a su fiel Lot y familia. Así lo cuenta el Génesis:
Al amanecer los ángeles apuraron a Lot diciéndole: «Date prisa, toma a tu esposa y a tus dos hijas y márchate, no sea que te alcance el castigo de esta ciudad». Y como él aún vacilase, lo tomaron de la mano, junto a su mujer y a sus dos hijas, porque Yavé había tenido compasión de ellos, y lo llevaron fuera de la ciudad.
Una vez fuera, le dijeron: «Ponte a salvo. Por tu vida, no mires hacia atrás ni te detengas en parte alguna de esta llanura, sino que huye a la montaña para que no perezcas». Pero Lot replicó: «¡Oh, no, Señor mío! Veo que me has hecho un gran favor y que has sido muy bueno conmigo conservándome la vida. Pero yo no puedo llegar hasta la montaña sin que me alcance el desastre y la muerte. Mira este pueblito que está más cerca y en el que podría refugiarme. Es tan pequeño, y para mí es cosa de vida o muerte, ¿no podría estar a salvo allí?».
El otro respondió: «También este favor te lo concedo, y no destruiré ese pueblo del que has hablado. Pero huye rápidamente, ya que no puedo hacer nada hasta que tú no hayas llegado allá». (Por esto, aquel pueblo fue llamado Soar, o sea, Pequeño.)
El sol ya había salido cuando Lot entró en Soar. Entonces Yavé hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre ardiendo que venía de Yavé, y que destruyó completamente estas ciudades y toda la llanura con todos sus habitantes y la vegetación. La mujer de Lot miró hacia atrás, y quedó convertida en una estatua de sal (...) [y Lot, varón bíblico al fin y al cabo, se quedó tan tranquilo; ni se quejó ni volvió a preguntar por ella].
Después Lot salió de Soar con sus dos hijas, pues no se sentía seguro allí, y se fue a vivir al monte, en una cueva [excelente decisión, sí, señor].
Entonces dijo la hija mayor a la menor: «Nuestro padre está viejo y no ha quedado ni un hombre siquiera en esta región que pueda unirse a nosotras como se hace en todo el mundo [la chica era un tanto desmemoriada, ya que Dios había salvado, al menos, el pueblo de Soar, en el que se habían refugiado y que no parecía carecer de varones...]. Ven y embriaguémoslo con vino y acostémonos con él. Así sobrevivirá la familia de nuestro padre. Y así lo hicieron aquella misma noche, y la mayor se acostó con su padre, quien no se dio cuenta de nada, ni cuando ella se acostó ni cuando se levantó [si Lot «no se dio cuenta de nada», estamos ante un milagro, ya que el alto nivel etílico requerido para tal inconsciencia, y máxime en un anciano, impide los mecanismos fisiológicos necesarios para procurar una preñez].
Al día siguiente dijo la mayor a la menor: «Ya sabes que me acosté anoche con mi padre. Hagámosle beber vino otra vez esta noche y te acuestas tú también con él, para que la raza de nuestro padre no desaparezca». Le hicieron beber y lo embriagaron de nuevo aquella noche, y la hija menor se acostó con él. El padre no se dio cuenta de nada, ni cuando ella se acostó ni cuando se levantó.
Y así las dos hijas de Lot quedaron embarazadas de su padre. La mayor dio a luz un hijo y lo llamó Moab: éste fue el padre de los moabitas, que todavía existen hoy. La menor también dio a luz un hijo y lo llamó Ben-Ammí, y es el padre de los actuales amonitas (Gn 19,15-38).
Dios, que tan al tanto estaba de lo que pasaba en la zona que no se le escapó la ocasión de fulminar a la esposa de Lot —una mujer, claro, que ellas son las víctimas bíblicas por antonomasia—, por girarse a contemplar la masacre divina de lo que había sido su tierra, olvidó comunicarle a Lot que el mundo conocido seguía igual que siempre, aunque con dos zonas algo chamuscadas por la ira divina.
Lot anduvo por el pueblo de Soar y sin saber por qué —al menos nosotros, ya que Dios sí estaba en la cosa, naturalmente— se fue a vivir al monte con sus hijas, ¿y no se dieron cuenta de que Soar seguía en su sitio cuando lo abandonaron? Bien. Pero entonces ¿cómo es que las hijas, compenetradas bajo idéntica fuerza y ciclo hormonal, se creyeron solas en el universo y fueron a por su padre? Quizá la historia presente algunos puntos dudosos... pero esto es palabra de Dios, así es que veamos el ejemplo recibido de un hecho que debe darse por cierto.
Las hijas, que no rechistaron cuando su padre las ofreció para ser violadas por la masa de sodomitas, se volvieron entonces conscientes de su deber reproductivo —o se despertaron con sus facultades mentales algo alteradas— y, aduciendo una mentira absurda —salvo que Dios hubiese borrado de su memoria la existencia de Soar—, decidieron emborrachar a su padre hasta el coma etílico y, en tal estado, usarlo en dos ocasiones para quedar preñadas; y Lot, el padre, dice Dios, no se enteró de nada. ¡Vaya familia! ¿Qué le puede contar un padre cristiano a su prole sobre la conducta de Lot y la de sus hijas?
Ellas, con un proceder inadmisible incluso para las peores familias de la época. Él, con una conducta indigna en cualquier tiempo y lugar. Según Lot, si había que emborracharse porque lo pedían las hijas, se bebía sin mesura y sin hacer preguntas; y si había que hacerse el despistado para que las hijas conociesen varón, pues uno se dejaba hacer sin rechistar (bajo la coartada, eso sí, del presunto coma etílico); y si había que quedarse calladito cuando uno se encontraba a sus dos hijas solteras preñadas sin salir de casa —esto es, de la cueva—, pues se tragaba el sapo y se miraba en dirección a Constantinopla. Lot, a juzgar por lo estupendamente que le trató Dios, fue considerado como un padrazo para sus hijas.
La historia no podría explicarse sin la intervención directa de Dios, que incitó a las hijas al olvido de Soar para justificar la deshonra de su padre —¿bajo qué otra influencia esas dos señoritas, de tan buena y santa educación en el temor de Dios, podrían haber osado perpetrar tamaño desaguisado?—; que protegió y encubrió a padre e hijas ante la condena segura que debía derivarse de la transgresión de su propia ley divina —«No tendrás relaciones con tu padre ni con tu madre» (Lv 18,7)—; y que bendijo esos incestos porque le iban estupendamente para lanzar a la escena bíblica a dos pueblos, moabitas y amonitas, que le darán mucho juego a Dios en sus manejos de la historia (bíblica) de Israel, puesto que facilitarán excelentes páginas épicas en los relatos veterotestamentarios, repletas de guerras, asesinatos, expolios, violaciones, sufrimientos y castigos divinos a un bando o al contrario, según fuese menester.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: el incesto no es delito, ni siquiera pecado, si uno está muy borracho (o lo finge); y, en todo caso, un delito cometido en despoblado tiene el silencio de Dios por aliado... quizá porque, tal como reza un refrán popular, «ojos que no ven, corazón que no siente».

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