ONÁN, MUERTO POR DIOS POR NO EYACULAR DENTRO DE SU CUÑADA CUANDO SE ACOSTABA CON ELLA
Acabamos de leer esta historia en el apartado anterior, pero dada su trascendencia histórica, que ha dado lugar incluso a un concepto específico, el de onanismo como sinónimo de masturbación, será adecuado detenernos un poco en ella. Lo que se dice es bien poco, aunque su trascendencia acabará siendo mucha:
Entonces Judá dijo a Onán: «Cumple con tu deber de cuñado, y toma a la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu hermano».
Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano.
Esto no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida (Gn 38,8-10).
Onán, según nos lo analizan los exegetas autorizados, se negó a cumplir la ley del levirato que le obligaba a casarse con la viuda de su hermano para engendrarle descendencia. Y, a más abunda-miento, le recriminan el incumplimiento de lo promulgado en el Deuteronomio, un texto cuya primera versión —datada en torno al 621 a. C., en tiempos de Josías y de la reforma religiosa— no se escribió hasta unos tres siglos después de que las fuentes yahvista y elohísta hubiesen dado lugar al relato del Génesis donde se incardina esta historia de Onán.
Pero incluso aceptando que lo que recoge la legislación deuteronómica estuviese vigente en tiempos de Onán, lo que prescribe al respecto es lo siguiente:
Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no irá a casa de un extraño, sino que la tomará su cuñado para cumplir el «deber del cuñado». El primer hijo que de ella tenga retomará el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no se borrará de Israel.
En el caso de que el hombre se niegue a cumplir su deber de cuñado, ella se presentará a la puerta de la ciudad y dirá a los ancianos: «Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer en mi favor su deber de cuñado».
Entonces los ancianos lo llamarán y le hablarán. Si él porfía en decir: «No quiero tomarla por mujer», su cuñada se acercará a él y en presencia de los jueces le sacará la sandalia de su pie, le escupirá a la cara y le dirá estas palabras: «Así se trata al hombre que no hace revivir el nombre de su hermano. Su casa será llamada en Israel "la casa del descalzo"» (Dt 25,5-10).
Es decir, el hijo primogénito de la unión entre la viuda y su cuñado heredaba los bienes y el nombre del fallecido (Dt 25,5-6), que era el objetivo buscado por la ley del levirato, aunque el cuñado podía eludir esa obligación a cambio de someterse a una reprimenda pública (Dt 25,7-10) y, en tal caso, el deber de desposar a la viuda podía pasarse a otro pariente más alejado (Rut 4,1-10).
No se prescribía en esa norma la pena de muerte para quien se negase a cumplir con la ley del levirato —cosa a la que no se negó Onán, ya que se acostaba con su cuñada—, tampoco hemos sabido encontrar en toda la Biblia castigo alguno relacionado con el semen; y no parece que esas relaciones sexuales fuesen constitutivas de adulterio, aunque, de serlo, hubiesen exigido la muerte tanto de Onán como la de su cuñada Tamar, pero eso no sucedió. El único que fue ejecutado por Dios fue Onán; fulminado por el mismo dios que dio la legislación que hizo plasmar en el Levítico y en el Deuteronomio y de la que exigió cumplimiento cabal.
¿Qué fue lo que «no le gustó a Yavé» de la conducta de Onán y llevó a que Dios «le quitó también la vida»? Si no quebrantó lo legislado sobre el levirato, el semen o el adulterio, habrá que pensar que Dios lo ejecutó arbitrariamente, sin más.
No faltan quienes sostienen que la ejecución divina le vino a Onán por derramar su semen sin fines reproductivos —algo que, en todo caso, el dios bíblico no prohibió a pesar de haber legislado hasta lo más intrascendente imaginable—, pero tal causa sería un tremendo agravio comparativo si se tiene en cuenta que la Biblia está repleta de coitos improductivos de santos varones cuyas parejas eran estériles por voluntad directa de Dios.
Fuese cual fuese la razón que tuviere Dios para ejecutar personalmente a Onán, llama poderosamente la atención que masacrara a quien no le hacía daño a nadie mientras que, a lo largo de cientos de páginas, el dios bíblico protegió, dirigió, colaboró, guió, bendijo, alentó, sostuvo y dejó impunes a más de un centenar de santos varones que cometieron todo tipo de delitos y tropelías, a cual más execrable, al tiempo que perpetraron centenares de miles de asesinatos —de varones, mujeres y niños inocentes—, a veces en guerras evitables, pero muy a menudo en actos de pillaje o de venganza que, según relata orgullosa y pormenorizadamente la propia palabra de Dios, complacieron grandemente al Señor.
Es éste otro magnífico ejemplo para que una familia cristiana, con hijos en edad de buscarse esa fuente de placer con la que Dios les dotó, pueda explicarles a sus vástagos que Dios permite y perdona el delito y el asesinato, que incluso los alienta, pero que ay de aquel (y de aquella) que derrame sus fluidos en vano, ya que se expone a ser fulminado por la ira divina.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: cualquier delito puede merecer el perdón divino, excepto la masturbación o, para ser más exactos respecto a lo que hacía Onán con su cuñada, a excepción del sexo recreativo o no reproductivo.
Acabamos de leer esta historia en el apartado anterior, pero dada su trascendencia histórica, que ha dado lugar incluso a un concepto específico, el de onanismo como sinónimo de masturbación, será adecuado detenernos un poco en ella. Lo que se dice es bien poco, aunque su trascendencia acabará siendo mucha:
Entonces Judá dijo a Onán: «Cumple con tu deber de cuñado, y toma a la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu hermano».
Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano.
Esto no le gustó a Yavé, y le quitó también la vida (Gn 38,8-10).
Onán, según nos lo analizan los exegetas autorizados, se negó a cumplir la ley del levirato que le obligaba a casarse con la viuda de su hermano para engendrarle descendencia. Y, a más abunda-miento, le recriminan el incumplimiento de lo promulgado en el Deuteronomio, un texto cuya primera versión —datada en torno al 621 a. C., en tiempos de Josías y de la reforma religiosa— no se escribió hasta unos tres siglos después de que las fuentes yahvista y elohísta hubiesen dado lugar al relato del Génesis donde se incardina esta historia de Onán.
Pero incluso aceptando que lo que recoge la legislación deuteronómica estuviese vigente en tiempos de Onán, lo que prescribe al respecto es lo siguiente:
Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no irá a casa de un extraño, sino que la tomará su cuñado para cumplir el «deber del cuñado». El primer hijo que de ella tenga retomará el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no se borrará de Israel.
En el caso de que el hombre se niegue a cumplir su deber de cuñado, ella se presentará a la puerta de la ciudad y dirá a los ancianos: «Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer en mi favor su deber de cuñado».
Entonces los ancianos lo llamarán y le hablarán. Si él porfía en decir: «No quiero tomarla por mujer», su cuñada se acercará a él y en presencia de los jueces le sacará la sandalia de su pie, le escupirá a la cara y le dirá estas palabras: «Así se trata al hombre que no hace revivir el nombre de su hermano. Su casa será llamada en Israel "la casa del descalzo"» (Dt 25,5-10).
Es decir, el hijo primogénito de la unión entre la viuda y su cuñado heredaba los bienes y el nombre del fallecido (Dt 25,5-6), que era el objetivo buscado por la ley del levirato, aunque el cuñado podía eludir esa obligación a cambio de someterse a una reprimenda pública (Dt 25,7-10) y, en tal caso, el deber de desposar a la viuda podía pasarse a otro pariente más alejado (Rut 4,1-10).
No se prescribía en esa norma la pena de muerte para quien se negase a cumplir con la ley del levirato —cosa a la que no se negó Onán, ya que se acostaba con su cuñada—, tampoco hemos sabido encontrar en toda la Biblia castigo alguno relacionado con el semen; y no parece que esas relaciones sexuales fuesen constitutivas de adulterio, aunque, de serlo, hubiesen exigido la muerte tanto de Onán como la de su cuñada Tamar, pero eso no sucedió. El único que fue ejecutado por Dios fue Onán; fulminado por el mismo dios que dio la legislación que hizo plasmar en el Levítico y en el Deuteronomio y de la que exigió cumplimiento cabal.
¿Qué fue lo que «no le gustó a Yavé» de la conducta de Onán y llevó a que Dios «le quitó también la vida»? Si no quebrantó lo legislado sobre el levirato, el semen o el adulterio, habrá que pensar que Dios lo ejecutó arbitrariamente, sin más.
No faltan quienes sostienen que la ejecución divina le vino a Onán por derramar su semen sin fines reproductivos —algo que, en todo caso, el dios bíblico no prohibió a pesar de haber legislado hasta lo más intrascendente imaginable—, pero tal causa sería un tremendo agravio comparativo si se tiene en cuenta que la Biblia está repleta de coitos improductivos de santos varones cuyas parejas eran estériles por voluntad directa de Dios.
Fuese cual fuese la razón que tuviere Dios para ejecutar personalmente a Onán, llama poderosamente la atención que masacrara a quien no le hacía daño a nadie mientras que, a lo largo de cientos de páginas, el dios bíblico protegió, dirigió, colaboró, guió, bendijo, alentó, sostuvo y dejó impunes a más de un centenar de santos varones que cometieron todo tipo de delitos y tropelías, a cual más execrable, al tiempo que perpetraron centenares de miles de asesinatos —de varones, mujeres y niños inocentes—, a veces en guerras evitables, pero muy a menudo en actos de pillaje o de venganza que, según relata orgullosa y pormenorizadamente la propia palabra de Dios, complacieron grandemente al Señor.
Es éste otro magnífico ejemplo para que una familia cristiana, con hijos en edad de buscarse esa fuente de placer con la que Dios les dotó, pueda explicarles a sus vástagos que Dios permite y perdona el delito y el asesinato, que incluso los alienta, pero que ay de aquel (y de aquella) que derrame sus fluidos en vano, ya que se expone a ser fulminado por la ira divina.
La palabra de Dios evidencia aquí su enseñanza: cualquier delito puede merecer el perdón divino, excepto la masturbación o, para ser más exactos respecto a lo que hacía Onán con su cuñada, a excepción del sexo recreativo o no reproductivo.
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